Cuando Dostoievski escribió 'El Jugador' y encontró su salvación
Anna Snitkina transcribió la novela del escritor ruso y con ello saldó sus deudas económicas e íntimas
A principios de octubre (puede que un día como hoy) de 1866 Dostoievski empezó a escribir El jugador. Faltaban 30 días para que se cumpliera el plazo de entrega de una novela «de al menos 175 páginas» que había pactado meses antes con Fiodor Stellovski. El editor, de dudosa fama, le había pagado por adelantado los derechos de la historia con la condición de que, si no terminaba el trabajo a tiempo, su editorial adquiriría a perpetuidad la propiedad de todas sus obras.
El escritor aceptó estas cláusulas desmedidas tras asumir las deudas de su hermano muerto. Viudo reciente y atacado por la epilepsia, acababa de terminar su difícil relación con su amante, Polina, repleta de idas y venidas e infidelidades, quien, cansada de esperar, le había anunciado que ya no se casaría con él.
Desde principios de ese año Dostoievski estaba escribiendo y entregando por partes a la editorial El Mensajero Ruso Crimen y Castigo. Había decidido contratar a una taquígrafa (la estenografía era entonces un sistema novedoso que apenas nadie dominaba) con la intención casi delirante de acabar en plazo (un mes) la nueva novela, mientras seguía escribiendo la vida del desdichado Raskolnikov.
Anna Snitkina acudió a la llamada desesperada atraída por la admiración heredada de su padre, el humilde funcionario Grigori Snitkin, por el gran escritor. Tenía veinte años frente a los cuarenta y cinco del genio, quien se iba a enfrentar al reto de escribir dos novelas al mismo tiempo en medio de un torbellino sentimental: casi velando los últimos días de su esposa, creando el personaje principal en la figura imborrable de su examante, Polina, y escribiéndola con la ayuda de su futura mujer.
Anna acudía a casa de Fiodor al mediodía, después de que él terminase por la mañana el trabajo diario de Crimen y Castigo, y trabajaban juntos hasta las cuatro. Por las noches Anna transcribía las notas. La relación se hizo íntima casi desde el principio: «Él adoraba la seriedad de ella, su extraordinaria capacidad de empatía, cómo su espíritu luminoso disipaba incluso sus estados de ánimo más oscuros y lo sacaba de sus pensamientos obsesivos. Ella se conmovió ante su amabilidad, su respeto por ella, cómo se interesó genuinamente por sus opiniones, tratándola como a una colaboradora en lugar de una trabajadora. Pero ninguno de los dos era consciente de que este profundo afecto y aprecio mutuo era la semilla de un amor legendario», escribe la crítica cultural, especializada en mujeres relacionas con el arte, María Popova.
Todavía no he tenido ninguna felicidad. Al menos, no el tipo de felicidad con la que siempre soñé. Todavía la estoy esperando
El acuerdo casi veneciano de los dos Fiodor, Dostoievski y Stellovsky, como Antonio y Shylock, incluía la cesión de los derechos de una colección de las obras del primero a cambio de los tres mil rublos que saldaban la deuda contraída por la revista de su hermano, cuyos pagarés había comprado Stellovski por una cantidad ridícula.
Tras algunas dudas y recomendaciones de sus amigos (una de las cuales fue ofrecerse a escribir entre todos el libro bajo su dirección, a lo que se negó en rotundo), comenzó a dictarle a Anna la misma tarde de su presentación.
Solo hacían breves pausas para el té durante las que conversaban. «Cada día…», relata Anna en sus memorias, «… charlando conmigo como un amigo, dejaba al descubierto alguna escena triste de su pasado. No pude evitar sentirme profundamente conmovida por sus relatos de las dificultades de las que nunca se había librado y de las que, de hecho, nunca pudo librarse... Sus historias eran tan tristes que en una ocasión no pude evitar preguntarle: '¿Por qué, Fiodor Mijailovich, sólo recuerdas los tiempos infelices? ¿Por qué no me cuentas cuando eras feliz?', a lo que él respondió: '¿Feliz? Todavía no he tenido ninguna felicidad. Al menos, no el tipo de felicidad con la que siempre soñé. Todavía la estoy esperando'».
En el ínterin de tan prontas confianzas y confidencias El Jugador iba creciendo casi sin que se dieran cuenta. Cuando la novela quedó concluida, veintiséis días después de su primer encuentro, Dostoievski se apresuró a pedirle que continuara ayudándole con Crimen y Castigo, lo que ella aceptó de inmediato: «Me había acostumbrado tanto a la satisfactoria prisa por trabajar, a las reuniones alegres y a las animadas conversaciones, que todo eso se había convertido en una necesidad para mí. Todas mis actividades anteriores habían perdido su interés y ahora me parecían vacías e inútiles».
Felicidad conyugal
Fue como si la deuda alarmante y codiciosa hubiera sido atenuada y cancelada por amor, vertidas en el objeto pasivo los vicios (el juego) y el dolor (Polina), de la vida de Fiodor, quien se declaró, como si hubiera sido imposible hacerlo de otra forma, lanzando los dados a través de sus personajes:
«¿Qué podría ofrecer este hombre anciano, enfermo y agobiado por las deudas a una joven, viva y exuberante niña? (...) Y en general, ¿sería posible que una joven tan diferente en edad y personalidad se enamorara de mi artista? ¿No sería eso psicológicamente falso? Quería pedir tu opinión sobre este asunto, Anna Grigoryevna».
«Pero ¿por qué sería imposible? Porque si, como dices, tu Anya no es simplemente un coqueteo vacío, y posee un corazón amable y receptivo, ¿por qué no podría enamorarse de tu artista? ¿Qué más da si él es pobre y está enfermo? ¿Dónde está el sacrificio, de todos modos? Si ella realmente lo ama, será feliz y ¡nunca tendrá que arrepentirse de nada!».
Según Anna, Dostoievski la miró emocionado y le dijo con voz temblorosa:
«Imagina que este artista soy yo. Que te he confesado mi amor y te he pedido que seas mi esposa. Dime, ¿qué responderías?».
Escribe Anna Grigorievna que «su rostro revelaba una vergüenza tan profunda, un tormento interno tal», que al fin comprendió que no se trataba de una conversación sobre literatura. «Miré su rostro preocupado, que se había vuelto tan querido para mí, y dije: ‘Te respondería que te amo y te amaré toda mi vida’».
Este capítulo de sus catorce años de vida en común, hasta la muerte del escritor, sólo podía terminar sin saber (Anna Dostoievskaia nunca las reveló), las palabras «llenas de ternura y amor» que Dostoievski entonces le dedicó.