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La escritora Ana IrisPaula Argüelles

Ana Iris Simón: «Siempre ha habido ideologías, pero no eran una secularización de aquello que ordenaba la vida y le daba sentido»

La periodista y escritora, autora del exitoso libro Feria, se ha convertido en columnista de referencia, le cantó las cuarenta a Pedro Sánchez en un acto del Gobierno, tuvo un hijo y decidió hacer la confirmación. Sobre todo ello reflexiona en El Debate

Escribió un libro, Feria, que se convirtió en el fenómeno editorial del año. Pero no sólo eso. Ana Iris Simón (Campo de Criptana, Ciudad Real, 2 de junio de 1991) fue aupada como altavoz de una generación descontenta, la suya, «la mejor formada de la historia» pero incapaz de llegar a final de mes; también en azote de las clases políticas aferradas al poder y alejadas de los verdaderos problemas de la gente; así como firme argumentadora frente a esos adultos que desprecian a la que llaman «generación de cristal» porque han heredado muchos derechos y, en su opinión, muy pocas obligaciones.

Desde entonces, esta joven periodista y escritora ha realizado un gran viaje intelectual, pero sobre todo personal: se plantó embarazada en la Moncloa para exigirle a Pedro Sánchez (y a aquellos que le apoyan) que su «plan demográfico» pase «en primer lugar por fomentar el acceso al trabajo y a la vivienda»; ha sido madre del pequeño y alegre Valero, que ha provocado en ella una nueva oleada de conciencia y también de paz vital; está escribiendo otro libro... y ha decidido que, en sus columnas, ella va a seguir haciendo lo que mejor hace: hablar de la vida, de su vida, y de lo que tiene que ver con ella, desde un programa electoral hasta la última encíclica.

Amigas desde hace años, esta entrevista es fruto de una conversación tranquila y distendida en Aranjuez, su lugar de residencia «mitad ciudad, mitad pueblo», a donde ha vuelto a llevar la vida tranquila que siempre quiso vivir, ya no hacinada en un piso de Malasaña, saliendo cada noche y ahorrando para irse de festival, sino la vida que defiende para todos, sabiendo que poder llevarla es, muchas veces, un privilegio.

–Has sido calificada de comunista, falangista, neorrancia, la salvación y el futuro de España. Pero si hay algo que has hecho es volver a poner lo rural en el centro de la conversación. Sin embargo, muchos no coinciden en ese altar en el que colocas el pueblo, símbolo de asfixia para aquellos que tuvieron que huir a las ciudades para construirse un futuro.

–Y no solo ellos. Hay gente que no encaja bien y necesita encontrar su lugar. Me escribió esto un compañero mío de la universidad, Juan, que también es de un pueblo de La Mancha, super chiquitín, más pequeño que el mío: «Me encanta tu libro, pero a mí me ocurrió justo lo contrario». El chico luego ha acabado volviendo a su pueblo y haciendo un festival de cine allí. Yo entiendo que la realidad de los pueblos no le vale a todo el mundo, pero creo que hemos pasado de reivindicar la realidad de las ciudades como la única válida para aquel que quiere autorrealizarse y tener una visión completa del mundo a reivindicar también lo rural, incluso hasta el extremo de decir que los pueblos son el único lugar donde uno puede respirar aire puro y ser libre y feliz. Hay gente a la que no le encaja esto, y está bien que así sea. Yo creo que debemos aspirar a unas condiciones de vida dignas, tanto aquellos que decidan que la ciudad es su lugar como aquellos que decidan que quieren quedarse en su pueblo. Pero lo que está ocurriendo en la práctica no es eso: es que miles de jóvenes se ven obligados a irse a la ciudad, y el precio que pagamos es la soledad y el individualismo. Y esto ha supuesto el final de una sociedad más orgánica y más pequeña; ha supuesto el paso a una sociedad globalizada.

–Pero en la propia capacidad de elegir si te quedas en el pueblo o te construyes otra vida en la ciudad hay un privilegio.

–Sí, claro que sí, pero es que yo no sé porque se nos pide a los autores plasmar una visión totalizadora del mundo y que nuestra obra plasme todas las realidades con todos sus matices. O sea, yo al final no he escrito un modelo para nadie, ni he querido hacer una Biblia de cómo ha de ser la vida, sino que cuento mi experiencia.

