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El primer capítulo de La ciudad es nuestra ya está disponible en HBO Max

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Crítica de series

'La ciudad es nuestra': el amargo regreso a Baltimore

El primer episodio de la nueva serie de David Simon entronca con el mensaje más desesperanzador de The Wire

«Y , ¿sabéis qué? Si se utiliza la fuerza es para ganar. Hay quien dice que es 'brutalidad policial' cuando la policía gana. Pero, que yo sepa, es lo que se espera: si hay que dar leña, ¡ni brutalidad policial ni leches! Si perdemos las peleas, perdemos las calles. Grabáoslo a fuego».

Con esta arenga del sargento Jenkins a sus muchachos de la Unidad de Rastreo de Armas de la policía de Baltimore comienza La ciudad es nuestra. El nombre de David Simon a los mandos ha convertido esta miniserie en uno de los acontecimientos seriéfilos de la temporada, sobre todo para el espectro más gourmet. Teleshakespeare, la caja listísima, un Balzac audiovisual, un ensayo hilado con imágenes, la procesión del procedimiento y aquel ya mítico «que se joda el espectador medio». Si en la colosal The Wire una conversación de apariencia intrascendente entre Jimmy McNulty y un malote de barrio condensaba la almendra ideológica de la serie desde la secuencia de apertura —«esto es América, tío y el juego está amañado»—, en La ciudad es nuestra lo que se nos graba a fuego es, en realidad, el doble rasero del protagonista. Porque la clave de ese poderoso speech inicial radica en una porra que, mediante breves flashbacks, exhibe malabares amenazantes por las calles más deprimidas y conflictivas de Baltimore. La arbitrariedad de una botella rota para lanzar otro mensaje: aquí mando yo, estas son mis calles, mis reglas.

Este panorama realista de la urbe estadounidense –que es sociopolítico, pero también moral– hace que La ciudad es nuestra resuene como hija putativa de The Wire. Comparecen la policía, los jueces, y la alcaldía de la ciudad más poblada del estado de Maryland. Uno va escrutando el metraje de la nueva miniserie con la familiaridad de quien ya ha recorrido esas esquinas hace tiempo, con Bodie, Bubbles o Bunk, por citar personajes que empiezan por la misma letra. Incluso entre los actores asoman un puñado de rostros veteranos del universo Simon, en sorprendente asimetría. No obstante, la más relevante continuidad entre aquella radiografía de la ciudad contemporánea que debutó hace veinte años y estos seis capítulos recién estrenados es ideológica. Porque, más allá de que lo específico ahora sea la brutalidad policial o sobrevuelen los gritos del Black Lives Matter, el mensaje más demoledor de La ciudad es nuestra entronca con el más desesperanzado de The Wire: el sueño americano es una mentira, la reforma choca siempre con unas instituciones que se mueven por instinto de supervivencia y la corrupción, ay, es sistémica. Irresoluble.

Los últimos años de agitación social –esos que el gran Jonathan Haidt ha definido recientemente como «especialmente estúpidos»– parecen haber influido para que Simon, acompañado en la escritura por el novelista noir George Pelecanos, traiga su producto más enfadado. Más allá del clasicismo majestuoso con el que el director Reinaldo Marcus Green filma la ciudad y sus vericuetos, en el metraje se palpa una rabia que reclama ajuste de cuentas. Simon y Pelecanos vienen decididos a impartir justicia… poética. Sin embargo, ahí anida el aspecto menos convincente del piloto de La ciudad es nuestra: que la tesis se imponga a la historia.

No es ningún secreto la cercanía ideológica de David Simon a una izquierda dura, pero clásica, es decir, mucho más preocupada por las cuestiones materiales de clase que por los identitarismos posmodernos. Sin embargo, lo que le ha convertido en uno de los tres nombres clave de la televisión de este siglo siempre ha sido su capacidad para trajinar el gris. El engranaje social podía estar podrido de raíz, sí, pero asomaba la luz del ascenso en un Namond o un Bubbles en The Wire. Treme retrataba una burocracia que hacía agua por todos lados (puñetero doble sentido para el Nueva Orleans del Katrina), sin duda, pero al mismo tiempo reclamaba el valor liberal de comunidad, tan orgullosa y solidaria que jamás se quebraría. Del estercolero de The Deuce emergía peña –también de uniforme– de un humanismo redentor. Esas briznas de optimismo, incluso de humor desengrasante, brillan por su ausencia en La ciudad es nuestra. En parte, también, porque al estar basada en una historia real ya sabemos la tragedia que espera a algunos de los personajes más honestos y reformistas. Aquí, de momento, se le desliza un aroma maniqueo inexistente en sus productos anteriores, especialmente en los villanos de uniforme que encarnan el arrogante y carismático Jon Bernthal y el brutal Josh Charles, el casting más arriesgado. A ver si la estructura narrativa armada a base de flashbacks permite insertarles matices a ambos, conforme avance la historia.

El piloto concluye centrándose en un juego de miradas que aporta claves narrativas y psicológicas de lo que va a venir en los siguientes episodios. Es un rictus desafiante que espeja la porra del prólogo. Hay años de diferencia entre una y otra escena y, sin embargo, la falta de compasión es idéntica. Ahí radica la amargura de este regreso a Baltimore: ni siquiera nos permite agarrarnos al gatopardismo de Lampedusa. No. Aquí nada cambia… para que todo siga igual de jodido. O peor.

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