Cine clásico
Flores tardías para Hedy Lamarr
Cuando Hollywood se iba de copas, una de sus divas se entretenía en su casa con sus inventos, que fructificaron en una importante patente en 1942
Casselberry es una población de unos 20.000 habitantes en el Norte del área metropolitana de Orlando, en Florida. El paisaje es verde y húmedo, con hileras de aburridas urbanizaciones de chalets y animado por numerosos lagos y charcas. En el día decimonoveno de este siglo XXI fue hallada muerta en su casa de Casselberry una anciana de hábitos ermitaños, de 85 años de edad. Los servicios forenses informaron de una «muerte no sospechosa», por causas naturales. La parada final de otro viejo corazón averiado. La mujer había nacido en Viena, poseía la nacionalidad estadounidense desde 1953 y su nombre de pila era Hedwig Eva Marie Kiesler. Estaba registrada como ciega en los servicios sanitarios y en su rostro afloraban las secuelas de excesos con la cirugía estética. En su última década de vida prácticamente no salía de su chalet. Se pasaba hasta seis horas al día charlando por teléfono. Había perdido el contacto físico con sus hijos, con los que no se reunía desde hacía años. Su único trato con sus nietos había consistido en enviarles unas postales dedicadas, viejas fotografías donde se la veía en el impresionante esplendor de su ya remota juventud.
Aquella anciana, olvidada por todos, legó 3,3 millones de dólares del año 2000 en su testamento, corregido por última vez solo tres meses antes de morir. Su hijo Anthony y su hija Denise percibían cada uno algo más de un millón. Dejaba también partidas de 84.000 dólares a cuatro amigos fieles, entre ellos un policía local que le hacía pequeños favores domésticos. Su hijo adoptivo James –en realidad un vástago suyo al que en su juventud hizo pasar por adoptado– se quedaba fuera del testamento.
Aislada, excéntrica, en apariencia de medios justos. Nadie suponía que aquella mujer podía poseer tanto dinero. ¿Quién era? Los informativos levantaron enseguida el velo de la amnesia. Se acaba de morir la primera actriz que osó interpretar un orgasmo ante las cámaras de cine, en 1933. Se había ido en silencio la diva a la que Louis B. Mayer, el dueño de la Metro, lanzó en 1937 como «la mujer más hermosa del mundo». Se marchaba la única diosa de la era dorada de Hollywood con una patente científica registrada a su nombre: la número 2.292.387 de la United States Patent Office, aceptada el 11 de agosto de 1942, bajo el título de «Salto de frecuencia de espectro ensanchado». Se apagaba, en fin, una vida agridulce, con seis matrimonios y otros tantos divorcios, con amantes de leyenda, como el magnate chiflado Howard Hughes («sin duda el peor que he tenido»). Había muerto Hedy Lamarr, actriz y pionera de la ciencia, a la que solo ahora el mundo recuerda por fin como es debido, incluso con documentales elegíacos y doodle de Google en su honor.
La curiosidad de una niña vienesa
El primer rasgo distintivo de Hedwig Kiesler, aquella inteligente niña vienesa nacida en 1914, no fue su belleza, sino más bien su curiosidad. «A mí me interesaba todo». Quería entender el funcionamiento de las cosas. La semilla de esa inquietud intelectual la había sembrado su padre, Emil, un alto directivo de banca de ancestros judíos húngaros, muy interesado en las nuevas tecnologías. Con solo cuatro años, lo sorprendió al preguntarle cómo funcionaba su dorado reloj de bolsillo. Paseando juntos por Viena, Emil explicaba a la pequeña los secretos de los tranvías, las imprentas, las farolas... Murió cuando su hija tenía 21 años, dejándole un vacío que nunca acabaría de llenar: «Mi padre me enseñó que debía tomar mis propias decisiones, moldear mi propio carácter y tener mi propio pensamiento. Nunca volví a encontrar un hombre a su altura ni al que quisiese tanto».
