Crítica de cine
'La virgen roja': Freud en el sexo, Nietszche en el pecho, Marx en la cabeza
La película de Paula Ortiz (Teresa, La novia) que cuenta la historia de la joven Hildegart en la España de la Segunda República destaca por su espléndida puesta en escena
La última película de Paula Ortiz recrea la increíble historia real que hizo famosa a Hildegart Rodríguez Carballeira (1914-1933) en la España de la Segunda República. La joven ya era muy conocida en vida por ser asombrosamente superdotada: siendo menor de edad era licenciada en Derecho, hablaba varios idiomas y llegó a ser vicepresidenta de las Juventudes Socialistas del PSOE. Pero esta niña prodigio realmente conmocionó a la sociedad española cuando fue asesinada por su propia madre de tres tiros a bocajarro. Entonces salió a la luz una historia que iba mucho más allá de una página de sucesos. Una historia que por sí misma constituye una alegoría elocuente sobre las perversiones y amenazas intrínsecas de las ideologías.
Aurora, la madre soltera de Hildegart, quiso hacer de su hija una creación personal, como Prometeo. Una criatura perfecta, modelada por ella misma y que debería convertirse en un referente ideal para la mujer de su tiempo: moderna, empoderada, sexualmente liberada, feminista y socialista. Según los planes de Aurora, con Hildegart se pondría punto final a la mujer ignorante, sometida al varón, sin vida profesional ni autonomía personal. El proyecto marchaba a la perfección hasta que la joven Hildegart se enamora de un militante socialista. La relación con hombres no estaba escrita en el guion de su madre. Eso era algo que, según Aurora, contradecía la esencia del feminismo. La relación entre madre e hija empieza a deteriorarse progresivamente hasta el fatal desenlace. Hasta aquí la historia que se conoce popularmente, y precisamente por ello contarlo no supone en realidad ningún spoiler.
Pero evidentemente los hechos tienen muchas aristas, presentan ambigüedades y sobre el caso Hildegart existe abundante bibliografía. Lo que hace Paula Ortiz es seguir en lo esencial el mismo método que empleó con Teresa: parte de algunos aspectos de los hechos reales y con ellos construye algo más que un relato, crea más bien una mitología, y en este caso con los mimbres de una tragedia griega –también había mucho de tragedia griega en La novia–. Aurora –interpretada magistralmente por una Nawja Nimri que recuerda a la ama de llaves de Rebecca– es la encarnación de la ideología: las ideas son más importantes que la realidad y se imponen a ellas. Aurora tiene clara cuál debe ser la configuración mental de su hija: «Freud en el sexo, Nietzsche en el pecho, Marx en la cabeza».
Cuando Hildegart –interpretada por Alba Planas– se rebela –es decir, cuando en la joven empieza a abrirse paso la realidad en medio de la frondosa jungla de la ideología– Aurora llega a la conclusión de que no queda más remedio que destruirla, como Saturno devorando a su hijo. A medida que crece el desencuentro Paula Ortiz nos muestra planos de una escultura femenina que se va resquebrajando cada vez más. La clave de este símbolo está en una frase que Aurora pronunció en su proceso judicial –y que no está en el film–: «El escultor, tras descubrir la más mínima imperfección en su obra, la destruye». Es lo mismo que hizo la mujer de Goebbels con sus hijos cuando se dio cuenta de que ya no era posible realizar la utopía nacionalsocialista. Aurora es la utopía hecha ideología, y la ideología hecha fascismo, como le espeta su hija en el tramo final del filme. Frente al feminismo letal de Aurora, su hija propone un feminismo en el que el varón no es el enemigo sino el aliado de la mujer. Un planteamiento similar al que propuso Greta Gerwig en su última película, Barbie.
La puesta en escena es una obra de arte. El uso de la luz sigue siendo tan radical como en las otras películas de la directora, véase en La novia o Al otro lado del río. Radical en el sentido dramático, es decir, que no sirve para iluminar la realidad física sino la realidad interior de los personajes y las situaciones. Los claroscuros dominan una escenografía lúgubre, con acentos expresionistas, que visten una historia de muerte en vida. Los encuadres son auténticos lienzos de magnífica composición y hay escenas de gran fuerza artística, como la del cortejo por la calle de Alcalá. Musicalmente la película prescinde de convencionalismos y arriesga con piezas de acento vanguardista, tremendamente eficaces.
No es la primera película que se hace sobre aquellos sucesos. Pero sin duda es la que más altura cinematográfica –estética y artística– ha alcanzado. Un hecho sobrecogedor, una puesta en escena espléndida y un tema tan serio como políticamente incorrecto.