'Megalópolis', la película testamento de Coppola
En su título ya se define a su autor: un hombre, un artista, que se lo ha jugado todo por seguir sus sueños sin descender a compromisos
Algunas carcajadas inopinadas, algún que otro abucheo más una mayoría de aplausos, no del todo entusiastas, saludaron el fin de la proyección del mayor evento del 77º Festival de Cannes, la vuelta al cine con la jugada más osada y dispendiosa de su carrera de uno de los maestros del séptimo arte: Francis Ford Coppola, que con Megalópolis suscribe un testamento que abruma y desconcierta y que tiene un incierto futuro artístico y comercial.
Qué quiso decir este cineasta de 85 años con esta obra postrera que se entrevera con una quimera política, un futuro utópico y distópico, una rememoración histórica de la caída del imperio romano y un homenaje a 130 años del cine que lo ve como epígono sin herederos.
Megalópolis es el fruto de un elaborado parto de casi 50 años y 120 millones de coste y que en su título ya lo define a su autor: un hombre, un artista, que se lo ha jugado todo por seguir sus sueños sin descender a compromisos.
Y los aplausos oídos en sala o a la salida de la proyección en la inmensa sala Lumière son más un tributo a su carrera y a su coherencia artística que al objeto mismo de su presencia aquí.
En una turbulenta Nueva York, no demasiado alejada en el tiempo, se enfrentan fuerzas políticas muy parecidas a las actuales, agravado por un clima de fin de imperio que Coppola acentúa, dándole a sus personajes principales nombres y apellidos del agonizante imperio romano (Claudio, Cicerón, Catilina, César, Craso).
Y en este clima tan de actualidad no falta el emprendedor volcado a la política (el arquitecto Caesar Catalina interpretado por Adam Driver) empeñado en arrasar barrios pobres como Nerón para crear una Nueva York que supere a la misma Roma, el alcalde corrupto Franklyn Cicero (Giancarlo Esposito), su hija Julia Cicero (Nathalie Emmanuel) que enamorada de Caesar conciliará a las dos tendencias, el banquero que maneja en la sombra el destino del imperio, Hamilton Crassus III (Jon Voight), el joven aspirante a alcalde a la manera de Nerón, Clodio Pulcher (Shia LaBeouf), ayudado por una especie de Popea, Wow Platinum (Aubrey Plaza).
El todo para terminar con un desenlace edificante en el que el poder económico se alía con el poder político en bien de la comunidad, como pasaba en el final de la obra maestra del cine mudo, Metrópolis de Fritz Lang y que no es el único homenaje del director hacia un arte del que él es uno de los máximos próceres: también está la triple pantalla de Napoleón de Abel Gance o la bola de vidrio nevada de Ciudadano Kane de Orson Welles.
Y cómo no identificar a Jon Voight con el viejo mafioso encarnado por Marlon Brando en su propio El padrino.
¿Pero qué arroja esta lista de ingredientes que no terminan de cuajarse?
¿Es una lista de deberes y propósitos para una sociedad más justa? ¿Es la despedida a una industria que Coppola contribuyó a afianzar y que lo desconoce y lo ha dejado solo al no haberlo ayudado a financiar y dar a su conocer su filme?
El destino de una película como Megalópolis es no ser juzgada como obra artística en sí sino como testamento, un testamento que, como muchas veces pasa, no deja conformes a casi ninguno de los posibles herederos, que en definitiva es ese público que debería conformarse con recibir de regalo una última película del genio de El padrino, La conversación, Cotton Club y Corazonada y agradecérselo eternamente.