Por supuesto: Elvis está vivo
Aquel niño pobre del Sur profundo solo quiso ser el mejor cantante de la historia, un soberbio entretenedor. Ese logro lo hace vigente, de Netflix al festival de Cannes
Elvis está vivo, como siempre. Por Netflix deambula Elvis Presley: El rey del rock and roll, un documental de autor sobre su vida. En Cannes se acaba de pasar Elvis, una película de ficción que lo evoca. Son materiales esforzados, pero que palidecen ante la historia real, una de esas aventuras más grandes que la propia vida.
Elvis Aaron Presley nunca pasará por las penalidades de las leyendas del pop que transitan por los escenarios al borde de la octava década, con la voz rasposa, los agudos perdidos y un porte estético disonante con sus partidas de nacimiento. Elvis dejó este mundo con 42 años para reencarnarse directamente en mito. Tal vez para su integridad artística fue lo mejor.
El adiós todavía escuece. Los hechos forenses son crudos. Un hombre obeso, embutido en un pijama dorado, yace en el suelo de su baño sobre un charco de vómito, víctima de un infarto masivo, con la lengua mordida entre sus dientes y los pantalones a la altura de los tobillos. A su lado, su última lectura, un ensayo titulado La búsqueda científica del rostro de Jesús.
Aquel 16 de agosto de 1977, Elvis tenía que descansar como fuese. Al día siguiente lo aguardaba un concierto en Portland (Maine), pórtico de una nueva gira por Estados Unidos. «Será el mejor tour de mi carrera», comentaba con una esperanza forzada a su corte de aduladores de pago, la Mafia de Memphis, intentando poner buena cara ante sus evidentes penalidades físicas. El artista, de 1.82 de talla y un apetito pantagruélico, pesaba entonces 156 kilos y se sostenía a golpe de farmacopea. Pastillas para estimularlo. Pastillas para serenarlo. «¡Soy tan nervioso! Siempre, desde niño». Elvis habitaba en un jet-lag permanente. Un universo horario contrario al del resto de los mortales, herencia del frenesí noctámbulo de muchos años de giras. La noche era el día, y viceversa. El 15 de agosto, en la víspera de su muerte, acudió a la consulta del dentista a las diez y media de la noche por un dolor de muelas. A medianoche retornó en coche a su residencia de Graceland, conduciendo en la oscuridad con las gafas de sol bien caladas. A su lado, en el asiento del pasajero, su última novia, Ginger Alden, una reina de la belleza local, 21 años más joven que él. En el portón de la finca, fans insomnes haciendo guardia.
Aquella noche a Elvis continúan molestándole las muelas. A las dos y cuarto de la madrugada del día 15 al 16 pide a su hermanastro Rick que le traiga unos calmantes. El recadero retorna con lo que ha aconsejado el doctor de cabecera del artista: seis pastillas de Dilaudid. A las cuatro de la mañana, Elvis telefonea a su primo Bill y a su mujer para que acudan a jugar con él al raquetball, una suerte de pádel de moda por entonces. Obedecen. Si formas parte de la corte del Rey se da por sobreentendido que has de estar disponible a cualquier hora. Elvis, sin fuelle, se cansa enseguida de la raqueta. A las cuatro y media de la madrugada se sienta al piano y les canta un par de himnos góspel y una balada de Willie Nelson, Blue eyes crying in the rain, lo último que entonará.
La muerte de Elvis
A las cinco de la mañana de aquel 16 de agosto, Elvis se retira a su dormitorio junto a Ginger. Temprano para sus hábitos, pero es que Portland espera y hay que intentar dormir. Imposible. Toma más píldoras. Pero no hay manera. A las siete su tía le trae la nueva remesa de sedantes que ha reclamado. A las ocho de la mañana, incapaz de pegar ojo, le dice a Ginger: «Me voy a leer al baño». Es un cuarto donde suele pasar horas, tal vez su único refugio de auténtica intimidad. «No te quedes dormido», le pide ella. «No lo haré». Son sus últimas palabras. Ginger se despierta a las dos de la tarde. Elvis no está en la cama. Llama a la puerta del baño. No hay respuesta. Entra. Un grito. Unos cachetes a su rostro abotargado para reanimarlo. Todo es vano. Elvis está muerto.
La autopsia fue de una sinceridad cruel. En la sangre del hombre que enamoró a América y al mundo con su voz dúctil, extraordinaria, y sus movimientos sensuales y sincopados, había restos de codeína, morfina, valium, placydid, nembutal, butabarbital y quantum. Un adelanto del futuro final de otro niño grande, Michael Jackson, pues todo había sido recetado legalmente por su médico privado, un taimado dentista de origen griego, George Nichapoulos. Elvis, en su campechanía sureña, lo llamaba simplemente 'Dr. Nick'.