–¿Es de eso de lo que te acusan en el libro Neorrancios?

–He leído un poquito porque no tengo tiempo para leer ningún libro, pero es un libro escrito para echarme cosas en cara. «Ana Iris tuvo la gran oportunidad y el altavoz para contarnos lo duras que son las condiciones en el pueblo, lo difícil que es que si uno se sale de la norma lo acepten, lo complicado que es ser mujer en ciertos entornos, y sin embargo ha elegido la alegría y ha elegido el amor». En cierto sentido, me acusan de haber vivido mal, de quedarme con la parte del mundo que no les interesa, porque no hago tanta denuncia social. Lo primero, no considero que haya denunciado poco la realidad social y no creo que la alegría sea una manera de mirar el mundo que implique no ser crítico con la realidad, sino muchas veces todo lo contrario. Y lo segundo es que los autores simplemente contamos aquello que decidimos contar. No es necesario que metamos todos los matices ni que plasmemos el mundo en su totalidad y en su complejidad.

No considero que haya denunciado poco la realidad social y no creo que la alegría sea una manera de mirar el mundo que implique no ser crítico con la realidad

–Tu libro, Feria, es una descripción de lo que tú vives, pero también con denuncia social.

–Yo hablo de mi experiencia, de mi vida, pero creo que mucha gente se lo ha tomado como una prescripción médica; yo no propongo nada. Dios me libre de hacerte una receta de vida que yo misma considero que no es válida para todo el mundo.

–¿Hay gente que te critica sin haber leído el libro?

–Sí, y eso me da pena, porque el fenómeno ha nacido del libro. Luego en las entrevistas me hacen preguntas sobre política, y de ahí nace el personaje. Y entonces la gente me dice que voy dando lecciones de lo rural cuando ahora vivo en Aranjuez, o critican cualquier otra cosa. Y es normal que la gente también juzgue mi vida cuando lo que yo he contado en un libro es mi vida. Podía haber dicho que era todo ficción, pero quise ser honesta y contar que son mis recuerdos y mis vivencias. Y por eso se me juzga a mí como persona en lugar de como creadora.

–También se empieza a ver una evolución en tu discurso, en el que hablas más de lo personal, lo social, el amor, la alegría... ¿Te has cansado de la reivindicación política?

–En mis columnas sí que pienso que muchas veces peco de escribir de política. Lo que no quiero es escribir de politiqueo, de los líos de patio de colegio. Pero al final creo que las vidas de la gente son políticas en muchos sentidos; no están en el Congreso, no están en el debate público, pero hay que contarlas. Y resulta que las columnas más problemáticas y las más polémicas son aquellas que no tienen que ver con la política, como la del amor, en la que cuento que dos amigos se han casado después de 12 años juntos...

La escritora y periodista Ana Iris Simón en Encuentro MadridEncuentro Madrid

–¿A qué crees que se debe?

–Cuando hablas de ideas, estas pueden apelar o no a la gente. Pero cuando hablas de algo antropológico, de algo vivencial y de algo deseable, porque todo el mundo valora el amor y todo el mundo valora la amistad, provocas que la gente se piense a sí misma. Incluso me ocurre a mí, que con aquello pensé: «Es la historia más bonita del mundo y yo nunca la voy a tener». Se te abre una disyuntiva: puedes quedarte ahí, o puedes darte cuenta de lo afortunados que son algunos y alegrarte por ellos. Esa es la mirada del amor. Creo que también está muy mal visto en una sociedad tan relativista como la nuestra decir que existen el bien y el mal. Por eso yo no puedo decir que amar es mejor (porque hay quien defiende que es igual de válido casarse con uno mismo), o que tener hijos es mejor que no tener hijos, ¡aunque lo digas por una cuestión demográfica o económica! Y aclaro que pienso que es igual de lícito tener hijos que no tenerlos y que hay que respetar ambas posturas, pero también que hay cosas mejor que otras, que existe lo bueno, lo malo, lo feo y lo intermedio.

–¿A eso te refieres con que todo es político, o se convierte en político por quién lo dice?