Su madre Gertrud, también judía asimilada, de ancestros polacos, era una concertista de piano, que optó por retirarse para cuidar a su única hija. Una familia de la burguesía acomodada instalada en el barrio fino de Osterleitengasse, en una etapa de efervescencia cultural en la capital austríaca. La princesa Eddy, como la llamaban en casa, estudió en el mismo instituto que las hijas de Freud, tras una experiencia frustrante en un internado suizo, y llegó a matricularse en ingeniería. Pero enseguida se cruzó el cine.
Eddy Kiesler se apuntó a estudiar interpretación con Max Reinhardt, el gran productor de cine austriaco, que sería también un importante renovador teatral en Estados Unidos. Él fue el primero que reparó en su extraordinario físico. También el primero que cargó sobre sus hombros un eslogan que la madura Hedy Lamarr vería como una cruz: «La chica más guapa de Europa». «Mi cara ha sido mi desgracia –se lamentaba la actriz en el crepúsculo de su vida–, atrajo a la gente equivocada, me provocó tragedias y cinco décadas con el corazón roto. Mi cara es una máscara que no puedo remover. Siempre tendré que vivir con ella, pero hoy la maldigo».
Con ella llegó el escándalo
Esa belleza, tan perfecta y moderna que parece diseñada por algún algoritmo informático, la llevó enseguida a las pantallas. Y al escándalo. Siendo todavía menor de edad, Hedy Kiesler rueda con un director checo la película Éxtasis, que incluye un desnudo integral y el primer orgasmo de una actriz jamás filmado. Hedy contó más tarde que sus imágenes desnuda fueron robadas, grabadas a distancia sin su conocimiento, y que su legendario deleite en el clímax sexual atendía en realidad a muecas de dolor, porque el director de la película la estaba pinchando con un alfiler para forzar su gesto. Quién sabe... Éxtasis, estrenada en 1933, armó tal revuelo que incluso fue condenada por el papa Pío XI. El escándalo la persiguió durante años, aunque ella minimizaba el alcance provocador de la cinta: «Era solo un inofensivo y pequeño retozar sexual sobre una joven inocente que se casa con un hombre mayor que no es capaz de consumar su matrimonio».
Hedy Lamarr entendía las relaciones afectivas con un aperturismo adelantado a su tiempo: «Nunca he creído que un hombre fuese hecho para una sola mujer y una mujer para un solo hombre». Su concepción del sexo también era abierta: «Sí, ocasionalmente me fui con una mujer. Pero no fue por amor. Solo por la excitación y la emoción. Siempre he preferido los hombres a las mujeres».
El primer amor de Hedy llegó en su adolescencia: un flechazo inexperto con el actor que andando el tiempo se convertiría en padre de la actriz Romy Schneider. A los 19 años se casa con el traficante de armas Friedrich Mandl, trece mayor que ella, apodado «el mercader de la muerte» por sus detractores. Es un habilísimo y turbio negociante, de fe católica y ancestros judíos, que pese a ello durante un tiempo logra vender armas a los nazis y cerrar lucrativos negocios con el jerarca hitleriano Hermann Göring. La boda coincide con el estreno de Éxtasis. Consumido por los celos, sobre todo por la ya famosa escena del orgasmo de su ahora flamante esposa, Mandl se lanza a un descabellado intento de comprar todas las copias de la películas, perdiendo mucho dinero en un infructuoso afán de frenar su distribución. Su siguiente paso es aislar a su mujer-trofeo en una jaula de oro, su castillo de Schawarzenau. Aburrida en aquel retiro de lujo, Hedy continúa con sus lecturas autodidactas sobre temas de ingeniería. También asiste a encuentros y almuerzos con dirigentes nazis que visitan a su marido, algunos de ellos científicos. Las conversaciones en cenas de gala le aportan información privilegiada sobre los avances técnicos de la puntera industria bélica alemana.
