Cine
Carlos Saura y una última horchata
Carlos Saura, artista de mil saberes, dotado de una curiosidad infinita, adoraba la música y a Mozart. En 2019 dirigió en La Coruña su único Don Giovanni, primera piedra de una colaboración que debía completar la célebre trilogía del compositor y su genial libretista, Lorenzo Daponte.
Sabía que algo no debía andar del todo bien. Tenía pendiente, ahora que éramos vecinos en la sierra madrileña, hacerle una visita y luego escribir, quizá, con motivo del reconocimiento que tenía previsto rendirle esa maldita Academia que, como ocurre siempre en este país, llega ya demasiado tarde. Poco le importaban los premios: los Osos conquistados en Berlín cuando el cine español era casi una excentricidad en aquella Europa que alumbraba un joven genio cada semana, a él le servían para evitar que el viento hiciera batir unas contra-ventanas de esa casa tan llena de él; aunque como todo artista cultivaba su vanidad. No le desagradaba escuchar, como era cierto, que el conjunto de su obra gastaba una hondura, un significado, una complejidad, una diversidad y un valor netamente superiores a la de alguno de sus más famosos epígonos, considerado hoy como gran pope del cine mundial cuando se encuentra a años luz del talento de este aragonés universal.
No me atrevía a llamar a Anna, su encantadora hija; lo que menos en el mundo deseaba era importunarle, sobre todo porque presentía que la despedida debía estar ya cerca según las noticias que llegaban. Intuía que aquellos días de trabajo codo con codo durante los ensayos de Don Giovanni, la ópera que hicimos juntos en La Coruña hace tres años, poniendo yo de mi parte (lo mejor que pude) los recursos profesionales para que él creara en absoluta libertad, defendiendo cuando tocaba sus decisiones, aunque a veces chocaran con las de algunos de los otros egos en liza, como suele ocurrir en toda tarea artística colectiva, habían sido los últimos.
Aquellas largas conversaciones sobre la vida, el arte, Buñuel, las mujeres, Mozart, los actores y los grandes mitos españoles que, como él decía, habían iluminado la imaginación del mundo entero como los de ninguna otra nación: Carmen, Don Juan, Alonso Quijano, habían sido ese inesperado regalo que te concede la vida, y que ahí se acabaría todo, sin tiempo ya para más. Ni siquiera para haber completado la trilogía Mozart-Daponte, como habíamos proyectado, o para disfrutar de esa última horchata que él (despreocupado de los placeres del mejor vino) degustaba a diario, aunque no fuese artesanal.
El niño que primero había visto algunas de sus películas sin entenderlas, casi a escondidas, para luego volver a disfrutarlas ya con plena conciencia adquirida de lo que significaban sus deslumbrantes imágenes cargadas de simbolismo, de aquella penetrante capacidad de análisis con la que explicaba muchas de las cosas que tu madre te había contado acerca de su infancia, y que a ti te parecían una pesadilla improbable, podía sentirse feliz para siempre por haber tenido la oportunidad de compartir varias semanas intensas con aquel hombre que había llegado a aburrirse viendo las películas de Chaplin en el hogar suizo del mismísimo Charlot, donde el responsable de El gran dictador le gustaba hacérselas proyectar cada tarde, en familia, entre sonoras carcajadas.
Guardaré como oro en paño sus dibujos, en los que siempre me ponía un pulpo, aquellos bocetos para Don Giovanni que sugerían todo un universo en un par de trazos, las fotografías para las que no le gustaba posar (siempre con gesto serio, adusto, salvo cuando en lugar de un simple retrato se le sorprendía con alguna astracanada), y sobre todo aquellas otras que él mismo captaba con ese tercer ojo suyo que no le abandonaba nunca, eternamente colgado del cuello. Pero sobre todo lo que nunca podré olvidar, su mejor enseñanza, es esa contagiosa alegría de vivir, su curiosidad sin límite, su entusiasmo teñido de ironía, esa socarronería perenne, la mirada sabia y despreocupada de quien como él se zambullía en el torrente de los días para disfrutar de cualquier cuadro, una película incluso mala, Bach, Camarón o el más nimio y pasajero de esos detalles que para él podía revelar un significado oculto y trascendental con el que dar esquinazo al tedio sirviéndole de material para pensar una obra de arte.
Qué tristeza más grande, y a la vez qué inmenso placer. No poder compartir contigo ese último vaso de horchata, aunque fuese de tetra-brik, y a la vez haberte conocido. Qué honor tan inmerecido. Hasta siempre, amigo.