Fundado en 1910

La Celestina en el Teatro de la ZarzuelaElena del Real / Teatro de la Zarzuela

Estreno fallido de «La Celestina» en el Teatro de La Zarzuela

El público acogió con frialdad la versión de concierto de la ópera de Felipe Pedrell en la inauguración de la temporada del Teatro de La Zarzuela

No ha comenzado bien del todo la nueva temporada del Teatro de la Zarzuela. Lo que se suponía iba a ser la recuperación, con toda justicia, de una obra mayor del repertorio lírico español se ha saldado con un cierto fracaso que tiene que ver, sobre todo, con el tratamiento que se le ha otorgado a un hecho que, bajo otras circunstancias más propicias, debería haber alcanzado el rango de verdadero acontecimiento cultural. Al menos se tenía que haber intentado.

Mucho se ha hablado estos días (en los cenáculos musicales madrileños, se entiende) de los innegables valores que La Celestina de Felipe Pedrell contiene; de la intensa e inútil campaña llevada a cabo por su discípulo, Manuel de Falla, y otros, para que la obra se estrenara en algún momento; de las múltiples y variadas contribuciones de Pedrell para hacer de este páramo intelectual una nación interesada en conocer y apreciar sus propias raíces musicales y a insertarse en el mundo mediante un corpus de composiciones que, buceando en su rico patrimonio histórico, popular y culto, se integrasen en formas modernas, adecuadas al espíritu del momento. Sin embargo nada de eso ha servido ahora para garantizar que el público actual, 120 años después de su creación, pudiera evaluar en su totalidad las virtudes de esta obra, al menos formarse un criterio más acabado sobre su idoneidad para figurar en el repertorio.

En primer lugar, han faltado ambición, interés y compromiso para servir La Celestina, en su estreno mundial y en el teatro que reivindica con merecimiento ser el depositario y principal divulgador de las esencias del teatro musical español, como era menester. Aguardar un siglo con esta ópera en el cajón para proponer ahora una desangelada y gris versión en concierto, con todos los solistas pegados a la partitura, sin un mínimo movimiento escénico, resulta decepcionante. ¿Para qué, entonces, la orquesta en el foso? Este tipo de propuestas ya no funcionan, hay que ver lo que la temporada pasada la Orquesta de la RTVE y la ONE lograron con sus respectivas óperas en versión semiescenificada, con unas respectivas «mise en espace», como las denominan con toda propiedad los franceses, magníficamente resueltas. La Zarzuela no es un teatro de segunda división.

Era absolutamente preciso haberse esmerado con una gran producción, encargada a algún director de escena con conocimiento de causa

Pero ni siquiera eso era lo que cabía esperarse ahora. De resucitar La Celestina había que haberlo hecho volcando todos los recursos del teatro, que no son menores, para crear todo un acontecimiento cuyo eco, en la medida de lo posible, traspasara nuestras fronteras. Era absolutamente preciso haberse esmerado con una gran producción, encargada a algún director de escena con conocimiento de causa (cierto, son pocos hoy, pero alguno hay) y con una difusión en los medios como seguramente obtendrá el siguiente título de la programación.

En contra se argumentará lo de siempre: que sale muy caro, o que el interés es relativo. Ya se ha dicho, La Zarzuela cuenta con recursos suficientes, no estamos hablando del Teatro Circo de Albacete, y sobre todo tiene el deber de velar por la divulgación del patrimonio lírico español en las mejores condiciones posibles.

Hay como una especie de fiebre en los centros públicos de producción por ver quién da más, una carrera por llenar de contenido, sea el que sea, una programaciones extensísimas en cantidad. Pues no debiera tratarse de eso únicamente. Si es preciso eliminar algunos de esos espectáculos superfluos, o de reducir en algún título el amplio cartel, suprimiendo la enésima reposición de obras que ya se han visto no hace tanto, para centrarse en presentar adecuadamente el estreno mundial de la creación de un músico importante, basada además en una de las obras mayores de nuestra literatura (luego nos llenamos la boca para hablar de lo bien que los ingleses lo han hecho con Shakespeare), se hace y ya está. El que programa solo tres títulos y se juega la suerte de su continuidad al albur de la taquilla se atiene naturalmente a lo más popular, «lo que se vende», pero un teatro público no depende de la tiranía del aforo; aunque es cierto que los políticos están cada vez más pendientes de estas cosas, la calidad les preocupa menos.

La Celestina en el Teatro de la ZarzuelaElena del Real / Teatro de la Zarzuela

En el apartado estrictamente musical no diremos que el teatro echase el resto (aquí se ve constreñido por la siempre limitada nómina de cantantes patrios, no todos disponibles), aunque de partida se contara con unos mimbres más que solventes. Tampoco los resultados han sido convincentes del todo. La arriesgada apuesta inicial de la estupenda mezzo Ketevan Kemoklidze como Melibea se saldó con una previsible sustitución. Maite Beaumont, que tras la cancelación se hizo cargo de este rol fundamental, motor de la acción, es una cantante sensible y musical, pero no la intérprete que requiere este complejo personaje, lleno de aristas, concebido para un instrumento más pleno que el suyo. En cambio la Melibea de Miren Urbieta, una de las sopranos españolas más interesantes de hoy, resultó ideal, aportando momentos de gran intensidad, como el trágico desenlace, con una voz al servicio de las cuitas de la joven enamorada, rica, amplia, expresiva.