El matrimonio con Mandl descarriló a su tercer año. La prensa vienesa publicó la noticia del divorcio con naturalidad. Pero Hedy siempre adornó la ruptura con un halo de fuga novelesca, algo nunca bien probado. Según su relato, se hizo pasar por una de sus doncellas y huyó a París con todas sus joyas encima para costearse un futuro lejos de la tiranía de Mandl. «Aquel jueves, temprano a la mañana –cuenta en su autobiografía–, puse tres pastillas para dormir en el café de una de mis sirvientas. Después me escabullí por la puerta de servicio. Tenía las llaves del coche y llegué sin problemas a la estación. El andén estaba desierto. Esperé doce minutos hasta que llegó el tren y me fui».
De Hedwig Kiesler a Hedy Lamarr
Tras dejar atrás su desdichado matrimonio, Hedwig Kiesler, la joven y ahora libre promesa del cine austríaco, se dirige a Londres, como trampolín para saltar a su auténtica meta: Estados Unidos. En la capital inglesa tiene ocasión de conocer a Louis Burt Mayer, el león de la todopoderosa Metro Golden Mayer. Sabedora de que el productor va a regresar a Nueva York a bordo del crucero francés Normandie, Hedy se embarca uniéndose a la camarilla de Grisha Goluboff, un niño californiano prodigio del violín, de padres judíos rusos, a los que había conocido en Salzburgo. Aprovecha la travesía para acercarse a Mayer. Lo cautiva con su encanto. Tras un tenso regateo, el producto le firma un contrato de siete años con la MGM. Pero le impone dos condiciones. Tiene que estilizarse, adelgazar un poco, porque va a vender a esa chica austriaca de 1,70 de talla como «la mujer más bella del mundo». También debe cambiar su nombre para dejar atrás el escándalo de Éxtasis, que puede suponer un lastre ante el público estadounidense, más puritano que el europeo. Nace así Hedy Lamarr, apellido que elige Mayer como una suerte de tributo a la desgraciada Barbara Lamarr, una prometedora actriz de los años veinte que murió con solo 29 años, destrozada por el alcohol, las drogas y la falta de sueño.
En 1937, la flamante Hedy Lamarr desembarca en Nueva York , vestida con una recatada falda hasta los tobillos por orden de Mayer. Al año siguiente rueda la primera de sus 25 películas, en una carrera que concluirá en 1959. Nunca hubo discusión sobre su magnetismo en pantalla. «Si te toca rodar un primer plano al lado de la cara de Hedy Lamarr prepárate para suicidarte», reconoció gráficamente un actor de la época. Pero sí se cuestionaron sus cualidades interpretativas. «Lamarr es como una pieza de museo. Le ocurre como a la Monalisa, es más bella en reposo», escribió un crítico mordaz. Fue tachada de inexpresiva y también se criticaba su acento extraño, extranjero. Nunca jugó en la liga de las súper divas europeas, como Greta Garbo, Marlene Dietrich o Greer Garson. Sin embargo actuó junto a gigantes de la edad de oro de Hollywood, como Clark Gable, Judy Garland, Lana Turner, Spencer Tracy... y hasta fue la primera opción para el papel de Casablanca, que al final se llevaría la sueca Ingrid Bergman. El astro Errol Flynn hizo una defensa en toda regla de su valía artística: «Creo que Hedy es una de las actrices más infravaloradas. No ha tenido la suerte de conseguir los mejores papeles. La he visto hacer algunas cosas brillantes. Siempre he pensado que tiene un gran talento. Y en lo que se refiere a belleza clásica, quizá no puedas encontrar a otra mujer que la supere». Con su habitual inteligencia y humor socarrón, ella desmitificaba el estatus de diva del cine: «Cualquier chica puede ser glamurosa. Todo lo que tienes que hacer es permanecer erguida y mirar como una estúpida».
Lo cierto es que a finales de los cincuenta, Hedy Lamarr ya comenzaba a ser vista como un viejo chiste. Una curiosidad excéntrica del pasado. Ella siempre sostuvo que su lealtad a sus parejas dañó su carrera en Hollywood, porque por dos veces aparcó el cine para seguir a sus maridos. En una ocasión acabó en Acapulco y en otra, en Houston. Su rosario de matrimonios puede leerse como una carrera de pequeños desastres encadenados. Sus parejas sucumbían a su belleza al primer golpe de vista, antes de haber explorado su interior, y ella albergaba una cierta contención afectiva en sus relaciones. Esa simbiosis nunca funcionaba. Tras escapar del traficante Mandl, en 1939 se casa con el guionista y productor Gene Markey, que acepta por petición de ella que adopten a un niño. Andando el tiempo se descubrirá que es un hijo que ha tenido la propia Hedy con el que luego será su tercer marido, el actor inglés John Loder, con el que se casará en 1943, tras divorciarse de Markey, y con el que tendrá dos hijos más.
