Centenario de la muerte de Proust
'Los Placeres y los Días', el esbozo inconsciente de 'A la Busca del Tiempo Perdido'
El primer libro del joven Proust comprendía el máximo anhelo y forma poéticos que acabarían alcanzando su cumbre en la prosa inacabable de la mayor novela del siglo XX
En 1896 Marcel Proust tenía 25 años. Había estudiado Derecho y Filosofía y desdeñaba una ocupación que en parte chocaba con una mala salud latente. Escribía a retazos en los periódicos y las revistas. Impresiones, críticas, traducciones, empezaba novelas que se detenían, temerosas.
La ínfima notoriedad alcanzada tras la publicación de Los Placeres y los Días, su primer libro, una dispar colección de buena parte de lo publicado hasta el momento, confirmó la imagen que de él se tenía en los ambientes periodísticos y literarios parisinos: la de un frívolo gacetillero (¿acaso un Marcello felliniano de La Dolce Vita?) sin mayor sustancia.
Aparece una señal del monstruo
Desde luego la heterogeneidad de la compilación, empezando por el título, no ayudaban a crearse una impresión distinta. Pero Los Placeres y los Días, solo esa frase (también, por supuesto, el contenido), comprendía en realidad el máximo anhelo y forma poéticos que acabarían alcanzando la cumbre en la prosa inacabable de A la Busca del Tiempo Perdido, demostrando que era posible que una cursilería (nada vacía) fuera germen de la mayor novela de un siglo.
Las ilustraciones de Madeleine Lemaire, pintora de moda entonces, amiga del autor de su propio salón, o del de los Heredia o del de Lydie Aubernon de Nerville, donde se iban formando, como en barro en la mente del escritor, prefigurados en estos placeres, las Albertines, los Swanns o los Charlus, la vida mundana, la crítica de los espectáculos, de arte, el prefacio halagador de Anatole France, otro amigo, contribuyeron al fácil callejón sin salida en el que se ubicaba al joven y anónimo autor.
Pero, ¿podía ser este párrafo: «¿No es la ausencia, se pregunta, para quien ama, la más cierta, la más eficaz, la más viva, la más fiel, la más indestructible de las presencias?» del relato La Muerte de Baldassare Silvande, ¿una señal mayor de lo que se escondía entre todos esos «dolores elegantes»? A veces, en el esquema impresionante de A la Busca del Tiempo Perdido que es Los Placeres y los Días, aparece una señal del monstruo que empezó a nacer cuando su creador empezó a morirse.
Todos los achaques de la original fragilidad de Marcel Proust estaban dentro de él, como todos los materiales del edificio por donde un siglo después continúan correteando los lectores como niños furtivos irrumpiendo en la casa de Madame Verdurin. Charles Maurras reconoció «la diversidad de talentos» que saltaban de las páginas de estos placeres, como Huckleberrys que fueron libres en sus papeles originales y después se mostraron incómodos en el hogar de la viuda Douglas.
Lo que hizo el desgraciado y universal Marcel fue domar sus propios talentos, salvajes, cursis, distintos y promiscuos para cuidarlos. Con paciencia infinita, inconsciente por las turbaciones del tiempo perdido, los afinó como a un violín, los cepilló como a un caballo, los absorbió como si fueran la misma enfermedad que él devolvió depurada en un viaje interminable, impresionista, de largos párrafos donde se suaviza la furia y se concentra la distracción del mismo modo que no permite al lector salir de ellos, atrapado entre los símbolos y los recuerdos.