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'Better Call Saul': la factura de una tragedia anunciada
La precuela de Breaking Bad estrena la primera parte de su sexta y última temporada
«Pase lo que pase a continuación, no va a salir como te pensabas», se le escucha susurrar al gran Mike Ehrmantraut en el tráiler de Better Call Saul. Resulta evidente el afán metatextual de la sentencia, puesto que desde la primera escena de la serie –allá por febrero de 2015– contemplamos a un atemorizado Saul Goodman escondiéndose de por vida en un Cinnabon de Nebraska. Es decir, tanto por ese flashforward que esta anti-epopeya sobrevuela cíclicamente como por lo ocurrido en la clausura de la grandiosa Breaking Bad, sabemos de la penosa deserción protagonizada por Saul Goodman. Su miedo inacabable, su cambio de identidad, su despedida del yo, su metamorfosis de alivio cómico a zombi social. Conocemos los hechos brutos y, sin embargo, los creadores atizan la campanilla: «No va a salir como te pensabas». ¡Pin, pin, pin, pin!
Y resulta impepinable. Porque uno de los mayores placeres de Better Call Saul ha sido, en la mejor tradición del noir, acentuar el cómo por encima del qué. Ya sabemos el aciago provenir de muchos de los personajes de ese Nuevo México sacudido por el genio de la metanfetamina azul. Conocer el destino le aporta al relato ese aroma de tragedia griega, de fatum que la acompaña desde sus inicios. Es como si el espectador, empapado del universo Gilligan, contemplara cómo estas criaturas se acercan directas a un precipicio, sin poder avisarles de que, ¡por Dios Santo!, viren el rumbo.
No obstante, a pesar de las certezas narrativas, la serie de Gilligan y Gould ha trazado uno de los más acertados e inteligentes diálogos –visuales y narrativos– entre una obra original y un derivado diegético. Estamos ante una serie que aún respira el aire distinguido de la tercera edad dorada de la televisión. No solo por su emisión semanal, su pertenencia a un canal tradicional o su sólido crescendo narrativo tras seis temporadas. Su clasicismo proviene, también, por la autoconciencia de ser un referente, por la noble responsabilidad de aunar calidad y entretenimiento, en la estela de aquella gran ficción catódica que cambió las reglas del juego desde siglas como HBO, FX o AMC. Cuando Gilligan y Gould componen encuadres elegantes y audaces que perduran en el imaginario del fan, cuando empotran la cámara en un objeto –por citar su marca de estilo más reconocible– o se juegan un cold open a un helado devorado por hormigas están participando de un linaje artístico. Tomando riesgos en interlocución con un universo narrativo, sí, pero también con una forma de entender la teleserialidad como espectáculo íntimo.
Aún hoy, tras cinco excitantes entregas, seguimos sin coser con claridad la línea de puntos que discurre de Jimmy McGill a Saul Goodman. ¡Ay, la complejidad humana, con su espiral entre condena y redención! En una de sus piruetas narrativas más arriesgadas, Better Call Saul ha sabido desplazar el foco gradualmente hacia Kim Wexler, ese personaje con vocación de centro moral que, como siempre ocurre con el dichoso cáncer, se va viendo invadida por la potencia destructora del cangrejo. Uno intuye que las mayores lágrimas se derramarán por ella. De igual forma, aún nos quedan huecos de Mike o Gus Fring por cementar. Porque sabemos dónde y cómo acaban estos pollos (hermanos). Este spin-off ha sido una oportunidad para redondear los porqués de sus existencias. Y, por qué no, invocar también el origen del legado: Walt y Jesse se regalarán un cameo en las próximas semanas.
Esta riqueza dramática nos recuerda que uno de los elementos que sitúa a Better Call Saul muy por encima de la media es la escritura. Precisa. Sugerente. La hondura de sus personajes, capaces de recorrer un camino moral de ida y vuelta sin parecer meros dispositivos de guion, convierte al relato en una montaña rusa emocional donde, a pesar del ritmo pausado de la mayoría del metraje, la sensación de infarto siempre se atisba a un latido de distancia. Y no, no es por la espectral presencia amenazante de los primos Salamanca o la divertida letalidad de Lalo, la insigne aportación de la quinta temporada. Esas escaramuzas charras sirven para elevar el envite y conceder escenas de acción espectaculares, no pocas veces para el lucimiento canino de Mike.
Pero, no. A diferencia de su papá, Better Call Saul nunca ha sido una serie cabalgada por la adrenalina. Lo que ubica a la serie protagonizada por el genial Bob Odenkirk a un centímetro perpetuo del abismo es la puñetera fragilidad humana. Esa que, desde la noche de los tiempos, ha hecho zozobrar a los mejores, seduciéndolos mediante la envidia, los celos, la ambición o el resentimiento. Tantos años después quizá nos cueste recordar que Better Call Saul anduvo propulsada por una fuerza bíblica, con ese duelo entre Caín y Abel. En la demoledora tercera temporada, el añorado y viperino Chuck le escupía a su propio hermano: «Al final, vas a dañar a todo el mundo que tienes a tu alrededor; no puedes evitarlo. Así que deja de pedir perdón por ello y asúmelo». Ya entonces se prefiguraba que la clausura de Better Call Saul iba a consistir en detallar la factura de una tragedia anunciada. Asumámoslo y disfrutemos de este último viaje.