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El buque escuela Juan Sebastián Elcano en la ría de Pontevedra

Cinco días en el Juan Sebastián de Elcano, un pedazo de España en un velero bergantín

Narración de un viaje desde la Escuela Naval Militar de Marín a Cádiz y al interior del centenario buque escuela

El pasado julio tuve la fortuna, entre otros noventa privilegiados, de embarcar durante cinco días en el buque escuela Juan Sebastián de Elcano en su travesía de Marín a Cádiz.

El anciano bergantín goleta (tiene casi cien años), levanta pasiones allá donde va, y no es para menos, pues aún con su centuria encima es imponente, precioso, emociona solo estar cerca. Por su belleza, y por todo lo que representa. Esa España que amamos, esa España de tradiciones y unida como la dotación que allí conocimos. Una pequeña familia que nos acogió en su seno con gran alegría y generosidad.

Literas de tres alturas

Tras pasar el día en un Marín engalanado por las fiestas de la Virgen del Carmen, embarcamos en el muelle de la Escuela Naval Militar, un sueño cumplido que ha superado todas las expectativas. Esperando a zarpar, los invitados curioseábamos todo a nuestro alrededor. Los más valientes subieron a toldilla (la zona más a popa sobre camarotes de los oficiales y el comandante) y algunos incluso se aventuraron a subir al puente. Poco a poco nos fueron acomodando en nuestros camarotes en el sollado de guardiamarinas, que habían desembarcado días atrás al finalizar el viaje de instrucción que realizan en su tercer curso en la escuela. ¡Suerte ser mujer! Mi estrecho camarote tenía una litera de tres alturas y baño incorporado. Los cerca de sesenta hombres invitados tuvieron que compartir baño y descansar en las hileras de literas de tres por tres cuya altura a más de uno le impediría dormir de lado.

Vista del Juan Sebastián de Elcano desde la popa

A media tarde los remolcadores se fueron acercando para sacar al buque escuela del muelle. Desde toldilla, saludé a la dotación de uno de ellos y me respondieron amigablemente con un: «¡Buena travesía!». Pero no fueron los únicos, varias decenas de barcos de todo tipo nos acompañaron mientras abandonábamos el puerto deseándonos buen viaje.

Ya en mar abierto, mientras nuestros pequeños acompañantes iban quedando atrás, descendimos por las elegantes escaleras a la cámara de guardiamarinas para recibir por parte de uno de los oficiales algunas nociones sobre seguridad en el barco. La pequeña sala, digna de ver, cubierta de sublime madera, que en las largas travesías hace las veces de comedor, aula de estudio y sala de recreo, sigue exactamente igual que en 1928, cuando el barco realizó su primer crucero de instrucción. Allí hemos pasado mucho tiempo, entre los briefings mañaneros de meteorología y derrota, la clase de orientación con el sextante, las horas de las deliciosas comidas (para sorpresa de muchos) y alguna que otra interesante clase de historia o navegación.

El interior del Elcano

El interior del Elcano, que tuvimos oportunidad de disfrutar durante toda la travesía es una maravilla, es un museo flotante, digna embajada de España. Pero lo mejor, de lo que más hemos gozado todos los que estábamos allí por primera vez, ha sido el exterior. El mar, de ese intenso y precioso color que solo se ve lejos de la costa; los amaneceres y puestas de sol, que se han grabado en nuestras retinas y a los que los cientos de fotos que hemos hecho jamás podrán hacer justicia; las largas conversaciones sentados en los bancos de la toldilla o en popa al lado de la guardia de guindola, mirando al gran azul, con las velas sobre nuestras cabezas y el imponente buque como escenario. Esa belleza, la belleza de la creación, de la que hemos disfrutado esos cinco días en Elcano, quedará para siempre en nuestros corazones como una herida. Una herida, sí, porque tanta belleza duele.

La dotación engalanada con sus blancos uniformes, tras las salvas a la Virgen del Rosario, con los veleros y demás embarcaciones que engalanadas con grandes rojigualdas nos acompañaban

Pero no solo nos ha herido la belleza de la naturaleza, también la de la enorme categoría humana que hemos encontrado entre la dotación y entre los invitados. La de los oficiales que nos han acompañado y enseñado, la del comandante que nos ha consentido para que pudiéramos disfrutar del navío en todo su esplendor, la de la marinería que nos ha servido siempre con una sonrisa, la de la banda que nos ha amenizado cada noche durante sus conciertos en el alcázar a la caída del sol, la alegría pegadiza del cocinero y la de la complicidad y el afecto que se creó rápidamente entre todos los invitados, conscientes, como éramos, de lo privilegiado de nuestra situación. Cada uno en su puesto, cumpliendo con su labor, pero todos uno.

El pueblo de Cádiz esperando

Toda esa belleza fue evidente el último día cerca del puerto de Cádiz, cuando ya nos invadía la nostalgia por los días pasados. Nostalgia aliviada ligeramente por lo emocionante de la llegada a puerto, con toda la dotación engalanada con sus blancos uniformes, tras las salvas a la Virgen del Rosario, con los veleros y demás embarcaciones que engalanadas con grandes rojigualdas nos acompañaban, la banda de Elcano tocando alegres melodías y, sobre todo, la multitud esperando en el muelle. El pueblo de Cádiz esperando a su querido bergantín goleta. A nuestro querido bergantín goleta, pues desde ahora es también un poco nuestro, un poco de cada uno de los que hemos tenido la suerte de embarcar en él, como tantos otros en estos últimos cien años, porque el Elcano es España. Es como a muchos nos gustaría que fuera la España que amamos.