J.A. González Sáinz: «Cuando todo está lleno y abarrotado, es bueno trazar líneas de fuga»
El escritor, cuyo último libro es La vida pequeña: el arte de la fuga, afirma que «cuántas veces hemos aprendido que en las pérdidas hay un reencuentro posterior. Y hablo en este caso de la espera que este mundo está haciendo desaparecer: el sentido de la espera»
No atiende esta entrevista como un trámite más, algo que intuyo no suele hacer con casi nada, sino que se dirige a este encuentro con auténtica amistad, y eso lo hace notar en que la agradece como un descanso y lleva a la periodista al lugar donde se conduce a los amigos, la cocina. Tiene un gran ventanal que abre para que entre la luz y el aroma del jardín, lo hace con la naturalidad del que abre los pulmones para respirar. Habla bajo, tanto con la voz como con los movimientos de sus manos, y mira tierno, tanto con sus ojos como con sus palabras.
Fuera se encuentra su fuerza, su voz y sus manos, Graziella Fantini, que va cerrando las puertas de otras salas donde han convocado a tantos compañeros que empiezan a sentir este lugar como casa. Esta es La vida pequeña que José Ángel González Sainz anhela, mirándole no hace falta leer el libro que publicó en Anagrama y del que ya hay cuatro ediciones. Pero háganlo, si quieren disfrutar y darse al arte de la fuga, esa que lleva al interior de uno mismo y que solo deberíamos hacer de manos de buenos testigos y grandes complicidades
–Agudizar la mirada sobre la realidad supone en muchas ocasiones entrar de lleno en una paradoja: la de disfrutar las cosas de este mundo y a su vez sufrir con mayor conciencia por su finitud, por su decadencia… ¿La vida pequeña tiene en cuenta esta tensión?
–Tocas cosas graves y fundamentales, pero depende seguramente de la posición desde donde mires. El riesgo de lo que no sabemos de estas cosas es ponernos a hacer teologías. Pero mi posición es muy existencial. Este rato es hermoso y esas acacias son estupendas y oímos a los pájaros y eso es maravilloso, y deseo que continúe. Lo puedo nombrar y puedo decir «cielo» y puedo inventarme una red de capacidades poéticas que me construyan un sistema de consuelo. Luego la capacidad que uno tiene de consolabilidad puede ser muy grande o puede que no te consuele, eso ni nada, porque lo que nosotros vemos es que este momento se acaba, y las desgracias y las maldades, así como que uno enferma y muere, y que eso es tremendo. Podemos situarnos ante ello 'a pelo', o podemos pensarlo más y crearnos un sistema que nos proporcione fuerza.
–¿Como la religión?
–La religión, en su sentido más amplio, es un sistema unitivo que da sentido, que busca el sentido de las cosas, que busca que esto trascienda. Y sobre todo, algo que a mí me maravilla: la religión ayuda a ir de lo más concreto, rozado y entrañado, a lo más sobrenatural. No sé si eso es misterio, paradoja… Pero está en las religiones, esa cosa del despojamiento de la nada, y de esa nada hacerlo todo. Cuando san Juan de la Cruz se despoja y todo es nada, esa nada tiene una gran potencia carnal material. Si lo ves desde el punto de vista meramente estético, pues bueno, toda estética llega un momento que pierde su capacidad expresiva porque ha desgastado sus signos, sus símbolos, sus formulaciones y necesita despojarse.
–¿Qué lugar ocupa la palabra en este sistema de significación?