–Yo tengo una manera de ver el mundo que es política porque he sido educada en eso, pero me hago muchas preguntas sobre la forma de expresarme. Especialmente en lo que apela a lo vivencial. Pero también creo que tiene valor lo contrario: hay quien viene a mis charlas y me dice que no se habla con sus padres, o que han tenido una experiencia traumática con el amor o ciertas experiencias que yo quizá desde mi punto de vista nunca he contemplado. Sólo uno puede elegir el lado cenizo de la vida: siempre eres libre para elegir la alegría. También escribí sobre esto, con el ejemplo de cómo dar de mamar genera molestias e incluso dolor, ¡y claro que es verdad! Pero si no encuentras una trascendencia, creas o no en Dios; si no hay un sentido que te trascienda, que te una a tu hijo... si te vas a quedar en lo material, en las molestias de agarre y en el no dormir, entonces es imposible vivir.

En una sociedad tan relativista está mal visto decir que existen el bien y el mal

–Sin embargo, a la hora de atacar, no se centran en lo material, en lo lógico, sino que apelan a lo vivencial. Tú misma decías que te echan en cara que lo que tú dices no es verdad porque ellos no lo han vivido así. «El amor no existe porque yo no lo he conocido», «volver al pueblo no puede ser bueno porque yo lo pasé muy mal»...

–Esto lo dice Pedro Herrero, que explica que ahora lo que se intenta destruir son las imágenes a las que aspirar, como la familia tradicional. A mí cuando me dicen que estoy haciendo un altar a la familia tradicional me entra la risa, porque yo hablo del divorcio de mis padres, cuento que la novia de mi padre es negra, que mi hermano es homosexual, que mi madre tiene un novio camionero, he sido madre sin casarme... ¡Qué más quieren! Ellos te meten en sus cajones categóricos, y nada que se salga de ahí les vale. Pedro Herrero, que es consultor y tiene un podcast donde habla de estos temas, lo que defiende es que se trata de abolir las imágenes a las que aspirar, porque el camino hacia ellas es doloroso. «Vamos a abolir la idea del amor, porque llegar hasta él es un proceso doloroso».

–Y por otro lado, tenemos estos lemas buenistas de «el amor no duele».

–Me resultan muy problemáticos estos temas. El amor sí duele. Y tener una familia es mejor que no tenerla, y te lo dice una persona hija de padres divorciados, que no por ello defiende la abolición de la familia. Pero estas reflexiones conllevan un trabajo y un esfuerzo, y muchas veces un dolor: hay que esforzarse para amar y hay que esforzarse para tener una familia y hay que esforzarse para un montón de cosas en la vida. Querer abolir esa realidad tampoco sirve de mucho. Lo que habría que hacer es lo contrario, decir que esto existe. Seamos realistas, tampoco vale con maquillar el trabajo que cuestan las cosas ni con dulcificar los problemas. Pero lo que tienes cuando eliminas los constructos que tienen que ver con un modelo de vida buena es el vacío y una sociedad nihilista en que cada vez hay más depresión, más ansiedad. No hay un sentido porque no se incentiva su búsqueda.

Sólo uno puede elegir el lado cenizo de la vida: siempre eres libre para elegir la alegría

–¿Ves una relación directa entre la abolición de las grandes ideas y una sociedad enferma?

–Sí, al menos una sociedad que está enfermándose. La abolición de la familia, del amor romántico, de la cultura del esfuerzo y la crítica abrasiva que hay ahora a la meritocracia... Han dado como resultado una sola certeza: no hay nada. No hay grandes ideales por los que vivir o a los que aspirar, ni caminos para llegar a ellos: no existen ni el esfuerzo, ni el amor, ni la compasión.

–¿No podemos afirmar nada?

–No nos dejan. Es una sociedad vacía de verdad, en la que todo es no solo lícito (porque por supuesto que es lícito tener o no hijos, elegir separarse o elegir estar juntos), sino deseable. Todo es como un retablo gótico, en el que todas las cosas están a la misma altura, no hay bien ni mal, no hay una receta más o menos universal. Y es verdad que no hay una receta universal sobre cómo es una vida buena, pero hombre, llevamos dos mil años en los que algo habremos descubierto, digo yo. Ahora hay que romper con todo y cada uno se tiene que buscar la vida, porque cada cual es un individuo libre y aislado que está descubriendo el mundo por vez primera. Creo que la modernidad viene de la mano de un adanismo que dice que nada vale para nada. A partir de la Revolución Francesa todo es inventar constantemente el mundo. Y en lugar de beber de las antiguas fuentes de sentido, de los clásicos, de Dios, de todo lo que ya está descubierto acerca de cómo llevar una vida buena (que por supuesto no va a ser infalible ni necesariamente te va a llevar a la verdad), tratamos de redescubrirlo cada vez, cada uno, en soledad. Somos poco humildes: nos creemos que podemos descubrir verdades que como humanidad no ha llevado milenios descubrir.

