Crítica de cine
'El poder del perro': una plástica maravillosa para un filme previsible
Jane Campion es la directora de la película ganadora del Globo de Oro al mejor drama
Jane Campion, la directora neozelandesa más reconocida de los últimos años, ha concebido una película que, aunque cuenta con todos los elementos para erigirse en una obra de referencia, por alguna razón no llega a germinar.
El poder del perro (Australia, 2021) está basada en la novela del mismo nombre escrita por Thomas Savage en la década de los sesenta del siglo pasado. Y narra la historia de los hermanos Burbank, Phil (Benedict Cumberbatch) y George (Jesse Plemons), propietarios de un enorme rancho en Montana. Ambientada en 1925, época en la que las identidades tenían todavía un carácter muy marcado, ambos hermanos representan lo antagónico, al menos a primera vista. Phil es un hombre viril e impetuoso, que viste con orgullo la suciedad que emana de la tierra, mientras que George parece siempre algo abatido, un hombre amable pero apocado.
En cierto momento George decide casarse con una viuda del pueblo, Rose (Kirsten Dunst), que desde el principio intenta esconderle lo que es imposible de ocultar, su adicción al alcohol. Esta, además, tiene un hijo, Peter (Kodi Smit-McPhee), un joven que muestra con inocencia su lado sensible y cuya personalidad va forjándose conforme avanza la cinta.
Destaca la fotografía (Ari Wegner). Es un filme de una plástica maravillosa. Así como las interpretaciones de los cuatro protagonistas, a quienes no se les puede reprochar absolutamente nada. Tanto es así que Cumberbatch y Dunst realizan, a mi juicio, las mejores actuaciones de su carrera.
Los diálogos son escasos. O, mejor dicho, carentes de contenido relevante. Aunque en verdad, y en esto radica la riqueza de la película, no hace falta. Phil y Rose hablan sin hablar, a través de sus gestos y sus silencios. Una sensación que, en cierta medida, recuerda a Bergman y a su actriz predilecta, Liv Ullmann. Además, las emociones que esto provoca se acentúan aún más por el efecto de la música (Jonny Greenwood), algo tétrica, con notas que se sostienen durante varios segundos. La fusión perfecta para que el espectador logre ver más allá de la imagen y se sumerja en el interior de cada uno de los personajes.
Durante todo el filme se esboza una suerte de conflicto de masculinidades, en el que las marcadas personalidades iniciales van desdibujándose hasta convertirse sutilmente en lo opuesto. Este intuitivo proceso lo ejemplifican Phil, Peter y el legendario Bronco Henry, mentado tantas veces por Phil que su inexistencia física se convierte en una imprescindible existencia metafísica. Phil trata de hacer con Peter lo que, según cuenta, Bronco hizo con él muchos años atrás.
Ahora bien, dicho esto, la obra de Jane Campion se hace algo pesada y en algún momento previsible. Y aunque la directora pretende que todo sea sutil, se advierte demasiado su intención. Parece que desee que todo ocurra sin ocurrir, pero lo cierto es que la sutileza en estado puro no exige tanto esfuerzo, sino más bien un involuntario flujo.