–Es una búsqueda, y esta búsqueda no acaba nunca. A veces en esta búsqueda hablamos con cosas que nos parecen reales, pero hay que seguir buscando porque las palabras, que son los elementos mismos con los que buscamos, se pueden enrocar, pero hay que seguir siempre persiguiendo a la cosa en sí como un intento de restitución, aunque sea artificioso. Empieza en el mismo momento en que nombramos, en el mismo momento en que hacemos las primeras imágenes en una cueva en la edad del bronce. En ese momento empieza el artificio, porque el lenguaje y la imagen son artificios: en el mismo momento en que lo nombras, el nombre de Dios también, ya parece que es. Si no nombras te reduces a un sistema puramente contemplativo o místico de las cosas del momento. Pero los artificios de la palabra son intentos que cuanto más poéticos, mayor posibilidad de náufraga; es decir, con cualquier artificio, con cualquier nominación de las cosas, nunca vas a llegar a la cosa, pero la idea es llegar un poco más allá. Pero naufragas luego, porque al final morimos y las estéticas fracasan, lo que pasa es que si luego lo dejas pasar mucho tiempo y lo vuelves a leer, vuelve a brotar la idea.
–¿Qué idea es la que querías que brotara en esta vida pequeña?
–La idea de la fuga y huir a la realidad. No se trata de irnos de la realidad a la ideología, a la fantasmagoría. Cuando haces una fotografía o pintas un cuadro o consigues escribir algo has creado una cosa nueva, pero has matado lo que había antes: la pura desnudez sin palabras. Yo consumo muy pocas imágenes porque me apabullan cada vez más y me agotan hasta los libros que tengo en casa y, gracias a Dios, tengo muchos amigos, pero no puedo estar con ellos el tiempo que me gustaría. No da uno de sí nada y todo se está llenando de ruido. Todo está tan lleno y somos tan incapaces de algo tan elemental como quedarnos sentados tranquilamente aquí… Yo muchas veces le digo a algunos amigos: «Tú no aguantas estar sentado un ratito aquí a la sombra, no aguantas, porque necesitas llenarlo todo de cosas». En ese sentido, al ver que todo está lleno y abarrotado, pensé que era bueno trazar líneas de fuga; líneas de fuga que luego ridiculizo muchas veces. No se trata de irse al fin del mundo para encontrarse. La fuga fundamental es interior y puedes hacerla en tu cocina… o saboreando un bote de mermelada. ¡Cuántas veces Graziella hace una mermelada riquísima y yo me la tomo así, rápido, como si nada, sin pensarla!
Me maravilla la religión, que ayuda a ir de lo más concreto, rozado y entrañado a lo más sobrenatural
–Y a la mermelada y a estar sentado en esta cocina contemplando las acacias ha dedicado su último libro, o más bien, a preparar la mirada y la presencia de cada uno para tratar con respeto todo aquello con lo que se tope…
–Creo que con este libro está pasando así y estoy contento. Hay personas que se sienten leídas por el libro, porque, por una parte, somos nosotros los que leemos los libros, pero también son ellos los que nos leen a nosotros; sacan cosas de nosotros. Es el misterio de la relación con la escritura, como con la imagen. A veces se produce eso que Guadalupe Arbona llama acontecimiento. Los autores son muchísimo más que las personas que lo escriben, por eso yo me siento un poco incómodo. Porque el peligro es que yo haga recetas de este libro, que se ha elaborado en una operación de escritura que es mucho más que la persona; es lo que oye, el momento, la inspiración, las voces… Todo ello, cincelado por el trabajo hasta llegar al fruto, que no son chorizos todos hechos de la misma manera.
–La fuga, dice, es interior, pero a su vez requiere del lugar donde hacerla posible. De nuevo la paradoja, dentro y fuera. Lo expresa en La vida pequeña como ejercicio que no hay que ahorrarse: buscar el lugar donde amar, trabajar, morir… Y usted se ha ido a Soria.
