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Un plano de 'Muerte entre las flores', de los hermanos Coen

La semana de la tele

Muerte entre las flores de Carlos Pumares

El crítico de cine más popular en España en los años 80 y 90 se ha ido para siempre entre una catarata de elogios

«Sí, buenas noches, dígame». Monolito. «Glorioso blanco y negro». Tortilla sin cebolla. Muerte entre las flores. Fibergrán. «Fatal, por la situación mundial». Audrey cantando Moon River. Son todas palabras y momentos que asocio a Carlos Pumares, que, como decían en aquel anuncio, me dejó «tantas noches sin dormir» a finales de los 80 y comienzos de los 90, cuando esparcía polvo de estrellas en las legendarias madrugadas de Antena 3, por entonces la emisora más escuchada de España.

En aquel tiempo, en la radio española proliferaban, especialmente en la franja noctámbula, esos consultorios psicológicos alegales en el que un oyente pedía que le dedicasen una canción a su novia Julia, mandaba un beso a su madre Cecilia y contaba dos naderías que eras recibidas por la locutora –normalmente es una locutora– con una impostada voz que pretendía camuflar su desinterés. Convivían incluso –y estos eran peores aún pues, entre otras malas consecuencias, han contribuido a no pocas leyendas urbanas– con aquellos en el que el oyente narraba parsimonioso un episodio de su vida presuntamente trascendente y, a continuación, recibía un consejo al otro lado del micro y la solidaridad del resto de la audiencia. Polvo de estrellas rompía con toda esa intrascendencia, con tanta banalidad a deshoras: era un programa educativo. Me saqué Periodismo en la Complu escuchando a Pumares, y siempre digo que, aunque no tenga el título firmado por Don Juan Carlos, en realidad hice dos carreras, pues las cientos de horas de escucha de Polvo de Estrellas de lunes a viernes tendrían que ser convalidadas con el título de Comunicación Audiovisual. Es demencial, por cierto, que Pumares se haya muerto y ninguna editorial, o el Ministerio de Cultura, haya publicado un libro que compile, en primera persona, su saber.

El gran prescriptor

Muchas de sus recomendaciones y críticas las llevo tatuadas en el hipocampo. El «glorioso blanco y negro» de Casablanca, La fiera de mi niña o de ese «milagro hecho película» que es el Ordet de Carl Theodor Dreyer. Su emoción cuando recordaba a «la mejor persona del mundo», el George Bailey de ¡Qué bello es vivir! y su memorable escena final. Su absoluta devoción por Joseph Cotten, «el actor que sale en más obras maestras». Habría sido un excelente tuitero (el auge de esta red social ya lo pilló talludito) por su enorme capacidad de síntesis, aquella que le permitía despachar El cazador como «dos buenas películas y por tanto una mala película».

A la película muy buena la catalogaba como «obra maestra total y absoluta». A la muy mala, como «espantosa». Inmejorable prescriptor, allí estaba yo en los Renoir o los Alpahville los viernes si Pumares la había recomendado el jueves. Pero no todo era, qué va, cine de arte y ensayo, gafapastismo de filmoteca. Recuerdo el entusiasmo que le produjo, tras verla en un Festival de Cannes, la frenética Thelma & Louise. O el ferviente elogio que hizo de El último boy scout, una olvidada y divertida cinta protagonizada por Bruce Willis.

El primo de los hermanos Coen

Por encima de todas, agradezco una de esas recomendaciones: la exaltación, tras verla en el Festival de Cine de San Sebastián, de la que aún hoy es mi película favorita, Muerte entre las flores. ¡La que montó en antena después de que le diesen la Concha de Plata a una española de cuyo nombre no quiero acordarme! Muerte entre las flores ejemplifica todo lo que de maravilloso tiene el arte que nos enseñó el maestro Pumares: una trama de cine negro clásico, unos diálogos para el recuerdo, una fotografía de paleta de pintor, unos actores en estado de gracia, una dirección brillante y una música gloriosa. Es tan buena que merecería ser en blanco y negro. Las siguientes películas de los Coen no alcanzaron tal nivel así que Pumares se pasó años diciendo que Muerte entre las flores se la había hecho un primo.

Y qué decir de las respuestas a las llamadas de los oyentes. Ahí desplegada su histrionismo, su lado más cascarrabias, y no dudaba en cortar la conversación si consideraba que su interlocutor había incurrido en una estupidez (cuentan que una vez zanjó una charla con un segoviano que soltó en antena que el acueducto no era para tanto). Qué entrañable bordería la suya. Le sacaba de las casillas que le preguntasen por el significado del monolito de 2001 (al que cada año dedicaba un programa, que, por previsible, resultaba ser el más aburrido) pero aún más por el asesino/a de Instinto básico. Ya es una casualidad que justo se haya ido a morir ahora que hay dos grandes guerras en nuestro entorno, pues así respondía siempre a la pregunta «¿qué tal?»: «Fatal, por la situación mundial».

Conocimiento enciclopédico

En los mano a mano orales también exhibía su memoria kilómetrica, su enciclopédico saber cinematográfico. Era un IMDb andante. Fan absoluto, llegué a elaborar la que sería la llamada perfecta a Pumares: preguntaría primero por una película para iniciarse en John Ford, después por el autor de la banda sonora de Muerte entre las flores y, para cerrar, por la mejor peli de Joseph Cotten. Pero la llamada que realmente quise hacer durante años y nunca llegué a realizar fue para preguntar por una película cuyo título no recordaba de un tipo que moría en un lago y después se reencarnaba en un profesor; duda que también tenía otro oyente y que, para mi agradecimiento eterno, Pumares supo resolver en una madrugada inolvidable: era La reencarnación de Peter Proud. Así era él, con un par de detallitos que le dieses te daba el título y, si hacía falta, el nombre del actor secundario que pasaba por allí.

Otro factor que alimentaba mi idolatría era que, Cadena SER al margen, Pumares era, junto a Perico Delgado y Luisito Suárez, el único en España que levantaba la voz a José María García, el todopoderoso rey de la noche que, si la actualidad lo requería, extendía su programa –que era el que precedía al de Pumares– hasta el infinito y más allá: «Ustedes ya tendrán que acostarse, estarán cansados», lamentaba Carlos esos retrasos con un indisimulado tono de cabreo. El mismo que tenía cuando arrancaba a hablar dos minutos después de que el Súper nos hubiese mandado a dormir al ritmo de los Simple Minds, obviando que después entraba en antena un reputado compañero.

Tras el asesinato de Antena 3 por parte de lo que Butano llamaba «el imperio del monopolio», la trayectoria de Pumares siguió luego en otras emisoras radiofónicas (Onda Cero, Radiovoz) y hasta formó parte del televisivo elenco de Crónicas marcianas, donde era –y eso tiene un mérito descomunal visto el percal– el más pasado de rosca. Pero ya nunca fue lo mismo. Hubo aún episodios gloriosos, como el del Fibergrán (creo recordar que en Onda Cero) y su numantina defensa de la tortilla de patatas sin cebolla en la jaula de grillos de Sardá, pero la magia de aquellas madrugadas en Antena 3 con doblete García-Pumares jamás pudo ser igualada.

Llevo desde el jueves por la noche, cuando trascendió la noticia, leyendo obituarios en prensa y comentarios de antiguos oyentes en redes sociales. Y, sí, Carlos, te llueven los elogios con la misma intensidad que el agua cae al final de Los puentes de Madison. Ha sido la tuya –no merecías otro the enduna muerte entre las flores.