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El escritor colombiano Juan Gabriel VásquezPaula Argüelles

Juan Gabriel Vásquez: «No sé lo que es un país en paz»

El novelista reúne en un libro todos los artículos que ha dedicado al proceso de paz de Colombia, y analiza los resultados electores de un país «atravesado por la violencia»

Desde que se anunciaron en Colombia las negociaciones de paz con las FARC en 2012, Juan Gabriel Vásquez (Bogotá, 1973) comenzó a analizar un proceso que recibió al principio con gran escepticismo. Por algo es la suya una nación marcada y atravesada por la violencia, pero también por los continuos esfuerzos por ponerle fin en un proceso que ha provocado una polarización exacerbada.

Sus pensamientos sobre la guerra y sobre el inicio de la paz quedan ahora recopilados en Los desacuerdos de paz (Alfaguara), un libro que recoge los textos políticos del premiado escritor y periodista, que sitúan a Colombia frente al espejo de la actualidad con violencia, juegos de poder y posverdad en un país en busca de paz. Y con unas recientísimas elecciones que han aupado a la izquierda hasta el gobierno por primera vez en la historia del país en la persona de Gustavo Petro.

–Dice que escribe porque hay cosas que no entiende. ¿De qué manera escribir le ayuda a entender?

–Escribir es una investigación siempre. Como novelista escribo siempre a partir de preguntas, a partir de lugares oscuros, de de mi memoria personal, de la memoria de mi país, de preguntas complejas sobre sobre nuestro pasado histórico. Y como periodista es lo mismo, aunque el periodismo llega cuando crees haber entendido ya, aunque partas de una certeza que es frágil. Esa es la gran diferencia entre el novelista y el columnista.

–Dice que cada colombiano es un país enemigo. Es un juicio duro.

–Es un juicio que hace Simón Bolívar en la novela de García Márquez. Pero así es exactamente como he sentido yo el país en los últimos años. Es un país polarizado, dividido, incapaz de resolver pacíficamente diferencias que son políticas. Y yo creo que eso es lo que lo que el libro refleja: esta exploración de diez años escribiendo artículos sobre los acuerdos de paz, sobre la negociación y el plebiscito fracasado y por fin la implementación de los acuerdos, que es irregular y difícil, pero que se está llevando a cabo. Eso es lo que el libro trata de desmontar: la idea de que las diferencias entre los colombianos sean verdaderamente irreconciliables y la posibilidad de que logremos una negociación que haga que el país avance en un mejor sentido.

–En sus columnas sobrevuela la idea de que la colombiana es una sociedad acostumbrada a dividir. ¿Esa división está desde el inicio de lo que es Colombia hoy o ha cristalizado estos años?

–Yo creo que es un país que tradicionalmente ha tenido una capacidad muy misteriosa para vivir en el enfrentamiento, en la intolerancia, en la disputa; para ser incapaces de negociaciones que son lo que identificamos con la democracia. Y eso en el siglo XX es muy claro desde los años 40, cuando se producen los enfrentamientos partidistas de la época, «la guerra» que llamamos los colombianos, la Violencia con mayúscula, en la que murieron 300.000 personas en unos seis años. Desde ese momento, siempre hemos estado no sólo rotos como país, en dos bandos muy claros, dos maneras de entender el mundo muy distintas, sino que además parece que siempre la realidad se las ha arreglado para retroalimentar los ciclos de violencia. Violencia política entre liberales y conservadores y guerra entre la guerrilla y el Estado. Luego la irrupción del narcotráfico y el narcoterrorismo de los años 80, que es el tema de una novela mía que se llama El ruido de las cosas al caer. Es como si la realidad colombiana fuera alimentando un nuevo ciclo de violencia cada vez e impidiéndonos romper con ese ese proceso. Los Acuerdos de Paz son el intento más claro que hemos hecho por romper con esos ciclos, y espero que lo logremos.

Primero fue la «guerra», la Violencia con mayúscula. Desde ese momento hemos estado rotos y la violencia ha vuelto: política, con la guerrilla y con el narcotráfico

–¿Cómo se conjuga la necesidad de unidad nacional con la salud que da que exista la contradicción, el debate y la necesidad de que no todo el mundo piense lo mismo?