En 1951 llega el cuarto matrimonio, con un músico de swing suizo, dueño de un nightclub de Acapulco, que la lleva a vivir a México. Nuevo fiasco. El quinto enlace, de 1953 a 1960, será con un petrolero de Texas. Lindando la autoparodia, su sexto y último paso por la vicaría se producirá con el abogado matrimonialista que había llevado su pleito de divorcio contra el magnate tejano. Durarán menos de dos años. Comienza a partir de ahí la vida de creciente encierro de una mujer recordada por sus allegados como «una madre abominable», de patente desinterés por sus hijos. Tampoco reconocía sus orígenes. Cuando su hija Denise le comentó que se decía que eran judíos, la despachó con un «no seas ridícula».
Una actriz atraída por la tecnología
Hedy Lamarr presentaba una singularidad en el Hollywood parrandero de su época: era abstemia, no fumaba y no le gustaban ni el desfase noctámbulo ni las fiestas concurridas. Prefería las comidas o cenas en petit comité, el encanto de una buena conversación. En la caravana de los rodajes, durante las largas esperas entre toma y toma, se entretenía absorta en sus manuales científicos. En su mansión había habilitado «la esquina de los inventos», un espacio reservado para su biblioteca técnica, con una mesa profesional para dibujar sus diseños. «Mi madre tenía una mente muy brillante. Siempre poseía una solución para todo», reconoce su hijo Anthony. Probablemente Hedy Lamarr fue, junto al también inventor Harpo Marx, el primer talento geek de Hollywood, siempre atraída por las novedades tecnológicas. Entre sus inventos, unos fallidos y otros no tanto, figuran ideas para mejorar los semáforos, una silla para que las personas con limitaciones pudiesen ducharse, un collar fosforescente para perros, un bronceador o unas pastillas para crear una especie de Coca Cola instantánea. Más alcance tuvieron sus prototipos para mejorar las alas de los aviones de su amante Howard Hughes, inspirados en los pájaros. En 2014 se reconocieron sus méritos a lo grande, incorporándola al National Inventors Hall of Fame de Estados Unidos por sus contribuciones científicas.
La idea que ha grabado el nombre de Hedy Lamarr en los anales de la ciencia surgió en 1940, en una cena en casa de la actriz Janet Gaynor, cuando topa con otro espíritu original y libérrimo, en cierto modo un alma gemela: el músico vanguardista y compositor de bandas sonoras George Antheil, un tipo bajito de Jersey, hijo de padres alemanes, de expresivo rostro, ancho y rotundo. En los años veinte, George había chapoteado en la bohemia y vanguardia parisinas, donde había conocido a luminarias como Joyce, Hemingway, Picasso, Stravinsky y los extravagantes círculos surrealistas. Allí estrenó en 1926 su obra más provocadora: El ballet mecánico. Una docena de pianos, acompañados de instrumentos de percusión, tocarían de manera automática una partitura de Antheil. El experimento acabó en fiasco y hasta con sopapos en la calle entre partidarios y detractores aquella la osadía surreal.
