Nápoles alienta la «Leyenda Negra» con una ópera de Verdi
El Teatro San Carlo napolitano presenta una nueva producción de Don Carlo, de Giuseppe Verdi, confiada al director alemán Claus Guth, que refleja todos los tópicos en contra de España cultivados durante siglos por los enemigos del más poderoso de los imperios
En Italia los teatros parecen seguir el espíritu de La Ronda, la célebre película del gran Max Ophüls. Dos de los antiguos, más recientes intendentes de La Scala milanesa, Alexander Pereira y Stephane Lissner, tras haberse paseado por otras posiciones, con algún escándalo notable en el caso más particular del primero, han vuelto a recalar en su antiguo lugar de destino, pero esta vez ocupando las titularidades de otras relevantes instituciones de ese país. Pereira, tras su controvertido paso por Salzburgo, ha encontrado asiento en el Maggio Musicale Fiorentino, hasta donde se ha llevado a Zubin Mehta para dar lustre a sus temporadas (un Mehta, por cierto, recuperado de sus últimos achaques, al menos para dirigir allí Il Trovatore estos mismos días). Lissner, que tras engañar hábilmente al Teatro Real madrileño heredó el trono de Gerard Mortier en las óperas parisinas sin apenas saber distinguir ni siquiera la voz de la Callas, se halla ahora firmemente aposentado en la tan bella como caótica Nápoles, al frente del San Carlo, un teatro que puede mirar orgullosamente de tú a tú a La Scala, avalado por su fabulosa historia.
Desde sus nuevas trincheras, tanto Pereira como Lissner procuran mantener viva la guerra de guerrillas contra su antigua casa, que desde la altiva cima lombarda los contempla desdeñosa, a pesar de los extraordinarios esfuerzos de ambos por arrebatarle a sus estrellas. Tanto uno como otro disponen de espléndidas agendas y dinero con el que gratificar lealtades, por eso al menos se encuentran en condiciones de rivalizar en lujosas programaciones (como ya nos gustaría para España) con La Scala.
Estos días, sin ir más lejos, mientras el Piermarini abrió temporada con un polémico «Boris Godunov» (la guerra en Ucrania también extiende sus perniciosos efectos hasta la cultura), el coqueto coliseo de la ciudad partenopea ha presumido de un Verdi de altos vuelos, Don Carlo, nada menos, con producción del prestigioso director alemán Claus Guth y un reparto encabezado por Elina Garanca, una de las tres o cuatro figuras esenciales de la ópera de ahora mismo, y el barítono Ludovic Tezier, gran experto en Verdi, al nivel de nuestros Carlos Álvarez y Juan Jesús Rodríguez. Despidiéndose del foso napolitano, el director musical, hasta hace poco titular de este teatro, Juraj Valcuha, resultó todo un acierto que los locales parecen estar echando ya de menos a juicio de las generosas ovaciones que cosechó desde los mismos entreactos.
Guth se abona a la Leyenda Negra en una línea más próxima al drama original de Schiller, que no elude los tópicos hábilmente difundidos
De todas las versiones posibles de esta obra maestra de un Verdi que hoy estará asistiendo perplejo a los encendidos debates acerca del futuro de su propiedad de Santa Ágata en su histriónica patria, Nápoles ha optado por la de cinco actos en lengua italiana, la misma que Luchino Visconti dirigió a principios de los años 60 en Covent Garden. Aquella modélica producción que con el tiempo también pudo disfrutarse hasta en Sevilla, y que el teatro londinense ha jubilado para desgracia del público, pues su sustituta no admite comparaciones con el riguroso trabajo del responsable de El Gatopardo, es sin duda una de las lecturas más esclarecedoras, inteligentes y fieles al espíritu verdiano de este título, tal como ha podido intuirse en sus reposiciones (alguna ha sido grabada). Poco que ver con lo que ahora ha propuesto Guth, uno de los adalides, aunque en su caso desde una cierta moderación, de eso que se denomina «regie-theater», y que a menudo suele consistir en darles la vuelta a las obras con «sesudas y novedosas lecturas» para que al final, parafraseando a Alfonso Guerra, «no las reconozca ni la madre que las parió».
