Crítica de series
'The Crown': cuando la Corona se tambalea
La quinta temporada de la serie de Netflix se presenta algo más descafeinada en lo visual
La muy esperada quinta temporada de The Crown se abre en blanco y negro, con un flashback a la botadura del Britannia, el yate de Estado que navegó al servicio personal de la Reina Isabel II desde 1954 hasta 1997.
Peter Morgan, el creador de la serie, emplea el lujoso barco como metáfora para esta temporada, hasta el punto de recuperarlo también como escenario del cierre de estos diez episodios. Así, la premisa dramática queda establecida desde el minuto uno, cuando la joven Reina (en un breve regreso de Claire Foy) sella el paralelismo:
«Espero que esta nueva embarcación, así como vuestra nueva Reina, demuestre ser sólida y constante, capaz de capear cualquier temporal». Porque de eso va esta nueva entrega de The Crown: de una institución centenaria que parece empezar a hacer agua desde dentro, horadada por los escándalos maritales, la desconexión con el pueblo y las intrigas sucesorias. Aquel annus horribilis que se prolongó hasta la tragedia parisina del Puente del Alma.
Si la cuarta temporada —una de las más aclamadas por la crítica— retrataba cómo dos mujeres —Diana de Gales y Margaret Thatcher— dejaron una impronta indeleble en la Gran Bretaña de los ochenta, esta quinta temporada encara los turbulentos noventa. La historia es de sobra conocida: desde el sonado divorcio de Lady Di y Carlos de Inglaterra, carne constante de cañón sensacionalista, hasta la devolución de Hong Kong a China, pasando por la crisis económica, una biografía explosiva o el castillo de Windsor en llamas. El propio John Major (interpretado de manera muy solvente por Jonny Lee Miller) anuncia la verdadera catástrofe sin ambages, en el speech que cierra el 5.1.:
«Cuando te imaginas los problemas de un primer ministro, piensas en sesiones complicadas en el parlamento, crisis económicas, guerras… Pero nunca imaginas esto: la casa Windsor debería mantener la nación unida ofreciendo un ejemplo de familia ideal. En cambio, los miembros mayores parecen peligrosamente ingenuos y ajenos a la realidad. Y los miembros jóvenes son inútiles, abusan de sus derechos y parecen perdidos. Y el Príncipe de Gales, impaciente por adoptar un papel más relevante, es incapaz de darse cuenta de que su único valor es su esposa. Es una situación que no puede sino afectar a la estabilidad del país. Y lo peor de todo es que parece que está a punto de estallar. Bajo mi mandato».
La pregunta que sobrevuela el relato es, pues, la de si la monarquía contemporánea será capaz de sobrevivir a su propio éxito pasado. Ahí es donde The Crown trabaja con más pulcritud e inteligencia su lectura frente al presente: todo el mundo pudo ver anteayer el inmenso cariño del último adiós a la Reina Isabel II. Es decir, la Corona sí sobrevivió a aquel naufragio. The Crown simplemente levanta acta de la marejada. Y eso que, aunque los Fayed emerjan con fuerza egipcia en esta temporada, el relato aún no ha franqueado el triste final de la Princesa del Pueblo.
Sin embargo, aunque la joya de Netflix siga ejerciendo con eficacia su papel como espejo de lo real, desde el punto de vista audiovisual esta temporada anda más descafeinada. La propia materia dramática resulta, por definición, más rosa y telenovelística, más ensimismada, ajena a la generosidad regia que se proyectaba en entregas anteriores. Junto a esto, hay una cuestión estructural en The Crown que va pasando factura: el inevitable cambio de actores. No es lo mismo medir a Claire Foy u Olivia Colman con fotos amarillentas y tiempos antiguos que tasar a Imelda Staunton con una Isabel II contemporánea, cuya imagen la audiencia mantiene muy presente.
Lo mismo para el Carlos de Inglaterra, interpretado por Dominic West, con su sempiterna mano metida en la chaqueta. En estas renovaciones es donde la serie pierde el timón, puesto que los nuevos actores han de luchar no solo contra iteraciones anteriores del mismo personaje, sino contra secuencias audiovisuales bien asentadas en el imaginario popular (como la controvertida entrevista de Diana de Gales en la BBC, en 1995). En esta tercera renegociación, pues, The Crown ha perdido empatía, frescura y potencia dramática.
En una escena que sirve para sintetizar la desquiciada vida de Lady Di, la vemos llamando compulsivamente a un programa de televisión para votar que la monarquía debería ser abolida. A su manera, también el Príncipe Carlos transita la misma senda: «Si nos aferramos a la noción victoriana de cómo debe verse y sentirse la monarquía, el mundo avanzará sin nosotros». Es la tensión lampedusiana de fondo que determina esta temporada: cómo cambiar para que todo siga igual. El problema es que la fatiga de materiales que aqueja a la Corona parece haber contagiado también a esta serie de televisión, cuya calidad también se tambalea.