En la noche en que se cruzan sus vidas, George Antheil se ha convertido ya en un personaje polifacético. Compone aplaudidas bandas sonoras, incluso para películas de Cecil B. DeMille; escribe novelas y mantiene una curiosa columna de divulgación en Esquire. En su último artículo en la revista ha comentado que los pechos de las mujeres pueden crecer de manera natural con una glándula pituitaria más saludable. Hedy lo aborda en la tertulia para preguntarle sin ambages cómo puede agrandar su pecho. Pero la conversación pronto deriva hacia la guerra. Ella, enemiga frontal del nazismo, se encuentra todavía sobrecogida por el reciente ataque de los torpedos de los U-boats alemanes a un barco de pasajeros inglés, en cuyo naufragio murieron 99 niños que eran llevados hacia Canadá en busca de un refugio seguro. La leyenda cuenta que es ahí cuando Hedy Lamarr, de 26 años, tiene su eureka: si haces oscilar muy rápido, de frecuencia a frecuencia, la señal teledirigida que guía los torpedos, nadie podrá interceptarla. Podrás hacer así frente a los letales submarinos alemanes. Pero, ¿cómo llevar la idea a la práctica? Ahí entra Antheil: lo harán de un modo similar al que él empleó para programar en automático los instrumentos de su Ballet Mecánico. Al igual que con los pianos, se colocarán en un transmisor y en los torpedos sendos rollos movidos a motor, con un código de señales de radio impreso sobre ellos, que saltarán de frecuencia a frecuencia como las notas musicales. Acabada la cena, Hedy se retira pronto. Pero al salir anota con su lápiz de labios su número de teléfono en el parabrisas del coche del músico, acompañado de un «call me».
'Hedy Lamarr, inventora'
En los meses siguientes, Antheil continúa con sus bandas sonoras y Hedy rueda una nueva película, junto a James Stewart y Judy Garland. Pero ambos consagran su tiempo libre a trabajar en los detalles de su invento. Hoy resulta emocionante poder ver los planos donde dibujaron los detalles de su ingenio. Una vez desarrollado, solicitan una patente presentándolo como un «sistema secreto de comunicaciones». En septiembre de 1941, The New York Times lleva a portada una noticia con el siguiente titular: «Hedy Lamarr, inventora. La actriz diseña la Red-Hot, un aparato para su uso en defensa». El texto de la información es encomiástico: «Su descubrimiento es tan vital para la defensa nacional que los oficiales del Gobierno no permiten publicar sus detalles».
El 11 de agosto de 1942 les conceden la patente. La actriz ni siquiera la rubrica con su nombre real, firma como H.K. Markey, el apellido de su segundo marido. Comprometidos con el esfuerzo bélico, los dos inventores deciden donar la patente a la Marina de los Estados Unidos. Pero el alto mando la desdeña. No les encaja que Hedy Lamarr pueda haber creado algo de valor. Prefieren quedarse con su cara bonita, que haga de pin-up para las tropas y venda bonos patrióticos. Lo que también hará, y con enorme éxito. Se convierte en favorita de los soldados y entre risas y besos llega a despachar 7 millones de dólares en bonos de guerra. «Soy una mina de oro para el tío Sam», se ríe con su humor zumbón.
En 1957, los ingenieros de Sylvania Electronics empiezan a experimentar con las ideas expuestas en la patente. Durante la crisis de los misiles de Cuba de 1962, el invento de Lamarr y Antheil tiene su primera aplicación práctica, al emplearlo la Armada estadounidense en el bloqueo naval de la isla. Pero para entonces la patente ya ha caducado y Antheil lleva tres años muerto, fulminado por un infarto. La aportación de Hedy Lamarr, hoy universalmente alabada, sigue siendo discutida por algunos. Los más desmitificadores señalan que carecía de conocimientos técnicos suficientes y que en realidad el cerebro fue Antheil. Hedy se habría limitado a contarle algo que había escuchado durante las cenas de los científicos alemanes en casa de su primer marido. Sin embargo, su colaborador siempre defendió que la aportación de la actriz al proyecto había resultado amplia y decisiva. Otros estudiosos argumentan que la idea no fue totalmente original, que en aquel momento había ya otros equipos científicos investigando en paralelo sobre los saltos de frecuencia.
