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Camilo José CelaLu Tolstova

Camilo José Cela, un escritor más grande que la vida

Las distintas caras de este escritor, imposible de abarcar, desde su infancia despreocupada en Iria Flavia hasta el hombre espectáculo con choferesa negra por las carreteras de España

Torero, escritor, actor ocasional, viajero, estrella de la televisión, incluso ilustrador, las distintas caras de este personaje público imposible de abarcar desde su infancia despreocupada y algo salvaje en Iria Flavia hasta el hombre espectáculo que toda una generación podía reconocer en el panorama literario y televisivo de finales del siglo pasado, fue nuestro último Premio Nobel y, quizá, el último baluarte de una cultura española que, desde entonces, no levanta cabeza entre el deseo mediático de trascender y las deudas contraídas del papanatismo de la vacua corrección política.

Un estudiante conflictivo

Ya tenemos noticias suyas en Vigo, cuando asiste al colegio de las monjas de San José de Cluny y luego al de los jesuitas de Bellavista, con no muy buenos recuerdos. Y en 1925 en Madrid, en los escolapios de la calle General Porlier, con peores recuerdos –todavía– acerca de un padre Cirilo un tanto tocón, un libro que vuela y unos bofetones que le hacen sangrar por la nariz al joven y apasionado Camilo.

El momento decisivo de su vocación como escritor sucede a través de la enfermedad. La tuberculosis, que le obliga a internarse en un sanatorio de la sierra y le abre las ventanas de los grandes libros, como relata en 1934 diciéndose a sí mismo en La Rosa: «No soy un enfermo y en cambio, sí soy un hombre que ha leído más, mucho más, y mejor que los demás hombres de su edad».

Asistió a clases de Pedro Salinas, y sintió la llamada febril de la escritura como manera de expresar el pensamiento, en medio de una postguerra manipulada y conformada por la censura.

En 1945 encontramos al escritor afrontando varios trabajos para vivir y para escribir con una vocación ya desbocada, como él mismo reconoce en multitud de ocasiones, cuando relata sus maratonianas jornadas escriturísticas desde el alba hasta la noche, que sólo interrumpía por la comida y por la práctica de su «yoga ibérico»: la siesta.

Una vocación literaria encendida por los clásicos

«Escribir, escribir y escribir, aunque no se te ocurra nada» en busca de la perfección y de la expresividad imposible que descubre en los clásicos universales para añadir a esa «carrera de antorchas» su propia voz; esa voz que se dará de bruces con la censura por su constante uso de palabras malsonantes y escenas violentas y sexuales.

Además, fue editor. En su revista Los papeles de Son Armadans, ilustrada por Miró y por Picasso, dará una voz y un espacio conmovedor a los artistas exiliados y a las distintas lenguas de nuestra tierra, publicando a todos los autores que se vieron obligados a salir fuera de nuestro país, fuera cual fuera su ideología.

En Camilo José Cela confluye la Europa existencialista de su tiempo desde la idiosincrasia ibérica, y junto a su profundo amor a Hispanoamérica y su conocimiento del recién nacido boom literario, le convertirán en un personaje cada vez más conocido en ámbitos ajenos a la literatura como la televisión, a la que asistía como tertuliano, o directamente como estrella del programa por su humor fuerte y socarronería sin igual de gran conversador, divertidísimo, sin complejos ni pelos en la lengua.

Recibe el Nobel que tanto había pedido para Baroja

El premio Nobel de 1989 es el colofón a una vida entregada al relato sin etiquetas, a la novela sin adjetivo ni reducciones, y al amor por el ritmo y la música interna de nuestro idioma para describir la complejidad de lo que él llamaba «el poliedro del alma humana».

La obra de Camilo José Cela está vinculada, sobre todo, a España y a la literatura española desde su obligado y dramático aprendizaje de la fauna humana que fue la guerra civil a través del drama rural de un Pascual Duarte como arquetipo de la brutalidad más irracional:

«La discordia civil, esa cruenta e impolítica maldición que pesa sobre España, anida como un fiero aguilucho en los más recónditos entresijos de cada español que, cuando no está contento consigo mismo, se pelea consigo mismo en le espejo de los demás».

El genial escritor gallego recoge su vivencia y su memoria revestida de lecturas y construye unos personajes que testimonian la voz de un pueblo, el latido de unos hombres a los que no impuso nunca reglas de corrección y amaneramiento de su naturaleza, como dijo al publicarse La Colmena en 1951.

«El escritor es el notario de la conciencia de su tiempo y de su mundo y a la conciencia hay que tomarle pulso donde está, a ras de tierra, pegada a la corteza de la tierra, esa caja de resonancia donde se escucha, isócrono y amargo, el cruento retumbar de los corazones.»

Y de esta visión local y particular del corazón español, a la plenitud literaria de su vocación universal. Por eso, Camilo José Cela será traducido a todos los idiomas, y podrá leerse, incluso, en El Nepal, mientras una generación entera de españoles le sigue recordando en un cochazo conducido por una choferesa negra y presumiendo de su fantástica capacidad de absorber una palangana entera de agua con el culo.