–Es propio de la época querer romper, superar o mejorar lo anterior. Pero ¿crees que vivimos un intento de ruptura total con la tradición?

–Absolutamente, al menos es lo que hay de fondo. Y de hecho yo creo que en las ideas hay también una cuestión darwinista de selección: se ha ido viviendo de una forma, que es la que ha llegado hasta nosotros. ¡Algo tendría de verdad! No estoy haciendo una enmienda a la totalidad de lo moderno; eso sería una aberración. Pero por ejemplo, la mortalidad infantil es mucho menor, como sociedad hemos avanzado en los derechos civiles de las minorías, de las mujeres... Si la sociedad avanza y mejora, ¿por qué tiene que convivir con una destrucción de todo lo anterior, con una tabula rasa y decir que a partir de aquí vamos a forjar al hombre nuevo, la nueva sociedad?

–Romper con lo anterior pretendiendo, a su vez, proponer un modelo definitivo.

–Es una paradoja que a mí me hace mucha gracia: la mentalidad progresista de la historia como cosa lineal. Al final pretenden acabar con todo lo anterior, pero fundando lo definitivo. Que ninguno de nuestros hijos pueda decir jamás lo mal que vivíamos nosotros. No hay una noción de que los movimientos son pendulares y que obviamente, si tú estás acabando de un mazazo con los valores, las tradiciones, las cosmovisiones, las ideas y todo lo que tiene que ver con tus antepasados, los que vengan después de ti van a hacer lo mismo contigo. En realidad, creo que el 90 por ciento de la gente abraza la tradición de una manera seguramente irreflexiva y natural, y quiere cenar con su familia en Nochebuena, sea creyente o no. Pero en nuestra generación hemos tenido el privilegio de pensarnos mucho. Hay un vídeo que me encanta en el que una joven le dice a una señora de 80 años que es no binaria, y ella le contesta: «Pues yo me llamo Loli». Tenemos el privilegio de poder plantearnos ciertas cosas, y ese es el germen del pensamiento crítico, pero cuando uno se dedica a pensarse a sí mismo todo el tiempo, lo que genera es neurosis.

Si la sociedad avanza y mejora, ¿por qué tiene que convivir con una destrucción de todo lo anterior, con una tabula rasa y un decir que a partir de aquí vamos a forjar al hombre nuevo, la nueva sociedad?

–También lo que se nos echa en cara es no haber tenido que «picar piedra», y ser inconformistas con aquellas cosas que no nos gustan, y tratar de cambiarlas.

–Yo creo que al final no vamos a fundar la Arcadia feliz... Al final esa utopía de Tomás Moro, o de Walden Dos, no la vamos a fundar nosotros. Cada generación y cada tiempo se enfrenta a unas luces y a unas oscuridades. Y en la nuestra tenemos la oportunidad de pensarnos tanto, pero al final por por exceso, acabamos pasándonos de frenada. Me hace gracia cuando los típicos chicos pijos vuelven de un voluntariado o de una ONG y dicen que no hay depresión ni hay anorexia, ¡pero es que esos problemas son nuestros! Son casi privilegios. Por eso se nos acusa de blandengues: hemos pensado tanto que hemos acabado en neurosis.

–¿Cómo ha cambiado tu visión del mundo desde que fuiste a la Moncloa? ¿Tratas de ser más «cuidadosa» con lo que dices y escribes?

–Creo que me ahorraría problemas, pero al final las sociedades (y las democracias) mueren mucho más por autocensura que por censura. A mí no me han censurado trabajando en medios, pero sí creo que los periodistas nos autocensuramos porque nos dan miedo las consecuencias, sobre todo en redes sociales y en nuestras carreras. Ojalá no caer nunca en eso. Hay muchos temas de los que yo no quiero hablar, porque estoy aprendiendo a callarme de aquello que no sé, y a rechazar trabajos. ¡Me llamaron para ir a una tertulia a hablar de la guerra de Ucrania! Creo que hay gente más preparada, entre otros mi pareja, aunque tenga menos seguidores en redes sociales. También me propusieron una idea de un podcast que consistía en sacar un papel y hablar de la idea que estuviera escrita, sin preparación, sin contexto, sin un trabajo previo.

