Crítica de cine
'El hombre que vendió su piel': la película que (no) da la espalda al arte
El tunecino Kaouther Ben Hania firma esta original historia sobre el arte y la ética
¿Tiene el arte límites éticos? ¿El arte es arte si tiene límites? En la película La peor persona del mundo, un personaje es un famoso autor de comics. En una entrevista televisiva, la periodista le reprocha lo ofensivo de sus novelas gráficas y él se defiende argumentando que el arte no se debe ni a la moral ni a la opinión pública. ¿Es así? ¿El pulchrum de los clásicos ya no tiene conexión con el bonum o el verum? Estas cuestiones, referidas al arte posmoderno contemporáneo, se ventilan de fondo en la película que nos ocupa. Porque el protagonista, Sam Ali (Yahya Mahayni), cede su espalda, como si se tratara de un lienzo vivo, para que un aclamado artista, Jeffrey Godefroi (Koen de Bouw), plasme ahí una obra pictórica tatuada.
Un contrato suculento obliga a Sam a exhibir su espalda en museos, sentado en una silla durante largas jornadas, y debe viajar donde le indiquen, como si se tratara de una inanimada pieza de exposición. Como dice el artista, «acabo de convertir a Sam en una mercancía y las mercancías hoy tienen menos fronteras que los seres humanos». Pero Sam no es un cuadro.
De hecho, por ejemplo, un día le salen unos granos en la espalda y no saben qué hacer porque ni siquiera el contrato contempla ese contratiempo. Sam hace todo esto porque ha huido de Siria, donde es buscado por la justicia acusado de antigubernamental. No tiene dinero y este extraño contrato no solo le permite vivir, sino poder viajar a Bélgica, donde se encuentra Abeer (Dea Liane), el amor de su vida. Por cierto, uno de los rostros más bellos que ha visto el cine.
Este asunto del arte y su naturaleza no es más que un aspecto del filme, que toca muchos más palos: la guerra en Siria, la inmigración, los refugiados, el capitalismo, la ingeniería genética… pero lo más importante de la cinta es que es una apasionante historia romántica. La única motivación de Sam es recuperar a su amada que está en manos de un hombre oscuro al que ella no ama. Todo lo demás es poco importante para él. Sam se siente un hombre libre porque todo lo hace por amor.
El diseño de guion del personaje es muy interesante. Por un lado, es un hombre rudo, muy físico, muy carnal. Pero por dentro es como un niño, sencillo más que simple, con pocas certezas pero arraigadas. No se complica con reflexiones sobre la moralidad del asunto, la voracidad del capitalismo o las complejas leyes del mercado del arte. Solo ama a una mujer y eso es el motor de su vida.
El director y guionista es el tunecino Kaouther Ben Hania, con una larga trayectoria en el corto y el documental. Esto último se nota en el estilo directo y afilado de su puesta en escena. La fotografía de Christopher Aoun tiene algo de manierista, tanto en la búsqueda de composiciones estudiadas como en la iluminación de interiores, sofisticada y elaborada. La música es escasa, escrita por Amine Bouhafa, pero tiene la misma connotación directa e inquietante que la puesta en escena. Así pues, estamos ante una película original, interesante, abierta y rica, que puede dar lugar a una profunda reflexión sobre la posmodernidad.