Crítica de series
'Celeste': mentiras fiscales y máscaras humanas
Carmen Machi protagoniza una de las mejores series españolas de los últimos años
La premisa de la nueva serie de Movistar hizo fortuna rápido, por su paradójica audacia: «Es como Zodiac, pero con el IRPF». Ante lo inconcebible de aunar el aroma opresivo de Fincher con el tedio mecánico de la declaración de la renta, uno se imaginaba que Diego San José ahondaría en la senda de la sátira. No en vano, aunque la rebase con inteligencia, su cachonda trilogía iniciada con Vota Juan marcaba la expectativa al enfrentarse a esta extraordinaria Celeste. Incluso la presentación de la anodina y dermatítica protagonista, Sara Santano (sublime Carmen Machi), flirtea con el coñeo XXL al levantar la primera carcajada en torno a la pasión que levanta un libro de… matemáticas financieras.
¡Quia!
Hay risas en los seis episodios de Celeste, sí, pero la comedia anda lejos de ser lo definitorio de la propuesta. En cuanto al thriller, el relato lo vertebra un misterio que alumbrar y una trama que va desovillándose mientras juega sus ases con astucia, por supuesto.
Por haber, hay hasta secuencias de persecución maníaca e, incluso, comparece ese icono visual del thriller que es el tablón-en-construcción (si Carrie Mathison se obsesionaba con recortes y colores para ir revelando al sospechoso de Homeland, la castiza Sara opta aquí por el calendario y los post-its para evidenciar las mentiras residenciales). Todos esos referentes genéricos y temáticos pululan por Celeste. Con ellos, la peripecia narrativa engancha in crescendo y Movistar ha sido hábil emitiendo los capítulos de dos en dos, para que el espectador pueda sortear más cómodamente el despliegue táctico del primer episodio. De acuerdo.
Pero Celeste es inclasificable porque ambiciona mucho más: bajo tantos disfraces se esconde un drama de primer orden. En primer lugar, confecciona una historia con una arquitectura soberbia. Dani Castro y Oriol Puig escoltan a San José en un relato que acaba recogiendo todo lo que siembra, ya sea la salsa que acompaña unas patatas, el título de una canción, el perro que sacan a pasear o un fan atrabiliario.
Desde un elemento narrativo relevante hasta ese detalle nimio que parece simple colorido, los guionistas tienen todo atado con una brillantez inusitada y, además, dejan que sea el espectador quien obtenga la satisfacción de unir los puntos. Cero exposición, nada de redundancia. Y no, no se trata solo de levantar un artefacto de precisión suiza (las piezas del puzle encajando con limpieza en la peripecia narrativa), sino de multiplicar el impacto sensible de la historia mediante la carga semántica acumulada por tal objeto o el terremoto conmovedor de tal punto de giro.
Así, el verdadero elemento diferencial de Celeste lo aporta la madurez de la historia y la complejidad de sus personajes. Su recorrido humano, emocional, con toda su escala de grises: el gris ceniza del pasado, el marengo del obsesivo presente y el gris nublado de los sueños rotos. Por eso, sin renunciar a la vocación de entretenimiento, huyendo de la solemnidad y del maniqueísmo, la nueva serie de Movistar explora nuestras propias máscaras.
Las mentiras que contamos a los demás y de las que nos convencemos a nosotros mismos. ¿Quién demonios son Sara, Karen, Tony? ¿Cuáles son sus verdaderas lealtades y motivaciones? ¿En qué creen realmente? No es casualidad que la vigorosa dirección de Elena Trapé arranque envolviéndonos en un laberinto y acabe despidiéndonos mediante un juego de espejos. Porque entre medio corretean seres perdidos que anhelan secretamente ser otros: el fan, el envidioso, el trepa, el cínico, la celebrity superada. Pieles (o peinados) de los que uno desearía mudar. Correas que esconden una liberación prohibida. Evadir impuestos cuando, en realidad, lo que uno desearía es evadirse de esta existencia. ¡Son tantos los elementos de la serie que se enriquecen con esa dualidad entre lo literal y lo metafórico!
También es doble la velocidad del relato. La trama se acelera frenéticamente conforme se van desanudando corrupciones, pactos, pistas y villanías. Sin embargo, el elenco va cociéndose a fuego lento, ganando una sorprendente y humanísima tridimensionalidad. El personaje de Carmen Machi es como la rana hervida de la analogía: incapaz de percibir su particular viaje al lado oscuro. Como con ella, el espectador se topa con personajes cada vez más profundos y heridos, de esos capaz de recitar lemas profesionales, familiares o políticos como papagayos, a sabiendas de que la hipocresía lidera su día a día. Como para intentar dar lecciones con el dedito levantado; en este duelo a varias bandas que es Celeste el resultado es sermones cero, contradicciones uno, máscaras tres.
En El hombre que fue Jueves, el protagonista de Chesterton contaba cómo para muchas personas el disfraz no servía para ocultarse, sino que acaba revelando su verdadero yo. Así somos de incoherentes y miedosos, de pasionales y trabajadores, de abusones y de víctimas, de heroicos y de hijoputas. Y de esa contradicción dramática (troppo vero!) extrae Celeste su vitamina más sabrosa, la que la aúpa como una de las mejores series españolas de los últimos años. Precisamente porque sabe que la complejidad artística honesta y bien trabajada siempre desgrava.