«Cúchares», el matador que nunca recibió una cornada y dio nombre al toreo moderno
«El arte de Cúchares», apodo del torero Francisco Arjona, es como se llama a la preponderancia de la faena de muleta que impera desde entonces en la tauromaquia en detrimento del capote y las varas
No se sabe por qué a Francisco Arjona Herrera le pusieron de sobrenombre «Cúchares», pero así, casi desde la improcedencia, pasó a la historia del toreo. A su padre, banderillero, le llamaban «Costuras», y como le pasó a Picasso con su progenitor, también pintor, el hijo superó los talentos de la profesión familiar para convertirse en mito.
Si el malagueño pintaba a los doce años mejor que cualquier colega de cuarenta, lo mismo le sucedía al sevillano, nacido en Madrid, que a los doce ya toreaba en la Escuela de Tauromaquia de Sevilla con la admiración de su maestro, el mismísimo Pedro Romero, quien así hablaba de él al conde de la Estrella:
"...cada vez va adelantando más, pues hace cosas increíbles, en su corta edad, que es de doce años, y su estatura pequeña, pero es muy mañoso. Hoy día de la fecha hubo tres novillos de tres años propios para él, se hartó de poner pares de banderillas y las pone lo mismo a una mano que a otra; los torea muy bien con la capa, arma su muleta y toma una banderilla por espada, le da uno o dos pases, y le da su estocada muy bien puesta. No le hago favor ninguno en la relación que de él le doy”.
Superhéroe torero
En 1835, con 16 o 17 años (no se sabe con seguridad el año exacto de su nacimiento), era el banderillero bonito del matador Juan León, figura de la época, una condición que superó tres años más tarde, convertido ya en matador. En 1841, en su segunda temporada, ya era el torero más famoso y cotizado y continuó siéndolo durante toda la década en una mezcla perfecta de simpatía, popularidad y clasicismo.
Mientras sus rivales eran heridos (también muertos, como Roque Miranda) él permanecía indemne como un superhéroe torero. Famosa fue su rivalidad con José Redondo «Chiclanero», a quien se le reconocía mayor clase que a Cúchares, quien no aceptó aquella inferioridad teórica y real.
Dicen que hasta fingió una lesión en la rodilla para sobrellevar el duelo con su antagonista superior. Cossío escribió: «Muchos pensaron que era expediente para disculpar su inferioridad, y más viendo que si le impedía torear con buen arte en la plaza, no le estorbaba para contratar el mayor número de corridas».
Todo hasta que Chiclanero murió de tuberculosis en 1853, y él se quedó solo en la cumbre de la época. Si Cúchares no recibió ni una sola cornada en toda su carrera fue por el saber y la inteligencia y también por su convencimiento posterior de que el riesgo en la lidia debía ser el mínimo, «arte» en el que fue maestro supremo sin que los tendidos lo notaran (al contrario: lo celebraban) y los críticos lo aceptaran como un verdadero virtuosismo.
Afable, bondadoso y obsequioso cuentan que era quienes le conocieron. Por esta razón nunca se hizo rico (dicen que le dejó ocho mil reales de oro debajo de la almohada a su amigo querido, el político liberal Juan Álvarez de Mendizábal, sumido en la indigencia en su lecho de muerte) y aceptó un buen contrato para torear en Cuba, donde contrajo la fiebre amarilla y se murió el 4 de diciembre de 1868 sin haber dado un solo pase en la isla, alrededor de los cincuenta años de edad.
El toreo moderno
Más allá de hacer las delicias del público con sus embaucadores tremendismos y gestos de su última etapa (como golpear al toro en el morro con el pie), lo que trascendió de Cúchares fue el uso de la mano derecha, además de la izquierda («la mano natural»), en la muleta. El tercio de muerte que convirtió en un tercio de lucimiento, más allá del tradicional, hasta entonces, de preparar únicamente al toro para la estocada. El «arte de Cúchares» que fue la misma fundación del toreo moderno.