Hedy Lamarr y el wifi
Lo cierto es que los logros de Lamarr fueron reconocidos ya en vida, aunque tardíamente. Cuando tenía 82 años fue distinguida junto a Antheil con el Pioneer Award de la respetada Electronic Frontier Foundation. Acogió la buena nueva con un breve y cáustico «ya era hora». Su hijo acudió a recoger el galardón y ella se limitó a enviar una grabación para la gala. También se cree que fue recompensada con algún dinero por una de las compañías tecnológicas que a finales del siglo XX explotaron comercialmente sus hallazgos. En las versiones más laudatorias, algunos estudiosos señalan que la visión de Lamarr y Antheil abrió la puerta en cierto modo al futuro wifi, las armas inteligentes o el bluetooth.
En 1959 Hedy deja el cine (o el cine la deja a ella) y seis años después pone fin también a su carrusel de matrimonios. Comienzan entonces la carrera del olvido y una vida triste. En 1966 la detienen por robar unos cosméticos en una tienda de Los Ángeles. Esos sonrojos cleptómanos se repetirán en su etapa final en Florida, donde la sorprenden llevándose unas gotas para los ojos y unas pastillas. Los dos robos se solventarán sin juicio mediante un acuerdo privado. La fortuna que le dio el cine la ha ido dilapidando, aunque con la cabeza alta, sin remordimientos: «Calculo que gané y gasté unos 30 millones de dólares. Aconsejo a todo el mundo no ahorrar. Gastaros vuestro dinero. Muchos ahorran para otros, pero el dinero es para disfrutarlo cuando se puede». En 1972 inicia una estancia de tres años en el hotel Blackstone de Nueva York. La embarga la nostalgia de volver a Viena –«mi corazón está allí»–, pero la inercia la mantiene en Estados Unidos. «La vida es eso que pasa mientras estás haciendo planes», decía John Lennon... Del hotel pasa a un pequeño piso en la calle 57, y de allí a los Apartamentos Renoir del Este de la ciudad, donde su vivienda sorprende a algún visitante por su desorden y pobreza. La próxima escala es Miami y la parada final, su discreto chalet de los suburbios de Orlando, donde pasa sus días hablando por teléfono y enganchada a los teleconcursos de preguntas culturales.
En sus días neoyorquinos sobrevive con una dieta a base de steak tartar y las vitaminas que le receta el desaprensivo Max Jacobson, apodado Dr. Feelgood, o Miracle Max, un médico alemán que llegó a tratar a JFK y otras celebridades. Fue desenmascarado finalmente por una investigación de The New York Times, que destapó que en realidad inyectaba a sus pacientes anfetamina y metanfetamina. Hedy quiere luchar además contra el inflexible reloj biológico e inicia una carrera de desastrosas operaciones de cirugía plástica, que la llevan a exacerbar su reclusión. En 1978, el tabloide sensacionalista National Enquirer la define con la máxima crueldad posible: «Una vieja desagradable y patética». Litigante, mantuvo varios pleitos, casi siempre sin éxito. El más comentado, cuando denunció al cómico Mel Brooks por utilizar su nombre sin su permiso en uno de sus astracanes. Le pidió en tribunales la hiperbólica cifra de diez millones de dólares y acabó recibiendo mil. También acabó querellándose contra el negro que la ayudó con su autobiografía, al que acusó de mentiras y exageraciones.
En esta centuria, en este siglo de las mujeres, se ha hecho por fin justicia poética a la extraordinaria Hedy Lamarr. Según su deseo, parte de sus cenizas fueron esparcidas por aquel querido bosque vienés por donde paseaba con su padre. Un monumento funerario peculiar, como ella misma, la honra en un prado del Zentralfriedhof, el cementerio principal de Viena, el tercero más grande de Europa. Allí descansa reconocida como «actriz e inventora», acompañada de eminencias como los músicos Beethoven, Schubert y Brahms, o el matemático Boltzmann. La recuerdan 88 barras, que evocan las 88 frecuencias de su patente y que según cómo les dé la luz componen su rostro. Una placa recoge una cita suya: «Las películas tienen un lugar y un tiempo concretos. Pero la tecnología es para siempre». Hollywood nunca supo ni quiso admitir que había una mujer inteligente tras la cara preciosa de Hedwig Eva Marie Kiesler. En su tumba nunca faltan flores frescas.