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'La casa del dragón': un vistoso culebrón de fuego y sangre
Una narrativa en espiral, repleta de intrigas melodramáticas, engaños facilones, confusiones gratuitas y un sentimentalismo epidérmico
Está siendo un año decepcionante tanto para la fantasía épica como para las expectativas. Al desastre que ha acabado siendo Los anillos del poder hay que añadir la falta de lustre de La casa del dragón, con su primera temporada recién concluida en HBO. Puede que el problema sea también de expectativas: en el continuo marcaje que se han hecho la una a la otra era habitual topar con la hipérbole. Que si tantos dineros en la producción, que si efectos especiales de aúpa, que si diálogo intrincado con sus universos madre… Sin embargo, tanto marketing y ruido no han podido esconder las carencias dramáticas. Parafraseando aquel cliché electoral por enésima vez: ¡son los personajes, estúpido! Porque puede que La casa del dragón haya mantenido una cota superior a la apuesta tolkiniana de Amazon, pero su calidad narrativa y dramática nada aún muchísimas brazas por detrás de las mejores temporadas de Juego de tronos.
Esta precuela centrada en los Targaryen ha mantenido un esplendor visual para quitar el hipo, no hay duda. Sin ir más lejos, esa última batalla draconiana por los tormentosos cielos del Bastión de Tormentas es alucinante. Los dragones molan mucho. Punto. Igualmente, el acabado de los paisajes —rocosos, imponentes, palaciegos— o lo vertiginoso de varias batallas —como la que Daemon mantiene con el Alimenta Cangrejos en el tercer episodio— atestiguan que la serie juega en otra liga en cuanto a su nivel de producción. Pero. Pero. Aquí llega la lista de inconvenientes.
La grandeza técnica de la serie no ha estado acompañada de un guión a la altura. Y lo que marca la diferencia y gana la posteridad son la profundidad de los conflictos dramáticos, no el celofán de la estética. En este sentido, los guionistas han tomado varias decisiones creativas que han rebajado la tridimensionalidad de los personajes, tantas veces convertidos en meros resortes indolentes para mover la trama.
Al querer ubicar esta primera temporada como un prólogo, el relato ha discurrido durante un par de décadas. El problema ha sido que los saltos temporales del sexto y el octavo episodios (con múltiples cambios de actores para evidenciar el crecimiento de los personajes) han provocado dificultad para empatizar con personajes que, con cada nueva iteración, se volvían psicológicamente escurridizos. En este sentido, la peor parte se la han llevado los niños y adolescentes a partir de la mitad de la historia, puesto que han resultado siluetas cuyas motivaciones no pasaban de la rabieta, la manía o la simple estupidez. Y, claro, cuando un ojo sangrante ostenta consecuencias centenarias, pues como que conviene atornillar bien ese evento.
Por suerte, personajes como Alicent Hightower o Rhaenyra sí han logrado crecer dramáticamente de forma orgánica a lo largo de estos diez capítulos. Sin embargo, otros como Daemon (¿alguien sabe por qué, a diferente de su regio hermano, él no envejece?) parecen personajes distintos según el capítulo, de manera que resulta complicado hacerse cargo de sus objetivos y motivaciones. El jugoso villano interpretado por Matt Smith en los primeros compases pierde carisma y maldad, aunque mantiene su capacidad para rebanar cuellos repentinamente.
Estas contradicciones y debilidades dramáticas han sido las que más daño han hecho a La casa del dragón. Cuesta entender cómo un tipo tan flojo como Viserys (la insípida actuación de Paddy Considine no ayuda) ha podido mantener la corona tanto tiempo en un entorno potencialmente tan salvaje, así como la torpeza con que gestiona su herencia. Se hace bola ver la facilidad con que Ser Criston Cole reduce cráneos a pulpa en medio de bodas multitudinarias o cónclaves prebélicos… sin que sufra consecuencia alguna. Resulta exagerado, por la forma de ejecución, lo de Daemon con su primera esposa. Es un pelín ridícula la facilidad con la que tanta peña distribuye secretos de alcoba. Aburren las motivaciones adolescentes —lógicas de la edad, pero fuera de tono en una fantasía épica como esta— con las que riñen los Velaryon y los Targaryen. Y, sobre todo, resulta risible que una bastardía tan evidente se erija en conflicto dramático, incluso después de que el malogrado Vaemond grite que el emperador está desnudo.
En todos los casos son elementos dramáticos que podrían tener un pase, pero necesitan una labor de siembra y recogida mucho más sutil, una construcción menos caprichosa, menos evidente. ¡Cuánto se ha echado de menos el siseo reptiliano de un Varys o un Meñique! Por todo esto, a pesar de vestirse como una fantasía épica para adultos —con su obsesión explícita por los partos sangrientos, las lenguas sajadas y los ancianos moribundos—, La casa del dragón ha acabado ofreciendo una narrativa en espiral, repleta de intrigas melodramáticas, engaños facilones, confusiones gratuitas y un sentimentalismo epidérmico. Un culebrón familiar, de los de toda la vida, con la vuelta de tuerca del fuego, la ambición regia y la sangre.