Su encuentro con Richard Nixon
Paradójicamente, siete años antes, el 21 de diciembre de 1970, Elvis había sido recibido en la Casa Blanca por 'Dick el Tramposo', también conocido como el presidente Nixon. El cantante se postuló como ejemplo de valores patrióticos y saludables para la juventud estadounidense y le solicitó una placa de la DEA, que lo acreditase como agente antidrogas honorífico. Se lo concedieron, aunque era una bomba de barbitúricos andante. Ante Nixon, Elvis se refirió a los Beatles como un pernicioso ejemplo de «juventud drogadicta y antiamericana». Cinco años antes, The Beatles habían acudido a rendir pleitesía a Elvis a su templo de Graceland, en Memphis. Era el dios que había soleado la infancia de aquellos desarrapados de Liverpool. El encuentro no funcionó. «Recuerdo que eran unos chicos muy tímidos y no sabían qué decir. Pero desde luego adoraban a Elvis. John se quedaba mirándolo tan fijamente que Elvis se sentía molesto y acabó cogiendo un bajo y poniéndose a tocar». Me lo cuenta en Londres la viuda del Rey, Priscilla, que lo conoció a los 14 años, en una base militar estadounidense en Alemania, donde Elvis cumplía con el Ejército. Se casaron tras cinco años de noviazgo y el matrimonio duró otro lustro. Fue el único del artista.
El divorcio llegó en febrero de 1972, tras un rosario de traiciones con un carrusel de amantes, muchas de ellas, aventuras en ruta de una sola noche. Priscilla, una mujer de despejada inteligencia práctica, es la madre de la única hija del «Rey», Lisa Marie. Ambas tuvieron la idea de convertir la residencia de Graceland en una eficaz máquina de facturar. Hoy es el segundo edificio más visitado de Estados Unidos tras la Casa Blanca y hasta ha sido declarando Monumento Histórico Nacional. Ese santuario del kitsch recibe más de 600.000 peregrinos al año. La finca, de 500 acres, había pertenecido durante generaciones a una ilustre familia sureña, que completó la mansión en 1939. Elvis la compró en 1957, subido al cohete de su éxito inicial, por cien mil dólares y a modo de regalo para sus padres. Eran dos parias sureños de lejanos ancestros alemanes, irlandeses, escoceses y franceses, con unas gotas de sangre cherokee por parte de su madre, a la que idolatraba. La fachada de Graceland, fotografiada hoy por más de veinte millones de turistas, es de gusto colonial neoclásico, con cuatro columnas corintias sosteniendo su Torre de los Vientos, flanqueada por las esculturas de dos leones.
Priscilla deja una pincelada indicativa de lo que debía ser el mundo privado de Elvis: «Éramos muy nocturnos. Nos quedábamos despiertos toda la noche y desayunábamos a las cinco de la tarde». Veían el show de Johnny Carson en la televisión y luego salían para el cine de madrugada. Por supuesto no a uno cualquiera: Elvis cerraba una sala para ellos dos solos y allí veían en privado y por adelantado los estrenos. «A veces hasta tres películas en una noche». Caballos, coches y un avión privado, al que bautizó con el nombre de su hija, completaban el mundo del milagro de Tupelo.
El palacio de Graceland
Elvis acometió dos millonarias reformas en Graceland, con las que logró convertir la propiedad en lo que es hoy: un fascinante delirio. El palacio de un niño consentido que puede permitírselo todo: la «sala hawaiana», que imita la vegetación exuberante de las islas; la sala abarrotada de enormes televisores para las veladas con los amigotes; la sala de la música, blanquísima y con su piano de cola. Un pasadizo secreto para acceder a la cocina (y tal vez zamparse su sandwich de cabecera, una bomba de mantequilla de cacahuete, beicon y banana). La sala de cine («yo sería capaz de ver más de cien veces las películas de James Dean»). La de billar, envuelta en unas raras telas oscilantes. La piscina en forma de riñón y el Jardín de la Meditación, donde y hoy reposa junto a sus padres y su hermano gemelo, Jesse Garon, muerto 35 minutos antes en el parto y que lo dejó como hijo único.
Elvis, capaz de actos de generosidad inauditos con los vividores de su corte. También de raptos de irascibilidad alocada. En enero de su último año había pedido la mano de su última novia, Ginger, muy emocionando y tendiéndole el más aparatoso de los diamantes. Poco antes de morir, esa misma persona irrumpió en el cuarto de su hija Lisa Marie cuando estaba viendo la tele junto a Ginger. El programa no resultó de su agradó y abandonó enojado la habitación. Cuando retornó traía una pistola en la mano y empezó a disparar al televisor. «Era un hombre muy solo», suspira Priscilla. «Tenía sus demonios, y sus padres, también», añade en una alusión críptica a posibles tormentos psicológicos.
