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Los anillos de poder

Crítica de series

Los anillos, el poder y la furia

Ocho episodios para los entusiastas de la obra de Tolkien

Pocas aficiones de la cultura popular contemporánea son tan duras con cualquier material que se les ofrezca como los entusiastas de la obra de Tolkien. Esto no es nuevo, como podrán recordar quienes vivieron el despliegue del colosal proyecto que fueron las películas de Peter Jackson y que, pese a que le dieron la vuelta a la consideración general en la que se tenía entonces a El Señor de los Anillos en tanto que 'fantasía', fueron ferozmente criticadas por los seguidores más devotos del escritor aún antes de su estreno. Ante cualquier producción basada en el legendarium (que es como se denomina al conjunto de relatos que constituyen el universo en el que transcurren estas historias), se alza instantáneamente una legión de críticos alarmados ante la insuficiencia de la producción.

Es un fenómeno interesante que revela el mundo creado por Tolkien como capaz de generar una apasionada intimidad con el lector a la que no puede dar réplica plena nada más que la obra misma. Abunda en ello la riquísima pero irregular complejidad de sus fuentes, cuyo diseño narrativo no obedece formatos cinematográficos o televisivos, por lo que la adaptación a estos estará necesariamente repleta de decisiones discutibles.

Se añade a esto la 'impureza' con la que muchos entusiastas perciben la actual popularidad de la obra del Profesor. Por una parte, están aquellos que se entienden en posesión del «auténtico mensaje» vehiculado por el texto y del cual se experimentan centinelas. Por otra, no hace tanto tiempo que ésta no gozaba de reconocimiento como obra de arte, relegada a ser un hito más dentro de lo que (entonces) era el catálogo de 'lo friki', siempre grávido de una comprometedora sospecha de falta de madurez. Así, durante mucho tiempo, el amor por la obra de Tolkien ha sido exigente, ajeno a la actual despreocupación con la que se lo cuenta como un producto de entretenimiento más.

Sirva este preámbulo para entender en parte la furia que, aún antes de su estreno, suscitó Los Anillos de Poder y que, en parte, pareció activamente alimentada por el poder de la mercadotecnia. Ahora que la temporada inicial ha concluido, sin embargo, cabe hacer una valoración más ponderada.

Ocho episodios que confundirán al novato

Esta primera de las cinco temporadas confirmadas ha supuesto una presentación de los ajustes que los nuevos narradores han realizado sobre los textos de Tolkien con el fin de hilar una historia apta para la televisión. Hablamos de ajustes complicados, pues Tolkien ofrece poca información narrativa para una serie de acontecimientos complejos que, por añadidura, están en ocasiones separados por enormes espacios de tiempo. Entre estos, lógicamente, los más polémicos han sido los cambios que contradicen a Tolkien; tal como adelantar la llegada de Gandalf, establecer como protagonista a una Galadriel cuya profundidad (en virtudes y defectos) queda eclipsada por una sed de venganza ausente en el personaje original o la desconcertante trama sobre el mithril.

Esta presentación, extraña para el entusiasta y confusa para el novato, ha culminado tras ocho episodios con el emplazamiento de los personajes en un paisaje mucho más reconocible. De hecho, pese a que la trama se ha mantenido bastante alejada de los textos originales y de la producción de Jackson (obviando la clara deuda estética), el último episodio ha sido pródigo en alusiones directas que, de forma inesperada, engarzan esta historia nueva con aquellas con las que el espectador está familiarizado, conmoviendo la reticencia de muchos de sus más implacables críticos.

Es cierto que, tanto considerada por sí misma como en su relación con el legendarium, hay objeciones serias a esta primera temporada. Entre las primeras, se le ha criticado, por ejemplo, una lentitud que lo asemeja a las temporadas originales de Juego de Tronos. Entre las segundas, puede destacarse la simplificación de los conflictos, con implicaciones tan diversas como diversos son los pueblos de ese mundo, a analogías de la actualidad del espectador, plasmándose en secuencias tan lamentables como el mitin antiinmigración de Númenor.

Sin embargo, la serie se ha atrevido a abordar cuestiones de peso presentes en la obra de Tolkien que otras producciones no han tocado. Ejemplos de esto serían la pregunta por el derecho de los orcos a la existencia. O el origen de la maldad de Sauron en un proyecto creativo y ordenador, que integra el genuino arrepentimiento que experimentó tras la derrota de Morgoth y que rompe por completo con la caricatura tan deplorablemente generalizada del villano que activamente busca «ser malo». Asimismo, es muy sugerente la sutil anticipación del Ojo de Sauron en el crisol de la forja de los Anillos de Poder, de los que suele obviarse que en el texto original dependen para su eficacia del poder del Señor Oscuro.

Tras lo acontecido en el capítulo final, la segunda temporada queda orientada hacia un desarrollo más afín al canon, según han confirmado también los creadores . Así, parece que procede sosegar la furia para, en los dos años de espera que quedan hasta el estreno de la siguiente temporada, dejar reposar lo bueno y lo malo de esta nueva incursión audiovisual en el legendarium que no ha pasado aún de su planteamiento inicial. Un mundo de la riqueza del concebido por Tolkien no puede dejar de inspirar nuevas manifestaciones creativas de todo tipo y color, pero es ingenuo temer que cualquier elaboración más o menos artística, más o menos instrumentalizada o ideológica, tenga el poder de someter y neutralizar a su original.

El universo de Tolkien, esencialmente mítico, rebosa sobre cualquier intento reductor. Es un universo en el que, como se explicita en El Silmarillion, incluso el mal se descubre como instrumento de la creación de cosas más maravillosas todavía. La serie de Los Anillos de Poder acaba de nacer, oscurecida por la sombra de poderes efectivos o aparentes, pero arraigada en algo verdaderamente bello. Permitámonos aguardar con esperanza que de esas raíces se alumbren flor y fruto; en su peor desenlace, que resulte en algo mediocre o torcido, seguirá señalando inevitablemente a su original, que seguirá allí para nosotros.