Pedrell plantea para su Calisto una tesitura casi imposible que dejó desarbolado al tenor vasco Andeka Gorrotxategui, poseedor de una voz importante que apenas logra domeñar. No se anunció afección alguna, por lo que su inadecuado desempeño cabe suponerse a la imposibilidad de hacer justicia al rol a partir de los medios disponibles. La afinación, inestable desde el primer momento, se perdió por el camino a medida que fue avanzando la función, la dureza de una emisión que se antoja agarrotada, sin liberar del todo, y un fraseo desprovisto de matices, complicaron su desempeño hasta concluir como buenamente pudo.

La Celestina en el Teatro de la ZarzuelaElena del Real / Teatro de la Zarzuela

Por contra resultaron plenamente adecuados los retorcidos criados, Sempronio y Parmeno, confiados a Juan Jesús Rodríguez y Simón Orfila, respectivamente. Qué lujo poder escuchar al fin una voz de barítono de verdad, recia, rotunda y viril, como la de Rodríguez, al servicio de un intérprete más expresivo de lo que a veces se le concede (en ocasiones parece como si debiera hacerse perdonar por esa voz que hasta la Scotto ha juzgado única). Estuvo pletórico, como el año pasado en Los Gavilanes. Escuchándole junto a Orfila, un barítono-bajo siempre rutilante, incisivo, preciso en el acento, con caudal más que suficiente, algún aficionado soñaría con poder cambiar de escenario y escucharlos a ambos en el dúo de Ezio y Attila de la ópera de Verdi: ambos podrían realizar un magnífico programa con arias y dúos bien escogidos.

Los roles comprimarios estuvieron muy bien servidos, como casi siempre, y el Coro mostró sus estupendas credenciales con una labor complicada de partida: Pedrell le otorga un protagonismo esencial, al que las voces responden más que adecuadamente. Tienen suerte los dos teatros madrileños con sus estupendas masas corales, déficit histórico de las temporadas españolas.

Expuesta sin prejuicios, la obra contiene luces y sombras que seguramente determinaron su suerte

Al frente de una inspirada Orquesta de la Comunidad de Madrid estuvo el siempre eficaz García-Calvo, al que a menudo se le hace lidiar con empeños de gran compromiso con resultados siempre interesantes: no es un desdoro, si no todo lo contrario, seguramente se trata del reconocimiento a un músico honesto, serio y riguroso, que sabe cómo implicar a las orquestas en las labores más complejas. Contar con él es una garantía de seguridad, por eso se echa en falta su presencia en los otros grandes teatros españoles, donde a menudo se convoca a directores italianos sin nada importante que decir.

Aquí, García-Calvo tenía la papeleta de exponer, sin la ayuda de la escena, desnuda de otros elementos que la explicaran y le proporcionaran su justo sentido, una partitura inédita para el público, salvo por los intentos parciales que en su día propiciaron Pau Casals y Ros-Marbá al servir algunos fragmentos de la magna obra de un Pedrell que en este país cainita, en su empeño por hacer convivir la música catalana en un recipiente más ambicioso, el de una gran música nacional que sin renegar de sus distintos orígenes supiera darles una forma y un contenido modernos, fiel a los preceptos estéticos de su tiempo, hubo de vérselas, por un lado, con el nacionalismo catalán más recalcitrante que lo tildaba de felón, y por otra con esa parte del centralismo que renegaba de cualquier aportación que pudiera exacerbar la identidad singular de las regiones.

Es lo que dice Ramón Andrés en uno de sus últimos libros: «En este país, al que se le dan tan bien las trincheras, todos estaban y aún están con las manos sucias y pringosas de empuñar el odio». Y no, no puede creerse que el estreno tanto tiempo postergado de esta Celestina pueda atribuírsele a alguna mano negra que recelara del compromiso político de Pedrell, con unos o con otros. Expuesta sin prejuicios, la obra contiene luces y sombras que seguramente determinaron su suerte. Empalidece seguramente frente a los fulgores de los grandes títulos de su tiempo. En aquellos tiempos la ópera funcionaba como el cine, se apostaba por los títulos que tenían más gancho en el público porque los empresarios arriesgaban su dinero, no había subvenciones como ahora, ni conciencia sobre la necesidad de rescatar el patrimonio histórico. La taquilla era dueña y señora. Gustaban las ópera de Giordano, Puccini y Cilea, y encandilaba la zarzuela, así que quedaba poco espacio en el medio para algo extraño que se proponía como la «nueva ópera española».

Ensayo de La Celestina en el Teatro de la ZarzuelaTeatro de la Zarzuela

Tampoco se le hizo mucho favor a Pedrell considerándolo como «el Wagner español». No se aprecian en La Celestina grandes influencias del compositor alemán, y sí quizá más de los propios veristas o de Debussy. Y sobre todo no hay trazos de la gran música del autor de Tristán e Isolda. Hay aquí un noble intento por aplicar esa fórmula ya comentada de traer lo culto y lo popular de las músicas antiguas españolas, de toda esta gran nación, y servirlo con oficio e inspiración en un recipiente moderno, adecuado al estilo de la época.

Después de un primer acto intrascendente, aburrido, en el que no sucede nada desde el punto de vista musical, Pedrell logra elevar su discurso a partir del segundo, con una conclusión de gran efecto. En el tercero y cuarto, a medida que el drama cobra su fuerza ya imparable, oscureciendo sus contornos, la música se torna más expresiva hasta ese final que alguno comparará con el Liebestod de Isolde, en el que Melibea adquiere su definitiva dimensión trágica gracias al poder sugestivo del discurso musical, aquí de una notable plasticidad. El público respondió con frialdad, y en el primer descanso hubo una pequeña desbandada. Lástima de una representación. ¿Quedará postergada para otro siglo?