–Para mí es para mí es inseparable en la salud de una democracia, de de la convivencia, que haya opiniones enfrentadas e incluso de manera muy vehemente. Eso es saludable, no problemático. Lo problemático es cuando en una democracia dejamos de ser capaces de enfrentarnos al otro con la diferencia de ideas y pasamos a enfrentarnos con la intolerancia, con la eliminación del otro; eliminación moral e intelectual. En Colombia el mayor daño no lo ha hecho la violencia física, sino la eliminación del contradictor. Ha habido una aceptación de los mecanismos de la violencia para resolver nuestros desacuerdos que desde luego no ha dejado más que sufrimiento y no ha resuelto nada.

–En una propuesta basada en los acuerdos y las conversaciones, ¿cómo se solventa la problemática de entrar al diálogo con quien ejerce la violencia por encima del diálogo?

–Hay líneas que son muy, muy difíciles de trazar. Los principios de una convivencia democrática son innegociables. Es una pregunta muy difícil que nunca hemos sabido hacernos. Los tratados de los Acuerdos de Paz nos dicen que tenemos una guerra de 40 o 50 años que ha causado 8 millones de víctimas entre muertos, heridos, traumatizados, desplazados. ¿Cómo hacemos para romper estos ciclos de la violencia? Una de las de las cosas que hay que hacer es aceptar cosas que son difíciles de aceptar, formas alternativas de justicia; aceptar la participación política de los que han conformado estos estos ejércitos ilegales que han causado tanto sufrimiento. En una guerra como la colombiana, los relatos pueden ser distintos, incluso contradictorios, pero todos tienen una parte de razón. Parte de nuestro reto como sociedad es abrir un espacio donde quepan los relatos de todo el mundo.

Lo problemático es que en una democracia dejemos de enfrentarnos al otro con la diferencia de ideas y pasemos a hacerlo con la intolerancia, con la eliminación moral e intelectual del otro

–¿Cómo recibe la noticia del inicio de las conversaciones con las Farc? Muchos encontraron un paralelismo con las negociaciones con los terroristas de ETA en España.

–Yo recibí la noticia de las conversaciones en 2012. La recibí con mucho escepticismo, porque los precedentes colombianos no permitían augurar nada bueno. No solo no era el primer intento de buscar una salida negociada de la guerra, sino que había habido varios otros y rara vez habían sido exitosos. En el caso de las Farc, nunca. Cada nuevo intento por negociar una salida de la guerra se volvía en contra de las mejores intenciones de los negociadores, y eso generaba más polarización, más división, más desconfianza. Colombia es un país donde la desconfianza es una palabra muy grande, y ese es uno de los venenos que dificultan nuestra convivencia. Del escepticismo pasé a darme cuenta de que este proceso no era como los otros, de que había una voluntad de parte de la guerrilla de sentarse a hablar (entre otros motivos, por su debilitamiento militar).

–¿Y el Gobierno?

–El equipo de negociación del gobierno estaba encabezado por una persona que siempre me ha inspirado toda la confianza del mundo: Humberto de la Calle, una de las figuras más decentes y más sensatas del país; un genuino liberal en el sentido filosófico de la palabra. Y entendí que a pesar de lo difícil que sería aceptar ciertas cosas, se trataba finalmente de reducir el sufrimiento, de robarle a la guerra sus víctimas futuras. Y había víctimas que estaban inscritas en el destino de nuestra guerra que no son víctimas hoy, que no están muertas por obra y gracia de los Acuerdos de Paz.

–En el libro cita también a Humberto de la Calle, que habla de un cierto tipo de «violencia buena»: «Nunca estuvimos tan preparados para ejercer o tolerar la violencia como ahora».

–Sí, es una de las ideas quizás más nocivas y más dañinas que han surgido en mi país: la idea de que, en efecto, existe una violencia que aceptamos y toleramos porque nos conviene políticamente: la condenamos si nos hace daño y la defendemos si se lo hace al otro. Esto para una sociedad es terrible: hay una división muy clara entre dos campos que justifican la violencia contra el otro. Es la receta perfecta para una tormenta social, que es lo que he visto en Colombia en los últimos años. Hay una gran parte de la sociedad que tolera, justifica, hace la vista gorda o sencillamente hunde la cabeza en la tierra cuando se trata de la violencia que le conviene. Y desactivar esto toma tiempo, toma generaciones.

Una de las ideas más nocivas y dañinas de Colombia es que existe una violencia que aceptamos y toleramos porque nos conviene políticamente

–Ese pasado de violencia que parece que Colombia no consigue dejar atrás… qué tiene que ver con la victoria de Gustavo Petro?