–Yo viví aquí muy poco de pequeño, pero el poder que todavía tienen para mí cada día la luz o el frescor es importante. Por ejemplo, ayer la tormenta trajo el olor de la siega, ese olor maravilloso… Estas cosas que se dan aquí para mí son muy poderosas porque están ligadas a mi infancia; sabía que quería venir aquí. Pero podría haber sido otro sitio. Coincide con el lugar donde nací, pero yo podría haber nacido en otro lugar, porque mi padre era veterinario. No se trata de esa pertenencia, sino del lugar en sí. Yo tenía que haber venido mucho antes porque para mí era todo demasiado en Italia desde hacía mucho tiempo, sabía que tenía que marcharme, pero no era fácil. Creo que cada vez que uno se desterritorializa, gana, y sobre todo tiene la ilusión de empezar de nuevo: la ilusión de empezar de nuevo es extraordinaria. No se trata de asegurar la raíz, un concepto que no utilizo mucho, sino de cuidar el árbol, con sus hojas, su cambio a través de las estaciones. En esto del lugar hay que tratar de evitar ciertas tentaciones, como la de ir a una ciudad muy hermosa, a «ciudades de postal». Toda ciudad tiene su pelea, no hay paraíso más que el interior, y algunos exteriores; pero para mí es importante la capacidad de silencio, la relación más o menos directa con la naturaleza o con el campo. Las mejores ciudades son aquellas de las que puedes salir enseguida.
Para mí es importante la capacidad de silencio, la relación más o menos directa con la naturaleza o con el campo
–En su libro da valor a la belleza, porque también tiene sus conveniencias. Si no es la de postal, ¿hacia dónde mira entonces?
–La belleza son intentos de comprensión, algo así como la necesidad de relación con algo exterior, como si algo fuera de mí me pidiera relaciones. Me gusta personalizar las cosas, que algo fuera me llama tanto que yo le pido conocerla más, tener un trato. Lo bello fuera de ti puede ser muy variado, puede ser una rosa o un jardín japonés, pero puede ser también la desgracia…
–Nombra en un momento de su obra la sospecha de que haya algo que sostiene la existencia… ¿Qué rostro tiene para usted esa sospecha?
–Me lo pregunto yo también muchas veces, y no sé cuál va a ser la evolución, si hay una evolución o si no la ha habido nunca. Para responderme a eso debo esperar... Nací en el seno de una familia cristiana sin alharaca. Mi referencia en el cristianismo es mi abuela, a la que adoro, una mujer buena. Mi abuela paterna, inmensamente sencilla, tan sencilla que nunca hacía ostentación de nada. Era muy religiosa, pero con una religiosidad muy suya, muy propia, muy sobria. Otras personas de mi entorno han sido más vociferantemente católicas, pero mi referencia es ella, y esas referencias están ahí siempre, actuando, vivas. Los modelos de la infancia son poderosos no por lo que decían sino por cómo actuaban. Volviendo a la pregunta, no lo sé, quizá no necesito darle nombre. Soy completamente consciente de que se puede leer desde el rostro de Dios, me parece correcto, pero yo no lo sé y ese no saber no me deja insatisfecho, quizá algún día lo sepa…
–¿Es machadiano?
–El Dios de Machado me es bastante cercano, y el de Spinoza. La tutela última y el sentido último de todos esto me supera por completo. Lo que no me supera es el ir buscando, que a veces se parece mucho más a lo que no necesitamos dar nombre. Lo más valioso es poder dar valor a la existencia, a las cosas. Ahí somos siempre pobres, pero lo primero es darse cuenta de cada cosa y tratar de instrumentalizar lo menos posible lo que nos rodea. Y de esta manera incluso la pérdida es valiosa, los reversos también pueden ser valiosos. Cuántas veces hemos aprendido que en las pérdidas hay un reencuentro posterior. Y hablo en este caso de la espera que este mundo está haciendo desaparecer, del sentido de la espera. Yo recuerdo a mi abuela estar allí, por la noche, con la ventana abierta, esperándome, y su alegría cuando el niño travieso que era yo volvía. Los niños ya no saben esperar y nosotros necesitamos hacer todo inmediatamente; estas desapariciones antropológicas son graves. Ni elaboramos los deseos, ni elaboramos las pérdidas, ni nada. Pero si logramos esperar, el deseo logra hacer más bondadoso todo y crea un nuevo tipo de hombre.