En su aproximación napolitana, ahora Guth se abona a la Leyenda Negra en una línea más próxima al drama original de Schiller, que no elude los tópicos hábilmente difundidos a partir de Guillermo de Orange, que a la de un Verdi que seguramente albergaba juicios contradictorios acerca de esa figura abismal que los historiadores más imparciales suelen trazar sobre Felipe II. Parece probado que tras su única visita al Escorial, el compositor afirmó: «No me gusta. Es un montón de mármoles, hay cosas muy ricas en su interior… pero en conjunto le falta el buen gusto. Es severo, terrible como el feroz soberano que lo ha construido».
Guth pone sobre todo su acento en lo que interesaba tanto a la británica Isabel I como al desleal servidor real Antonio Pérez, denigrar la imagen de Felipe II
Verdi, hombre inteligente, capaz de mudar de criterio, en el poliédrico retrato que más tarde ofrecería del monarca con su ópera supo mostrar ájate todo a un ser humano atribulado, un gobernante escindido entre el deseo de implementar algunas reformas políticas (que reniega del absolutismo pero conoce sus propios límites) y el temor de que poderes mayores que el suyo terrenal pudieran abortarlas; entristecido por la naturaleza de las complejas relaciones con su esposa e hijo; consciente, en definitiva, de la radical soledad del hombre, también la suya. Esto último se halla plenamente reflejado en su conmovedor monólogo del acto cuarto, sobre todo sin quien lo interpreta es el gran Boris Christoff, cuando el alba sorprende al gobernante en plenas cavilaciones acerca de su descompuesto corazón.
Pues bien, Guth pone sobre todo su acento en lo que interesaba tanto a la británica Isabel I como al desleal servidor real Antonio Pérez, denigrar la imagen de Felipe II ofreciendo «um retrato en branco e preto», como cantaban Elis Regina y Tom Jobim, hasta oponer la luz que viene de Francia (el norte, siempre ejemplo de civilización y cordura) a la tenebrosidad de una corte española ignorante, conspiradora, fanática, cruel en la que resulta casi imposible que germinen los sentimientos más nobles, como el amor, y cualquier idea de libertad.
El director alemán emplea el flashback de la misma manera que Piero Faggioni ya hiciera, cuarenta años antes, en su aclamada Carmen para el Festival de Edimburgo. Si el director italiano situaba, entonces, a don José en una celda de la prisión para recordar, a partir de ahí, todos los hechos que le habían impulsado fatalmente al asesinato de su amada Carmen, Guth coloca ahora al infante don Carlo en una severa estancia de lo que podría ser El Escorial. Desde este otro presidio intuido, donde el heredero se lamenta de su suerte, el hijo de Felipe II recuerda aquel breve instante de felicidad en el que se trasladó a la arcádica Fontainebleau para conocer a su amor imposible, la Elisabetta que su padre terminaría arrebatándole.
El anuncio del enlace del llamado Rey Prudente con Isabel de Valois le vale a Guth para darnos ya una pincelada de lo que vendrá inmediatamente: varios espectros ataviados de riguroso negro raptan a la joven para conducirla, en contra de su voluntad, hasta esa casa de los horrores que constituye la siniestra corte ibérica. El escenógrafo sirve al director un único decorado, una suerte de austera caja oscura que hace lo mismo de salones de palacio, jardines, plaza pública, dormitorio real, claustro o prisión. El asfixiante clima social y político que vive la nación más poderosa de la tierra hasta ese momento lo inunda y empequeñece todo, convirtiéndolo en un pozo tenebroso donde el único colorido lo aportan las damas de compañía de la Reina, llegadas con ella desde la luminosa Francia.
La sombra se proyecta alargada hasta los sucesivos monarcas que han reinado esta España triste e intolerante, enemiga acérrima de las libertades frente a la superioridad moral de las naciones civilizadas
Durante algunas de las escenas, sobre la penumbrosa pared del fondo cuelga el célebre retrato de la familia de Carlos IV que pintó Goya. Quizá este detalle sustancie la ucronía para apuntalar la tesis fundamental de la puesta en escena: la villanía intrínseca no solo de ese supuesto «demonio del Sur», Felipe II, admirador del arte renacentista, precoz lector de Bocaccio y de Erasmo, que sentía adoración por los tapices de Rafael y encargó a Tiziano un breve conjunto de obras maestras, inspiradas en la Metamorfosis de Ovidio, fuente de inspiración para tantos artistas a lo lo largo de la historia. La sombra se proyecta alargada hasta los sucesivos monarcas que han reinado esta España triste e intolerante, enemiga acérrima de las libertades frente a la superioridad moral de las naciones civilizadas, aquellas que se hallarían más al norte, en consonancia con lo que no solo han sostenido los más conspicuos atizadores de la «guerra psicológica» iniciada en el siglo XVI contra la potencia dominante, si no amplificada a partir de nuestro tan sempiterno como injustificado complejo de inferioridad.