–Nos creemos que la gente de Twitter es la sociedad, pero es una parte ínfima. ¿Cómo has aprendido a vivir con las críticas y las «tormentas virales»?

–Gracias a Dios, pongo cada cosa en su sitio, aunque a veces pienso que qué necesidad tengo yo de meterme en tantos líos. Sobre todo porque he escrito un libro sobre mi familia, y es contra ellos contra los que van muchas veces. Me preocupa más cómo puede afectar a mi entorno, por ejemplo a mi hermano, que en muchas cosas no piensa como yo. También me molesta que cada cierto tiempo parece que toca meterse conmigo, y suele ser gente que está muy preocupada por los cuidados, la salud mental y el respeto y la tolerancia, y luego son los primeros que insultan y acosan. Lo que me quita la tontería es saber que escribo para mi abuela y para una señora que vino y que me dijo que acababa de empezar a leer y que Feria había sido el primer libro que leía entero. Esa es la gente que me importa, no los energúmenos tuiteros.

–¿Cómo contrasta eso con ser portada del New York Times?

–Es que claro, yo podía contar una vida normal cuando vivía una vida normal. Ahora mi vida ha cambiado gracias precisamente a eso, a contar mi vida normal. Es una paradoja. Pero yo al final estoy rodeada de mi padre, que sigue teniendo una vida normal, de mi madre, de mi hermano. Cuando le conté a mi familia que iban a venir los del New York Times al pueblo, mi abuela dijo: «Nos vamos a disfrazar de andaluces, como Bienvenido, Mister Marshall». Nos reímos muchísimo, y a veces tengo ataques de realidad y pienso en lo que ha cambiado mi vida desde que estaba contigo en Telva: ni en cien años me podría haber imaginado que iba a vivir de escribir libros. Tanto lo bueno como lo malo que me he pasado con Feria se pone en su sitio: tengo a 500 cansinos dándome cera en el móvil, pero tengo que cambiarle el pañal a mi hijo: la realidad me reclama y me devuelve a lo que es real.

–¿Cómo te ha cambiado la maternidad, más allá de esto que dices de anclarte a la realidad?

–Yo tengo el privilegio de poder cuidar de mi hijo. Soy autónoma, con lo bueno y lo malo que eso tiene, pero tengo mucha ayuda: mis padres son jóvenes y viven cerca, y me ayudan mucho; soy consciente del regalo que es. También me puedo llevar a Valero al trabajo, y una cajera o una camarera no pueden hacerlo. Y cuando me tengo que separar de él, con el corazón encogido, pienso: ¿cuántas madres hacen esto cada maldito día? Cada día lo tienen que despertar, vestirlo y llevarlo a una guardería. Al final la vida no es compatible con la crianza, y no sé qué solución hay, pero sí sé que se necesitan recursos, que se amplíen las bajas de paternidad y maternidad. De hecho, está estudiado cómo los índices de fracaso escolar o de trastornos como el déficit de atención o la mala conducta correlacionan con el tiempo que hayan podido estar los padres cuidando de los hijos. Y eso es un elefante en la habitación que nadie quiere mirar.

Me meto en Instagram y me salen hasta cursos: de lactancia, de crianza respetuosa, de límites en el apego... ¿De verdad hay que tener un título para ser madre?

–Y una gran parte de tu reivindicación.

