Crítica de cine
'La casa entre los cactus': equilibrio entre lo bucólico y lo inquietante
Esta película es como el lado oscuro de La casa de la pradera
En el cine español ya dominan las mujeres. Otra nueva directora, Carlota González-Adrio, añade su nombre a la prometedora lista en la que ya están Clara Roquet, Carla Simón, Neus Ballús, Judith Colell, … más allá de nuestras veteranas Icíar Bollaín, Gracia Querejeta, Isabel Coixet… En esta ocasión González-Adrio lleva al cine un guion de Paul Pen, que a su vez adapta su propia novela homónima, publicada en 2017 por Plaza & Janés.
En los dos últimos años se han estrenado varias películas que retratan experiencias de maternidad traumáticas o disfuncionales, como La hija (M. M. Cuenca, 2021), La hija oscura (M. Gyllenhaal, 2021), Lamb (V. Jóhannsson, 2021) o Culpa (I. Cormenzana, 2022). La casa entre los cactus se suma de alguna manera a ese abanico de películas que transforman la maternidad en un angustioso laberinto sin salida. La mayoría son películas sobre mujeres que no han podido tener hijos, aun deseándolo, y ello les ha llevado por caminos de mentiras y autodestrucción.
Pero vayamos a la historia de La casa entre los cactus. Estamos en los años setenta, los años del hippismo y la contestación. Emilio (Daniel Grao) y Rosa (Ariadna Gil) viven en una casa de campo en un lugar apartado en las Islas Canarias. Viven fuera del sistema: sus hijas no van al colegio y reciben clases particulares de una maestra, cultivan su propio huerto… y viven de los ingresos de Emilio, que trabaja en una gasolinera de una carretera cercana. Las cinco hijas Lis, Iris, Melisa, Lila y Dalia –nombres de flores, muy hippie– parecen llevar una vida feliz con sus padres. Pero el espectador empieza a notar costumbres extrañas en la bien avenida familia, como el hecho de que solo a una de las dos gemelas pequeñas se le permita exhibirse ante terceros. Un día aparece por esos lares un joven excursionista que se ha perdido, y la familia le acoge y le dan techo y comida por una noche. Pero este viajero también empieza a darse cuenta de cosas que no encajan en esa idílica «casa de la pradera». Y ya no podemos contar más sin incurrir en spoilers.
Estamos ante la típica película de «secretos», de «nada es lo que parece», que con frecuencia se trata de cintas tramposillas y basadas en efectos de guion que ya empiezan a estar muy manidos. La casa entre los cactus se mueve en ese terreno movedizo, pero sin llegar a naufragar. La directora ha sabido crear una atmósfera difícil, en la que se equilibra lo bucólico con lo inquietante, eficazmente ayudada de la fotografía de Kiko de la Rica. Por otra parte ha seleccionado un reparto que funciona bien, tanto en la pareja adulta como en las hijas, entre las que destaca Zoe Arnao, que ya nos sorprendió en Las niñas (P. Palomero, 2020). El guion funciona suficientemente, aunque me falla un poco la premisa dramática –de la que no puedo hablar aquí– porque resulta un poco extrema e improbable. Pero me parece maravilloso el desenlace que protagoniza Melisa (Zoe Arnao). Un desenlace humano, realista y que busca el triunfo del bien en una circunstancia atravesada por el mal. Por mucho mal.