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José Coronado en Cerrar los ojos, la nueva película de Víctor EriceAvalon

Crítica de cine

'Cerrar los ojos': el testamento estético y moral de Víctor Erice

Su nueva película habla de la identidad que se diluye a causa de la desmemoria, y del cine como instrumento sanador de la memoria

Aunque Víctor Erice siempre ha estado trabajando en producciones audiovisuales de diversa índole, lo cierto es que en 1992 se estrenó su último largometraje, el documental sobre Antonio López El sol del membrillo. Para el espectador han sido más de treinta años de espera, marcados por el recuerdo de la asombrosa magia de su primera película, El espíritu de la colmena (1973), o de la inolvidable obra incompleta El sur (1883). Diez años después le tocaba dirigir La promesa de Shanghái, a partir de una novela de Juan Marsé, pero al productor Andrés Vicente Gómez le pareció un guion muy largo y, dos meses antes de empezar el rodaje, Erice fue despedido y sustituido por Fernando Trueba. Ahora el octogenario cineasta vizcaíno vuelve a la gran pantalla para regalarnos su monumental testamento cinematográfico, un testamento que confirma su mundo estético y su perspectiva moral sobre el arte. Tras su paso entusiasmante por el festival de Cannes, la película fue elegida por nuestra Academia como parte de la terna para representar a España en los Oscar.

Cerrar los ojos es monumental en su sencillez. La trama como tal es muy escueta: Mikel Garay (Manolo Solo) es un director de cine retirado que es invitado al programa televisivo Casos sin resolver. Le llevan para hablar de Julio Arenas (José Coronado), un actor que, veinte años atrás, desapareció en mitad de un rodaje sin volver a dar señales de vida. La emisión de ese programa llevará a una espectadora a ponerse en contacto con la cadena televisiva porque cree que puede aportar relevante información.

Esta historia con aire de thriller es, como no podía ser de otra manera en manos de Erice, una gran metáfora –o conjunto de ellas-. La película habla de la identidad que se diluye a causa de la desmemoria, y del cine como instrumento nutriente y sanador de la memoria. Erice constata con melancolía que el mundo actual, el mundo en el que vivimos, ya no es el suyo, ni el de su cine; quizá ni siquiera el «del» cine. El de celuloide, el que se exhibía a lo grande en pantallas que abrían su telón, el que sacaba de sus casas a mayores y a chicos, el cine que no tenía prisa, que no necesitaba un montaje sincopado. El cine de la memoria y de la mirada. Hoy no hay memoria ni mirada, sino reacción compulsiva a los inputs que llegan a nuestros dispositivos cada pocos segundos.

Erice también hace memoria de sí mismo, y nos encontramos en cada esquina de la película con El espíritu de la colmena, con El sur e incluso con la nunca rodada El embrujo de Shanghái. Volvemos incluso a sorprender la mirada de una Ana Torrent, ahora con 57 años, que se deja envolver de nuevo por la fascinación de la gran pantalla. En ese sentido el final del filme es un maravilloso ejercicio de metacine que cierra la filmografía de Erice con un impecable broche de oro. En esa nostalgia de la mirada Erice da espacio a la mirada de una madre encinta, la mirada mendicante de un padre ausente,… pero prioriza la mirada salvadora de una hija hacia su padre.

El personaje de Julio Arenas representa ese mundo desmemoriado, perdido, de identidad confusa. Con Julio desapareció el cine y todo un universo de valores, una cultura. De ahí la textura melancólica, casi triste, pero a la vez anhelante, religiosa, del filme, atravesado de un sentido trascendente novedoso en la filmografía de Erice. Y es que al perder la memoria, perdemos el alma. Erice echa de menos el milagro, el de Dreyer, como afirma el personaje de Max. Pero nosotros no, porque la película se abre y se cierra con un milagro de cine dentro del cine. Y los planos finales rompen la cuarta pared para interpelar al espectador, como un grito de auxilio o un adiós insatisfecho. Erice ha vuelto a firmar una obra maestra. En opinión de un servidor, la mejor.