La partitura verdiana es una de las más bellas, completas e intensas surgidas de la fértil inspiración de este autor. Cierto que hay que servirla con todo el esmero para que sus muchas prendas puedan lucir en toda su plenitud. Y en Nápoles, pese a algunos dislates en el apartado vocal, ha habido en general un apreciable nivel musical, cimentado mayormente sobre los propios elementos estables de tan venerable casa. Dejémonos de historias, cuando la orquesta y el coro de un gran teatro italiano como el San Carlo se proponen servir a Verdi como es debido, apenas surgen rivales en el horizonte.
Con el citado Valcuha al frente de la orquesta y el coro, preparado por José Luis Basso, este «Don Carlo» tuvo incisividad y vigor plenamente verdianos, lo cual resulta imprescindible para que no decaiga la tensión en una obra como esta. Estuvo brillante en los dos preludios a las grandes arias de Filippo y Elisabetta, recreando con pasión las diferentes atmósferas: desde el arrebato heroico o la pompa a los instantes de mayor intimidad con una cuerda pulcra, cálida y maleable, y metales refulgentes, magníficas las trompas desde el inicio. El director también se mostró pendiente en todo momento de los requerimientos de los cantantes, estirando los tiempos aquí y allá cuando resultó necesario.
El equipo vocal resultó compacto, teniendo en cuenta el reto casi imposible de encontrar un grupo que satisfaga todas las necesidades de un reparto tan extenso como complejo. El tenor norteamericano Matthew Polenzani quizá fue elegido más para cumplimentar la visión de Claus Guth que por su auténtica afinidad con un rol como el de Don Carlo, excesivo para su discretas posibilidades. Su canto a veces susurrado, con esa ingrata emisión levemente caprina, puede resultar más efectivo en otros repertorios, sobre todo si se tiene en cuenta que para Mozart se prefiere hoy a cantantes de una vocalidad, por así decirlo, más tenue. Pero en Verdi tales procedimientos resultan decepcionantes. Quizá para este infante nervioso, gris, apocado, algo histérico, débil de espíritu, siempre al límite del llanto, los pobres medios de Polenzani puedan servirle a Guth en su retrato de la neurosis. Pero es que el personaje de Verdi sugiere más, no se puede pasar por alto su vertiente heroica, su nobleza: una vez más no estamos ante un personaje de una sola pieza, hay que poder reflejar toda su complejidad, lo que supone un reto para cualquier tenor.
Su padre, Filippo II, recayó en un cantante honesto, de fraseo pulcro, aunque en ocasiones resulte algo monótono como Michele Pertusi, que en cualquier caso tampoco cumple con todos los requisitos ideales: se requiere a un bajo de verdad, algo que no abunda, para ofrecer todas sus profundas aristas. El último gran representante de este personaje ha sido Ferrucio Furlanetto, que aún lo ofrece de vez en cuando para demostrar cómo se hacía. Pertusi expuso lo mejor en su gran monólogo, cincelado con suavidad en procura de ese tono de íntima revelación que representa esta pieza maestra de introspección psicológica, a la que conviene colorear con finos matices.
Tener a Ludovic Tezier, uno de los escasos grandes barítonos que hoy interpretan a Verdi en los principales teatros internacionales, es una garantía de compromiso y adecuación estilística. Resutó un marqués de Posa memorable, soberbio por voz, mórbida, flexible, generosa de caudal, e intenciones, siempre idiomático, atento a cada inflexión, con una línea de una nobleza exquisita. Lo contrario, quizá, del bajo Alexander Tsymbayluk como Gran Inquisidor: voz de trueno, sí, auténtico flagelo de herejes, pero intérprete avaro en matices; la sinuosidad del personaje se le escapa en su trascendental dúo con el monarca, una de las cimas de la escritura verdiana tanto por su concepción como por lo que enuncia, resumen de uno de los asuntos que más preocupaban y seducían a este autor, la usurpación del poder por quien aspira a emplearlo en su particular y siniestro beneficio.
Aylin Pérez se pliega bien, con su hermoso instrumento de soprano, a los instantes más líricos, como los dúos, dejando escapar el resto por la ausencia de un centro y un grave armados de una mayor robustez. