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'La casa del dragón': un espectáculo visual falto de pegada dramática
La precuela de Juego de tronos propone, de inicio, una historia más accesible que su predecesora
A los tres minutos del episodio piloto aparece, batiendo sus alas majestuosamente a través de Westeros, el primer dragón de la serie. Dado el título de esta precuela de Juego de tronos nadie puede extrañarse del protagonismo de estas criaturas mitológicas. Obvio. No obstante, tanta premura puede leerse como un síntoma: los creadores quieren al fan de su lado desde el inicio. Esa pulsión también explica las variaciones sobre la mítica melodía o el tan didáctico prólogo que deletrea el conflicto vertebral de la historia: las luchas intestinas por el trono Targaryen, con sus herederos discutibles, sus matrimonios de conveniencia, sus traiciones, sus conspiraciones y su guerra civil latente.
«¿Y qué hay de malo en mimar al seguidor, que con tantas ganas espera, arrullarle con música conocida y balizar la trama desde el pistoletazo de salida?», se preguntará el lector. Teóricamente nada malo, absolutamente nada. Las series comerciales necesitan espectadores y es evidente donde tiene su caladero esta historia. Sin embargo, es relevante analizar este tono asequible y efectista en contraste con el feroz y hermético arranque de Juego de tronos (olvidémonos ahora de su decepcionante tramo final). Donde la primera temporada de aquel emblema de la HBO proponía un relato coral, exhaustivo en localizaciones, linajes y puntos de vista, La casa del dragón cierra el foco para concentrarse en los de oxigenada melena. Si aquella serie creada por Benioff y Weiss se afanaba en sus inicios en incomodar visualmente a la audiencia (la famosa sexposition y ese ramillete de sangrientas salvajadas que la cámara recogía con una dolorosa explicitud), esta continuación diegética alumbrada por el propio Martin, Ryan J. Condal y Miguel Sapochnik embrida los excesos.
Aún dista mucho de ser esto La casa de la pradera, como es lógico, pero las matanzas, amputaciones y escenas de cama trabajan mucho más la elipsis, mediante una puesta en escena menos sensacionalista (el oscurecimiento de la imagen de un miembro cercenado, por ejemplo). En este sentido, no es casualidad que la escena más turbadora del piloto corresponda no a un choque bélico o una tortura sádica, sino a un percance médico: un parto que deriva en tragedia. Asimismo, a pesar de que ambas series compartan las intrigas palaciegas y las puñaladas políticas como elemento esencial de la trama, La casa del dragón carece de la deliciosa maldad entre bastidores de una Cersei, del irresistible ingenio verbal de un Tyrion o de la indeterminación reptiliana de un Meñique o un Lord Varys. Los de ahora son peña más plana y previsible.
Todo esto implica que La casa del dragón propone una historia mucho más accesible, en forma y fondo, que su predecesora. La trama es sencilla, fácil de seguir, y los conflictos dramáticos se anticipan gritando. Aún es pronto para saber si esta llaneza permitirá a La casa del dragón ir creciendo en ambigüedad y complejidad o si la intención de HBO –en pleno pugilato con Los anillos del poder de Amazon por el liderazgo en la fantasía épica– es mantener este perfil de entretenimiento tan reluciente y masivo… como dramáticamente falto de punch.
'La casa del dragón', un espectáculo visual
Porque no hay duda de que La casa del dragón rebosa espectacularidad visual. El inicio del tercer episodio, por ejemplo, exhibe uno de los vuelos draconianos nocturnos más fastuosos del universo Martin. En esa misma línea de producción XXL, los paisajes son imponentes, el aroma medieval impecable y el acabado formal –desde la iluminación a los efectos especiales– digno de un blockbuster. Lo único que falla son lo postizo de algunas cabelleras, que dificultan que nos traguemos a ciertos personajes y actores como parte del clan Targaryen. El problema es que a este brillante acabado no le acompaña la escritura.
Los guionistas no terminan de conseguir que nos impliquemos emocionalmente con el destino de los personajes, quienes muchas veces se antojan más dispositivos dramáticos para avanzar la trama antes que seres tridimensionales. Quizá el botón más evidente sea el del propio rey Viserys (Paddy Considine), un carácter sosete y de motivaciones fluctuantes. Más sugerente es su hija, la princesa Rhaenyra (interpretada por Milly Alcock, la chavalina australiana de la excepcional Upright), atrapada entre la lógica devoción familiar, su creciente ambición política y el sexismo institucional de aquel Poniente. Más allá, no es fácil destacar entre los Hightower, los Velaryon y el resto de Targaryen algún secundario que fascine por su astucia, su habilidad, su físico, su lengua viperina o su maquiavelismo. Tan solo el villano, el despiadado Daemon (estupendo Matt Smith), presenta hechuras de rol memorable, con esa mezcla que se le adivina de locura homicida, marrullería política y talón de Aquiles amoroso.
Son las luces y sombras de una serie que también tiene en sus altísimas expectativas un arma de doble filo: un hincha decepcionado puede devenir arma de destrucción masiva. Como siempre, no se puede juzgar un relato serial por su arranque. De momento, a pesar del fuego y la sangre, La casa del dragón se presenta como una versión edulcorada del universo que conocíamos. Queda por comprobar en los siguientes episodios si esta historia quiere jugar a ser un entretenimiento imponente e insípido o, por el contrario, opta por meterle todas las arriesgadas especias que durante años han caracterizado a una cadena tan rompedora como la HBO. Parafraseando al propio Viserys Targaryen del tráiler, no solo el Reino tiene un camino incierto por delante; también la propia serie.