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'The Boys' y el espejo de Maquiavelo
La inteligente subversión posmoderna del superhéroe que estrena su tercera temporada
The Boys es un relato salvaje. Excesivo desde cualquier ángulo. Además, supone uno de los éxitos más rotundos de Amazon Prime, hasta el punto de haber alumbrado un reciente spin-off (Diabolical) que eleva el concepto de animación adulta a un escalón tan descacharrante como gore. En los cuatro capítulos de la tercera temporada emitidos hasta la fecha no discurren diez minutos sin que explote un cuerpo, cruja un hueso, haya una lluvia de sangre o la violencia sin contemplaciones se erija en juez y parte. Ese superávit de shock y hemoglobina siempre ha sido marca de la casa.
Cuando se estrenó, allá por el verano de 2019, la serie creada por Eric Kripke (el responsable de las cinco primeras y excelentes temporadas de Supernatural) dio la campanada. La adaptación a la pequeña pantalla del cómic de Garth Ennis (también conocido por el bruto e iconoclasta Preacher) obtuvo el favor del público y el aplauso de la crítica por su audaz puesta en escena –eléctrica y sangrienta– y por desplegar un tono socarrón que permitía tomar distancia irónica con la crueldad. Su mayor acierto, no obstante, era proponer una inteligente subversión posmoderna del superhéroe, tan ubicuo en estos tiempos marvelianos. Los tipos con capa y poderes especiales ya no tienen como finalidad el bien común ni la salvación del mundo y los desamparados, sino que aparecen como peña corrupta, inmoral y egoísta. Mitos prefabricados desde la propaganda, títeres de la sociedad de la imagen. Aprovechateguis del miedo. Ante esa hipocresía, los verdaderos ídolos son los «chicos» del título: un hatajo de rebeldes de subsuelo, un puñado de valientes que quieren restablecer la justicia y desenmascarar el tinglado. Es la pasta de la que está hecho el verdadero heroísmo: enfrentarse al mal sin rechistar, asumiendo el coste de tu coraje.
Sin embargo, la frescura de la primera temporada –a veces tan viscosa como la mirada de Anthony Starr– no obtuvo plena continuidad en la segunda. La trama se espesó, añadiendo incluso pasados nazis, y la matizada reflexión sobre el populismo –sopesando hábilmente sus pros y contras– se tornó más rectilínea. Esta tercera temporada, de momento, no ha logrado recuperar aquel brillo inaugural. La sátira se ha pegado aún más al terreno, con referencias al Black Lives Matter, el trumpismo o las noticias falsas. Sí es cierto que la aparición de una nueva sustancia capaz de generar superpoderes en el grupo de renegados abre una sugerente ventana para trabajar la ambigüedad moral. También se han incorporado al elenco actores tan simpáticos como Jensen Ackles o un siniestro cameo de Charlize Theron. La trama secundaria de Frenchie y Kimiko resulta de lo más prometedor. Pero todas esas bondades palidecen ante el elefante en la habitación: los límites de la violencia, la finalidad de tanto exceso. A veces da la sensación de que The Boys quiere machacar a sus personajes por gusto, exhibiendo ese sádico sintagma que tan bien suena en inglés: torture porn. Como si las penalidades a las que Kripke somete a sus héroes en la lucha contra el engaño, los abusos institucionales y la corrupción generalizada pudiera perpetuarse hasta el infinito. Quizá toque empezar a ganar, de verdad, aunque solo sea para darle empaque al relato. La esperanza como señuelo narrativo. Así se podría conjurar la inercia de series revientanucas y visualmente sensacionalistas como The Walking Dead, que anduvo años penando sin garra dramática, confiada al shock y la supervivencia.
The Boys, sin duda, ostenta potencial para proponer algo mucho más profundo y sofisticado. Sobre todo, porque su gran tema es el poder. De qué manera ejercerlo, cómo limitarlo, dónde buscarle contrapesos, hasta qué punto pervierte el alma y cuáles son las raíces antropológicas y sociales de su legitimidad. Hay dos frases de la recién estrenada tercera temporada que definen la cuestión de fondo que explora la serie. La primera: «El objetivo de lo que hacemos es que nadie tenga ese tipo de poder», advierte Mother’s Milk ante la tentación de que un propósito noble justifique cualquier desmán. Ahí resuena hasta Montesquieu: «Para que no se pueda abusar del poder, es preciso que el poder detenga al poder». La segunda. El jefe del conglomerado económico que maneja a los superhéroes recuerda algo que sabemos desde los albores del hombre: «Pero el verdadero poder... es la capacidad de doblegar el mundo a tu voluntad». Doblegar rima con viciar, con sobornar, con untar, con ambicionar, con abusar. Ya lo avisó Lord Acton: «El poder tiende a corromper, el poder absoluto corrompe absolutamente».
Me temo que si The Boys quiere recuperar su fulgor ha de aplicarse un poco de Maquiavelo ante el espejo: la sangre y el exceso son medios, no fines, para reflexionar sobre el poder, con todas sus aristas psicológicas y políticas. Eso… o seguir perdiendo.