Musicalmente, Elvis engatusa incluso a quienes no son feligreses del culto al «Rey del Rock». Fue monarca también del country, del góspel, y hasta de los estándares del cancionero de Sinatra. Porque era el cantante supremo. Todo lo hacía suyo. Lo elevaba a otra dimensión, un don que conservó hasta el final, cuando hierático, con sus buenas arrobas apretadas en sus trajes horteras de pata de elefante y lentejuelas, sudaba hinchado en el escenario, sostenido por los estimulantes. «Me gusta divertir a la gente. Eso es lo que soy, un entretenedor, un animador, un artista». Nadie lo resumió mejor que él. Solo le faltó añadir un detalle: no era un entretenedor cualquiera. Logró convertirse en el más grande de los entertainers.
Recorriendo una enorme exposición sobre su vida veo su auténtico y original Cadillac (rosa, por supuesto), con el que viajaba en los tours de finales de los cincuenta y que luego regaló a su adorada madre, Gladys. Veo su partida natal en Tupelo (Misisipi), el 8 de enero de 1935, venido al mundo en una casucha de tablas de dos habitaciones, en una familia de eso que los estadounidenses denominan con clasismo despectivo white trash. Un chiquillo que a veces comía gracias a la caridad de sus vecinos y la asistencia del Estado. Su gemelo murió en el parto y su madre lo crió contándole una hermosa fantasía: si cantas muy alto en las noches de luna llena, tu hermano podrá oírte allá en el cielo. Cuando tenía tres años, su padre fue encarcelado por falsificar un cheque para llevar comida a casa. Elvis lo llegó a visitar en el penal durante sus seis meses de reclusión en 1938. Jamás olvidó de donde venía: de la pobreza extrema de una infancia donde fue un niño blanco que vivió las penurias que machacaban a los negros.
Veo las fotos escolares. Un Elvis con malas notas y rubísimo, antes de que la industria lo obligase a teñirse, porque el fijador casa mejor con el pelo oscuro. Imagino a la familia acudiendo a los cultos de la Asamblea de Dios, su feligresía Pentecostal, que les ofrecía un lugar en el mundo, poder formar parte de un algo más. «Creo en la Biblia y en que todas las cosas vienen de Dios», sostuvo toda su vida, incluso cuando naufragaba en el exceso. Su forma de arte predilecta eran los himnos religiosos de los negros. «El góspel es lo más puro que existe en la tierra». Le atribuía hasta virtudes terapéuticas. Lo calmaba. En aquellas primeras giras de dos conciertos cada día, a veces la banda se reunía en la madrugada en su habitación del hotel y el alba los cazaba entonando todavía títulos góspel.
'Un chaval pobre de Memphis'
Emociona ver los discos originales de Sun Records, el Grial del preyslerismo, los primeros que registró, allá en el verano de 1954. Aquello fue una epifanía, porque la verdad es que las cosas no iban bien para Elvis. Él sabía que era una estrella. Sus vecinos de Memphis también lo intuían. De lo contrario, ¿qué hacía aquel mocoso, un aprendiz de camionero, con una americana rosa y un guitarra en bandolera dándose pote por las calles del ritmo de la ciudad? Pero lo cierto es que las dos primeras bandas a las que se ofreció como cantante lo rechazaron, porque no se acoplaba a su repertorio. «Cuando me echaron del instituto conducía un camión. Era solo una chaval pobre de Memphis».
El guitarrista Scotty Moore cree que Elvis encontró su propia voz en una especie de epifanía, en la tarde del 5 de julio de 1954, cuando empezaron a versionear That’s All right. «De repente, con esa canción, Elvis empezó a saltar y actuar como un loco. Bill, que tocaba el bajo, se volvió loco también, y yo empecé a tocar con ellos. Sam [Phillips, el dueño de Sun Records], que estaba en el control, abrió la puerta y nos preguntó qué hacíamos. ‘No sabemos’, le dijimos. Y respondió: ‘Bueno, pues hacedlo otra vez’».
El despegue fue fulgurante. En 1956 graba su primer disco con RCA, ya bajo la batuta de su apoderado, el coronel Parker, una sanguijuela nacida en Holanda, que nunca había sido militar. Ostentaba ese grado solo por una merced honoraria de un excantante que había llegado a gobernador. Elvis acude a los shows televisivos de Ed Sullivan y Sinatra, que intenta mofarse de él de manera resabiada, y alumbra una revolución unipersonal. Es un negro blanco, sensual, divertido, con pinta de buen chaval, guapo y muy simpático, pero que anticipa un futuro que puede hacer temblar el establishment. Las únicas escuelas de Elvis, que en su madurez se convertiría en un amigo de la lectura, fueron la iglesia, la radio, la calle, los campos... Su verdadero maestro, ese pueblo que nace con el ritmo en la sangre: «Los chichos negros han estado cantando y tocando como yo desde hace no sé cuánto tiempo, muchos más años de los que pueda contar. Lo he tomado todo de ellos».
