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Tamara Falcó y su novio Íñigo Onieva, en el documentalNetflix

'Tamara Falcó: La marquesa'

El mundo cuqui de «Tami»

La serie documental es una puerta de acceso al estilo de vida de la «influencer» y a su sueño culinario

De la hija de Isabel Presyler y el fallecido marqués de Griñón supimos de su infancia, adolescencia y hasta sus primeros 30 vía ¡Hola! básicamente por ser «hija de». A partir de ahí, el personaje ha ido tomando relevancia propia (en aquel primer programa propio, We Love Tamara, estrenado en 2013 sin apenas eco, y, sobre todo, en dos espacios de seguimiento masivo como MasterChef Celebrity y El Hormiguero) y ha logrado dejar atrás esa etiqueta. De hecho, en esta nueva serie hay un momento dado que marca un punto de inflexión: aparece en pantalla la mismísima Isabel Presyler y un rótulo señala que es «madre de Tamara». Nos vino a la mente aquel antiguo sketch de Emilio Aragón, al poco de dejar de ser Milikito, en Ni en vivo ni en directo: preguntaba a una persona del público quién era Isabel Presyler y aquel hombre respondía que no lo sabía, lo que causaba asombro generalizado y cierta humillación del ignorante, presentado como «el único español que no conoce a Isabel Presyler». Se ve que ahora hay muchos más, pues aunque es cierto que todos los personajes que aparecen en el documental son presentados así, con su cartelito, Isabel nunca jamás ha necesitado presentación. Hasta el documental de su hija.

El hilo argumental de Tamara Falcó: La marquesa es la «experiencia multisensorial» que pretende proporcionar a sus íntimos en El Rincón, un palacio que heredó de su padre situado a una hora de Madrid. Es una experiencia culinaria. Su idea, cuestionada de raíz por su madre, es abrir un restaurante efímero en ese lujoso paraje, visitado por reyes y que cuenta con un cementerio para los perros que han ido acompañando a la saga familiar. «Lo quiero hacer bien, en honor a papi», remarca la protagonista, que a medida que la serie avanza se encuentra con la sorpresa de que el fallecido marqués de Griñón quiso abrir un restaurante en El Rincón.

La «chiquitina»

Entremedias, mientras Tamara da forma a su sueño y al de su padre, tenemos acceso a su mundo cuqui. A la muchacha no le han parado de pasar «cosas bonitas» desde que nació. Así lo dice en el primer capítulo, en el que se despierta entre globos y perros en una luminosa habitación de hotel, justo tras la celebración, por todo lo alto, de su 40 cumpleaños. Le espera para desayunar «Iñi», su novio, de apellido Onieva. «My love» o «amor» la llama el mozo, sin duda más fan de Taburete que de Carolina Durante. Su madre se dirige a ella como «chiquitina» porque piensa que aún está en «la edad del pavo». Por el documental sabemos que de pequeña la apodaban «Tamarusqui», pero ahora Tamara es «Tami» para la mayoría de su círculo.

Los nombres dicen mucho en este mundo ideal. Hay un perro que se llama Jacinto al que le gusta el aguacate. Pasea ante nuestros ojos la perra Vainilla. Y no se calla el loro Julito, propiedad de «Iñi» y que se la tiene jurada a «Tami».

Es un mundo en el que se repiten constantemente las palabras «súper», «¿sabes?», «o sea» y, sobre todo, «tal». Desde la muerte de Jesús Gil (al que aclamaban al grito de «y tal / y tal / y tal / y tal / y tal / y taaaal») no se escuchaba tanto en la tele esto de «tal».

En este mundo ideal plagado de diminutivos todo es a lo grande, salvo el espacio de armario que la Preysler reclama en el nuevo casoplón de Tamara, que le contesta que dispondrá de un «armario empotrado, como todo el mundo». Una casa de revista, situada cerca de la de la progenitora, con piscina interior que corta la digestión de los mortales.

Es un mundo de grandes viajes, en el que la vemos en Nueva York entre Carolinas (Herrera), madre e hija, durante un desfile; en París, buscando inspiración para un postre; o de nuevo en la ciudad que nunca duerme, persiguiendo primeras ediciones de clásicos de Flaubert o Joyce en compañía del padrastro premio Nobel.

Digestión fácil

Inevitablemente, todo está abocado al final feliz, posible gracias a la fe de Tamara en su proyecto, solo equiparable a la que tiene en Dios, cuyo presencia sobrevuela en todo acto de su vida. El último capítulo es una fiesta en la que solo faltan los Ferrero Rocher. Pero tampoco se echan de menos, porque el menú es una maravilla creada por Tamara con la ayuda de chefs con estrella Michelin, y con un postre ultramoderno que está de vicio y supera a los bombones de marras. Pero, como en el anuncio de la madre, hay un palacio, el socorrido El Rincón, y por supuesto está la Preysler, con su marido escritor. También asisten a la experiencia sensorial su novio Íñigo, Boris Izaguirre, el omnipresente diseñador Juan Avellaneda –todo un descubrimiento– y demás amigos íntimos.

Los seis capítulos son de digestión fácil. Se ven bien. Junto a su bondad, tan palpable, la mejor cualidad de Tamara Falcó es su espontaneidad. Ella misma dice en este docureality que mientras que su madre se piensa lo que dice, ella suelta lo primero que piensa. «En casa te llamábamos la actriz. Contaba todo lo que no debía contar», confiesa la Preysler en un momento dado. De hecho, fue su espontaneidad la que se cargó uno de los grandes momentos del documental, pues ya hace meses contó en El Hormiguero que, cuando fue al Vaticano para que bendijese su restaurante efímero, el Papa la abroncó cuando se arrodilló ante él mientras portaba una virgen. Enlatada, Tamara pierde mucha de esa gracia. Y eso es una rémora para esta producción. Así que como serie de pijos nos seguimos quedando con First class, también en Netflix, donde el personal tiene menos glamur pero las situaciones que se plantean son más sorprendentes y disparatadas.