Scott Fitzgerald, el escritor que dejaba fajos de billetes en el recibidor para que se sirvieran los que venían a cobrar las facturas
El autor de El Gran Gatsby cobraba enormes sumas de las revistas que le publicaban sus cuentos en su juventud, pero murió alcoholizado y perseguido por las deudas
Ernest Hemingway dijo de Francis Scott Fitzgerald: «Su talento era tan natural como el dibujo que forma el polvillo en un ala de mariposa. Hubo un tiempo en que él no se entendía a sí mismo como no se entiende la mariposa, y no se daba cuenta cuando su talento estaba magullado o estropeado. Más tarde tomó conciencia de sus vulneradas alas y de cómo estaban hechas, y aprendió a pensar, pero no supo ya volar, porque había perdido el amor al vuelo y no sabía hacer más que recordar los tiempos en que volaba sin esfuerzo».
Quizá esta breve descripción se aproxime en ejemplo a la que de Alonso Quijano hacía Miguel de Cervantes por su sencilla y exacta penetración. Scott Fitzgerald escribió a los 19 años una novela que, después de rechazada y revisada, tituló A este Lado del Paraíso y le convirtió en una estrella literaria sin comparación, probablemente a su pesar. Fue el cronista de los felices años veinte y con ellos podría decirse que se acabó, exactamente igual, su felicidad y poco a poco, sin freno, y no mucho después, su vida, el 21 de diciembre de 1940.
'El Gran Gatsby'
Scott y Zelda Sayre, su mujer, fueron los grandes protagonistas diletantes de aquel París feliz que para Hemingway, precisamente, fue una fiesta que tampoco terminó de escribir, aunque comenzase a hacerlo cuarenta años después y con el suicidio que finalmente cometió rondándole como toda la nostalgia de aquel tiempo por su cabeza. Hemingway publicó Fiesta en 1926, un año después de que Scott Fitzgerald, su amigo de aquellos años, publicase El Gran Gatsby. Por entonces este último era el astro literario del momento y aquel el del futuro. El fracaso de ventas del «maestro» dio paso al éxito del «alumno» y entonces todo cambió, aunque todavía nadie pudiera saberlo.
En 1929, el último año de la década mágica de Scott Fitzgerald, el Saturday Evening Post le pagó 4.000 dólares por un cuento, su cotización más alta y la cúspide de la pirámide. 4.000 dólares en 1929 son el equivalente de unos 30.000 en 2022. 30.000 dólares por un cuento de 20 páginas. Esta es la razón, junto con el frenesí de una vida sin control, por la que el matrimonio Fitzgerald dejaba fajos de billetes en el recibidor de su casa de París para que se sirvieran los que venían a cobrar facturas.
El autor de Suave es la Noche era un jovencísimo escritor, rico gracias a los cuentos, que quería ser el gran novelista al que el trabajo en esos lucrativos cuentos no le permitían ser. Si en una obra puso toda su energía, todo su talento, toda su fuerza y todas sus esperanzas fue en El Gran Gatsby, el paso siguiente a su exitoso y ya lejano debut, que, pese a ser considerada después una obra maestra, no funcionó como funcionaban sus relatos y como funcionó su Paraíso.
Fue un cortocircuito aumentado por el alcohol y los cigarrillos que consumía en abundancia desde temprana edad: la paradoja de tener éxito con algo que no deseaba (hasta que tuvo conciencia de una suerte de prostitución), y de no tenerlo con lo que deseaba. Como en la bebida, las cantidades empezaron a no ser suficientes para mantenerse firme. Era, como decía Hemingway, cuando «no se daba cuenta de que su talento estaba magullado o estropeado».
'Suave es la noche'
La relación con su mujer fue el otro de sus lastres. Zelda, con identidad propia (como artista y escritora) y ajena debido a sus problemas de salud mental, ayudó a tirar de él a los infiernos. En las cartas que Scott le escribía a su hija, Scottie, mientras la madre permanecía ingresada en carísimos sanatorios, se puede leer la penosa decadencia física y artística del escritor obligado a hacer de todo para sobrevivir, como ir a Hollywood a escribir guiones para mantener el ritmo de vida de la familia: los hospitales de su esposa, el colegio, las deudas... A pesar de que con el cine ganó mucho dinero, los deberes eran gigantes y Scott Fitzgerald ya no podía volar.
Lo que sí podía hacer sin solución era beber y cada vez escribir menos, sin ni siquiera inspiración para sus cuentos famosos, y con el agravante de llevar consigo siempre un propósito de enmienda, una última esperanza de equilibrio en sus novelas. Suave es la Noche, la delicada y terrible obra que casi construyó a tirones, le permitió mantenerse vivo un poco más, mientras todo se venía abajo, la fama, el prestigio ansiado y la salud.
El periodista Michel Mok le entrevistó en 1936 para el New York Post. Eran los tiempos en que ya «no sabía hacer más que recordar los tiempos en que volaba sin esfuerzo». Era un artista consumido por el miedo y Mok describió con crudeza sus hábitos y su actitud. Solo le quedaban cuatro años de vida, pero ya estaba muerto: «A papaíto le han pasado una serie de cosas. Por eso está deprimido y ha empezado a beber un poquito. Y al fin se le rompió algo», dijo entonces, cuando escribió algunos de sus relatos más sinceros y anónimos.
Mok escribe sobre un hombre que bebe constantemente y habla de forma inconexa sobre el pasado y el presente con hastío. Es el alcohólico que dice ser capaz aún de dejar de beber y el autor acabado que dice ser capaz aún de escribir su mejor obra, sabiendo con absoluta claridad, la única claridad de sus últimos días, que no es verdad. El joven, que a los veinte y a los treinta vivió a todo lujo por Europa, murió en Hollywood a los 44 años de un ataque al corazón al final de un camino que solo entonces empezó a ordenarse antes de que se empezara contar su triste y fascinante historia por la que, además de por el derrumbe, fue considerado en la muerte, como era su deseo en vida, uno de los más especiales autores, con el talento «tan natural como el dibujo que forma el polvillo en un ala de mariposa», del siglo XX.