Crítica de cine
Érase una vez Johnny Fontane cantándole a 'The Batman'
The Batman no tiene miedo a nada. Quién fuera Batman en algunos momentos
Que la nueva película de Batman se llame The Batman, quizá quiera indicar que el verdadero es este. El verdadero o el mejor. Aunque se parece a casi todos e incluso a casi todo. Suena Something In The Way, de Nirvana, y el niño triste porque acaban de matar a su padre y lo ha visto y es como si fuera Kurt Cobain y su lamento. Batman es oscuro como The Crow, pero nunca fue tan triste como The Crow, donde Bruce Wayne vive en un palacio extragótico, burtoniano, como el de Eduardo Manostijeras.
Cuando aparece Wayne por primera vez sin la máscara parece el pobre Scissorhands solo y oculto en su castillo de la colina. Luego es John Wick peleando con un disfraz de murciélago, de botas pesadas que resuenan en la noche lluviosa, goteante, llorosa. The Batman no tiene miedo a nada. Quién fuera The Batman en algunos momentos. O en muchos. La resolución y la inteligencia taciturna, con la sonrisa borrada, imposible, es la de Lisbeth Salander, la detective batmaniana de Millenium, a quien parece haber robado las gafas, la ropa y la motocicleta (como el Terminator al motero), además de la palidez.
El trauma infantil similar, la soledad, la rareza, la sagacidad. Gotham es la ciudad de Seven. Todo es conocido, pero es nuevo. La genialidad en el robo, como decía Picasso. La policía inacabable como los agentes de Matrix. The Batman por los aires, rodeado, como Neo. También como El Mosquetero. Pero el niño duda, grita de vértigo, en las alturas. Y se lanza venciendo a los demonios y con ellos a los tuyos, ajustando el traje planeador en una secuencia espectacular, por fantástica y humana, a la que le sigue una persecución en coche tan clásica como la cabalgada de Tex, el de la familia Manson, en busca de Brad Pitt en Érase una vez en Hollywood.
Hay un pingüino que es un hombre normal (y un Colin Farrell irreconocible), con cinco dedos en las manos, que conduce y blasfema. Un malvado principal para una secuela después de un Falcone al que posee demoníacamente John Turturro. Siguen cayendo las lágrimas todo el tiempo, como el Ave María de Schubert, y todo está empapado y brillante y mojado y bello en el amor de una Catwoman remozada, como la mandíbula del héroe sin rasurar. Un hito. Igual que el de que se ponga en entredicho la honradez y la honestidad de Thomas Wayne.
Bruce entra furioso por ello en el club de la mafia y suena la canción que le cantaba Johnny Fontane a Connie Corleone en la boda de la mafia, otro hurto estupendo, otro guiño del Batman vivo con los ojos de El Cuervo muerto. Resuena la melodía orquestada de Cobain. Es Nirvana meciendo al espectador sin que casi se dé cuenta. El violín grunge con el que parece decaer el espectáculo, el interés que se debilita, lánguido, hasta que sucede algo extraordinario y después aparece el cuadro Noctámbulos, de Hopper, con un Paul Dano magistralmente irritante en el interior.
Todo es un Enigma, por cierto, en el clima asfixiante del asesino perturbado de El silencio de los corderos. Hasta que llega. Hasta que vuelve The Batman y uno también vuelve a ser un niño en el clasicismo de la lucha en medio de la modernidad. El marcador de un (Madison Square) Garden inundado como una gigantesca lámpara de araña en la pelea tambaleante del héroe contra los mil enemigos del villano que parece La guerra de los Rose.
Y todo luego, al final, se va como yéndose tras un horizonte: el Crepúsculo de Robert Pattinson. El declinar y los niños y la nueva alcaldesa honrada, la esperanza marveliana en el monólogo interior del protagonista, como el del Gabriel Conroy de James Joyce y de John Huston, Los Muertos, en medio de una última sorpresa que el espectador tendrá, cómo no, que adivinar.