Crítica de la serie
'Succession' y la maldición de Saturno
HBO Max ha emitido la cuarta y última temporada de la serie con la que se ha puesto punto final a la historia de la familia Roy. Atención spoilers
«Te quiero, de verdad, pero es que no te soporto, joder». En la secuencia clave –inolvidable para los espectadores ansiosos que ya la han disfrutado– del largo episodio final, uno de los Roy escupe esta sentencia. Amor y asco. Cariño y repugnancia. Filiación y estrategia. Es una bomba donde se encapsula todo Succession; la frase incluso aterriza aromatizada con esa fragancia malhablada que siempre perfuma los diálogos (algunos de los mejores insultos de la última década se los debemos a Roman Roy, por supuesto).
Es una frase que sintetiza las contradicciones emocionales de esta serie que ha andado cuatro temporadas yendo y viniendo por los mismos territorios: los del poder, el dinero y la familia. De hecho, para evitar la sensación de déjà vu Jesse Armstrong, el creador de la serie, ha optado este año por jugarse un órdago narrativo en los primeros compases. El ya mítico tercer episodio supuso pegar un patadón para adelante del que el relato ha salido fortalecido, no solo por ampliar el registro dramático al empotrar la muerte entre tanto caviar, sino por obligar a los reequilibrios corporativos frente a un enemigo común.
El mandibulazo de aquel capítulo emitido a principios de abril permitía establecer variantes del mismo enunciado que abre este artículo: descubrir la huella tierna de ese familiar que tanto has odiado o certificar que el adiós de un ser querido no siempre implica la redención propia. Porque, ay, al final nuestro barro es siempre el mismo y el hijo pródigo anda a tortas con el eterno retorno.
Por eso la cuarta temporada ha resultado tan desquiciada, en el mejor sentido posible de la palabra, regalando capítulos (el 4.7 y el 4.8, por ejemplo, los de la fiesta pre-electoral y el salvaje circo mediático para elegir al nuevo Presidente) de una intensidad entre cuatro paredes y unos diálogos cargados de metralla e implícitos que recordaban, pasado por la túrmix de la sátira, al mejor Sorkin. Una suerte de Ala Oeste adulterada, oscura, coñera.
En ese toma y daca constante (¿un thriller financiero con reminiscencias míticas?) Succession ha sido capaz de avanzar el relato sin apartar la mirada del retrovisor. Esa sombra que define a los Roy se hace carne en un vídeo rescatado donde el patriarca recita presidentes o en ese funeral casi de Estado donde ninguna de las elegías sale como se esperaba. Fiel a su estilo, Succession ha sido profusa en puñaladas, virajes, alianzas y agendas ocultas, sí, pero este año ha añadido un ingrediente: el recuerdo. Ese mismo color sepia que machaconamente nos advierte en los créditos de la contradicción entre lo que somos y lo que fuimos, entre aquella promesa de la infancia y este insoportable peso del hoy. Ha sido un acierto que ha permitido, además, extraerle todo el jugo a la noción de serialidad, de relato expandido, con una historia que iba recogiendo tramas sembradas durante años (la «historia de amor» entre Tom y Shiv), variando manías de personajes vergonzosamente entrañables (Greg, siempre Greg) o recuperando ecos de pecados inconfesables (aquel camarero matado por el niño rico).
Quien bien te quiere...
El cóctel ha sido explosivo y, como siempre ocurre en esta serie, tremendamente entretenido (la única pega: las maniobras financieras han resultado algo repetitivas, el gran pecado de la historia). El fruto ha sido una montaña rusa de emociones, risas, lágrimas, manipulaciones y dentera donde el espectador goza con unos personajes escritos, emulando de nuevo el ambivalente espumarajo que abre esta crítica, con una inigualable combinación de cariño y aborrecimiento. Son personajes y relaciones que se estimulan en espiral, franqueando la casilla de salida varias veces: hermanos que se despedazan en la sala de juntas para luego beberse un brebaje infecto entre risas y abrazos, un matrimonio que se insulta a muerte antes de ponerle los cuernos al divorcio o ventas de acciones imposibles que suben de precio y bajan de altura.
Por eso se le coge tanto cariño a esta panda de malnacidos: es una sátira que huele extrañamente auténtica. Y ahí es donde un elenco tan amplio derrocha un oficio que pocas veces podremos encontrar en una historia de largo aliento. Es la mirada de Jeremy Strong dejando asomar al niño que jamás será aplaudido en ese paseo final por Manhattan, el auto-odio que destila Roman tras sus máscaras de socarronería y cinismo, o la sutileza de un movimiento de cabeza de Shiv, al constatar que quizá la maternidad pueda con la víbora.
El éxito que ha cosechado Succession, con una clausura tan recia, se debe precisamente a la humanidad que destilan esos detalles. Sí, claro que molan los jets privados, las vacaciones en Italia o las fuentes de Moët & Chandon; por supuesto que nos ponen los despidos fulminantes, nos solazan de mala baba esos Roy que se quitan la piel a tiras o nos asombra el encamamiento del poder económico con el político y el periodístico. Todo eso. Sí. Sin embargo, lo que realmente marca la diferencia en Succession es el espejo en el que podemos mirarnos: las infancias rotas, la ambición desmedida, la necesidad de demostrar esto o lo otro, las obsesiones o los cariños paternales que han dejado heridas. Porque no hace falta apellidarse Roy para saber que quien bien te quiere, bien te hará llorar y que, desde tiempos inmemoriales, Saturno ha estado devorando a sus hijos.