–Es el primer presidente colombiano de izquierdas y ha reunido el mayor número de votos. Mi lectura es que frente al populista Rodolfo Fernández, de la familia moderna, del «populismo a la trompa», hemos escogido a un viejo político que es Petro, que partió de una posición contestataria, rebelde, y con el tiempo se ha convertido en parte de la escena política. Llevó a cabo como oposición debates muy importantes en el Congreso y ahora llegaba como candidato enfrentado a un populista de nuevo cuño, sin programa, sin ideas. Y eso sí que era un salto al vacío. No habría hablado bien de la democracia colombiana una victoria de este hombre sin absolutamente ningún programa político y construido a punta de pistola. Yo he sido muy crítico con Petro, porque ha ejercido la política con maneras populistas, polarizando deliberadamente a los colombianos, pero creo que ha cambiado mucho y que hoy su programa es claramente el mejor.

–Petro es un exguerrillero amnistiado. ¿Eso permite sanar las heridas?

–Habla bien de la madurez de nuestra democracia. Petro ha colaborado con la construcción del país desde la política; es una buena noticia, más allá de que tengo muchas diferencias con él. Y que sea un guerrillero amnistiado habla de la inutilidad, incluso la obscenidad, de acudir a la violencia por motivos políticos. Es el desmonte definitivo de la violencia política como argumento, y eso es una buena noticia para el país. Por otra parte, la victoria de una persona con ese pasado habla en favor de los Acuerdos de Paz, que han normalizado la participación de las ideas de izquierda democrática en Colombia y rechazan por completo la violencia como argumento.

–Dice que no hay reconciliación posible, ni posibilidad de avanzar o de pasar la página de la guerra sin un proceso de reconocimiento público de los hechos de la guerra. ¿Es esto posible hoy sin llevar a una mayor división?

–He hablado con víctimas de la guerra y encuentro en todos los casos un punto en común, y es que con mucha frecuencia lo único que pide una víctima de una guerra como la colombiana es poder contar su relato y que su relato sea reconocido. Que un mecanismo o una institución escuchen su relato, que lo reconozcan. Eso es una gran responsabilidad ante todo para los periodistas, los novelistas y los historiadores, que tienen que hacer de sus trabajos el lugar donde la sociedad reconozca el relato de las víctimas y lo apruebe y le dé identidad.

–¿No solo es importante el relato histórico y periodístico? ¿De qué forma cree que la memoria se construye a través de la ficción?

–Es algo que siempre he creído como novelista, que la historia nos cuenta una parte de nuestro pasado. El pasado es un lugar muy raro, al que solo podemos acceder mediante relatos. El periodismo en cambio cuenta la historiografía. Pero el periodismo y la historia no alcanzan a llegar a rincones de nuestra condición humana a los que sí llega la novela, como las emociones, la moralidad, los procesos, nuestras contradicciones psicológicas, cierto lado oscuro donde habitan nuestros demonios, nuestros traumas. De todo eso, la novela se ocupa con mucho talento; sin ella, nuestra comprensión del pasado está incompleta.

–¿Tiene pensado volver usted a la ficción?

–La novela es mi hábitat natural. Y sí, tengo ideas. Y digo ideas para parecer racional, pero en realidad son fantasmas que molestan, que incomodan, que van dominando mi imaginación hasta que no me queda más remedio que escribir esos libros. Lo que pasa es que trabajo de una manera muy poco económica y mis fantasmas me acompañan durante muchos años antes de que sea capaz de sentarme a escribir las primeras páginas. Ahora hay algunos flotando por ahí desde hace diez años o más, y me toca entonces dejarme seducir por uno de ellos para escribirlo.

–¿Son fantasmas colombianos?

–Colombianos, inevitablemente. Y siempre escribo sobre lo que lo que me sorprende, y para que algo me sorprenda, primero tenía que tener la falsa idea de conocerlo y dominarlo. Y eso es lo que me pasa con mi país, que crecí creyendo que lo entendía y a partir de cierto momento me di cuenta de que no hay nada parecido a la comprensión sobre un lugar tan complicado. Y por eso escribo, aunque también mis novelas han tratado de establecer un diálogo entre Colombia y la historia universal. La conversación con el resto del mundo siempre me ha parecido profundamente útil.