–Está muy bien que hablemos de educación, pero ¿qué pasa con las guarderías? ¿Qué pasa con una sociedad que a los cuatro meses muchas veces tiene que depositar a un bebé que no entiende nada en un sitio para que lo cuiden otros? ¿Qué pasa con el apego que se está formando entre la madre y el hijo? Hay una psiquiatra que me encanta, Eulàlia Torras de Beà, que tiene un libro sobre por qué las guarderías son perjudiciales para los bebés. Y hay unos cuantos políticos que todo el rato están hablando de defender la familia, pero que, en la práctica, no ponen en marcha políticas materiales. Y por otro lado tenemos una izquierda que no se atreve a defender la familia porque tiene un montón de tabúes al respecto. Incluso habla de abolirla. Es una tragedia que no haya nadie que se atreva a decir lo que pasa: más allá de ideologías, todo el mundo tiene una familia, o quiere tenerla. Pienso también en los inmigrantes que están aquí solos, sin ningún tejido familiar que los apoye, o en los jóvenes que se desplazaron de provincia y ahora tienen que criar a sus hijos solos. El libro Dónde está mi tribu, de la filósofa Carolina del Olmo, habla de cómo ha desaparecido la familia extensa, que era la del pueblo, en la que participaban todos, para dejar paso a la familia nuclear, que es padre, madre, Thermomix y perrito. Ahora los individuos están más desvalidos que nunca, sin ayuda, sin referentes y sin sentido, teniendo que externalizar y pagar por es ayuda. Muchas veces la modernidad consiste en pagar por aquello que antes se hacía gratis.

–¿Se necesita a un pueblo para criar a un hijo?

–No sé si se necesita, pero desde luego es deseable. Además ahora parece que además de madre tienes que ser experta en maternidad, porque yo me meto en Instagram y me salen hasta cursos: curso de lactancia, curso de crianza respetuosa, curso de límites en el apego... ¿De verdad hay que tener un título para ser madre? También creo que se profesionaliza todo y la exigencia que tenemos también respecto a ser padres y madres está totalmente mediada por el mercado, lo que provoca que tengamos experiencias súper frustrantes y que alarguemos mucho la idea de tener hijos porque pensamos que tenemos que tener unas capacidades, no ya económicas, sino intelectuales.

–En el libro Neorrancios te acusan de pertenecer a una izquierda conservadora que se espanta ante la pérdida de su hegemonía. ¿Seguimos inmersos en estas dialécticas de «buenos y malos», de «conmigo o contra mí»?

–Creo que hay mucha gente a la que las ideologías y los políticos no les satisfacen, porque la ideología ni siquiera sirve a sus necesidades. Pero lo que me pasó a mí es que me dije, ¿y si a lo mejor no tengo que delegar en la batalla dialéctica de la política todas mis expectativas? Yo entiendo que antes también existían ideologías, siempre han existido, pero no eran una secularización de aquello que ordenaba la vida y le daba sentido. Ahora tenemos que hacer un camino en el cual muchos se pierden: antes se daba por hecho que tu ideología no definía aquello que tú eras, porque había otras fuentes de sentido. Y esto ha ocurrido hace muy poco tiempo, porque yo recuerdo que antes del 15M no existía esta polarización social.

Antes se daba por hecho que la ideología no te definía, porque había otras fuentes de sentido. Y esto ha cambiado hace muy poco tiempo, porque antes del 15M no existía esta polarización social

–¿No crees que ese despertar era necesario precisamente porque hay algo previo que se ha roto en la sociedad?

–Creo que nuestros abuelos vivían con eso despierto, y de una forma natural. También porque trabajaban aquello que se iban a comer. Pero yo puse toda mi esperanza en el 15M y en Podemos, porque ellos nos hicieron una promesa y nos generaron una esperanza. Eso es lo que me ha pasado: que yo he acudido a la ideología en busca de sentido. Y me empecé a desencantar cuando trabajaba en Vice, y me di cuenta de que estaba viviendo de acuerdo a cosas que no existían, que se deshacían al aplicarlas a la realidad. Eran ideas incluso disfuncionales, que me hacían infeliz. Y tuve también la capacidad de decir: «Esto no me vale».

–También hay mucha valentía en darse cuenta de que los valores a los que nos aferrábamos no responden a la vida.

–A mí por ejemplo me costaba mucho comprender que los liberales no eran malos. Estaba convencida de que eran malas personas, simplemente por tener ciertas ideas. Llegas a encerrarte tanto en ti mismo... Ahora pienso lo mismo sobre sus ideas (es decir, no las comparto), pero he levantado y expandido la mirada. O eso intento. Pero es que eso es lo que propone la ideología: cuando la conviertes en depositaria de todos tus misterios y todas tus virtudes, realmente no te interpela. Puedes incluso insultar y arruinarle la vida al que piensa diferente, y no tener ninguna responsabilidad. Porque «no es de los nuestros». Pero al final del día, la vida consiste en mirar al otro a la cara y en reconocer lo común, lo que nos une, y no lo que nos separa.