Elvis jamás se aventuró a intentar intelectualizar su fenómeno. Solo se propuso un imposible: ser el mayor artista de la canción que hubiese dado el mundo. Carecía de ambición creativa o subversiva. Pero eso no lo sabía la prensa de los años cincuenta, que asistía descolocada a su eclosión. «No tiene habilidades vocales discernibles. Su única habilidad son los movimientos corporales, identificables con las cabareteras rubias del género burlesco», firmó un tal Jack Gould en la biblia de la progresía, The New York Times. Su colega el New York Daily News todavía se mostró más inquisitorial: «Su animalidad debería ser confinada en un burdel». «Elvis the Pelvis», mote que le espantaba.
Una pausa de dos años
Aunque la industria continuó editando discos que iban directos al número uno, en 1958 Elvis entra dos años en hibernación para cumplir con el Ejército. Le honró hacerlo con llaneza, como un recluta sometido al programa común. O más o menos: el momento del rape militar en la base de Arkansas fue seguido por cincuenta periodistas acreditados. Paradójicamente, el artista que rompía todos los moldes simpatizó con el orden castrense: «El Ejército enseña a los muchachos a pensar como hombres».
De vuelta tras esa larga mili, que también lo llevaría un tiempo a Alemania, su manager, el coronel Parker, decide exprimir su gallina de los huevos de oro en el cine, sacrificando la calidad de los discos. «En Hollywood perdí mi dirección musical. Mis canciones eran una producción en serie, lo mismo que la mayoría de mis películas». Elvis rueda 33 títulos. Entre 1960 y 1967 su principal dedicación es Hollywood. Son filmes cada vez más insípidos, en especial la saga hawaiana, pero curiosamente siempre rentables. Sin embargo, su credibilidad artística lo paga. Tras la aparición de Beatles y Stones a finales de los sesenta, Elvis empieza a semejar una caricatura camp y vende cada vez menos. Hasta que en 1968 se despereza con el que será su último golpe de genio. Se viste con un traje de cuero -esta vez negro, no rosa- y graba un concierto en directo, titulado Elvis ha vuelto. Y en efecto, rubrica un sonado retorno: se emite en Navidad y arrasa. Muestra a América un cantante vigente, moderno, vivo y sexy. Pero será el canto del cisne.
Sus años de decadencia
En sus años crepusculares, Presley se acomoda en el circuito de los casinos de Las Vegas. Aunque lo cierto es que siempre trabajó muy duro. En 1969 ofreció 57 conciertos en una residencia de cuatro semanas en el Hotel Internacional de la Ciudad del Pecado. Es la etapa en la que descubre sus uniformes blancos de pantalón acampanado, con lentejuelas, cinturón con dos águilas y capa de forro rojo. La imagen de marca de su fase de decadencia, un hito del fetichismo friki, trajes cuyas copias se venden ahora en las tiendas de Graceland por unos 1.200 dólares.
Elvis, ermitaño en su Neverland de Graceland. El teléfono dorado. Sus carritos de golf de marca Harley-Davidson para recorrer su jardín sureño. Su kimono de karate y su cinturón negro, del que tan ufano se sentía (hasta que Priscilla se vengó liándose con el entrenador). Sus anillos y sus motos. La burbuja privada de un niño grande con un talento y una simpatía natural descomunales. Un campesino sin estudios, que cantaba como un dios, incluso cuando ya no podía con su cuerpo y vivía agobiado por el pánico constante de fallarle a su propio mito.
Conmueve ver su interpretación de Unchained Melody tan solo unas semanas antes de morir. Elvis da unos pasos inseguros hacia el piano, con uno de sus asistentes en guardia ante su evidente fragilidad. Su rostro hermoso es ahora una máscara inflada. Las ojeras opacan la mirada. Patillas histriónicas de hacha y uno de sus trajes-chándal blancos, de pantalón acampanado y brillantes entorchados dorados. El asistente le pone al cuello una toalla preventiva. Elvis, encharcado en sudor y con la mirada acuosa, dirige una sonrisa de de complicidad pícara a su público. Se aplica en el piano. Empieza a cantar. Y entonces, lo inesperado: la voz sigue intacta. También el instinto para clavar la interpretación perfecta de una melodía de enorme exigencia. El bufón de Las Vegas de apariencia derrotada, el decadente cantante de porte casi autoparódico, te está pellizcando el alma con su último tour de force.
Sí, lo decía bien Andrés Calamaro: «Elvis está vivo».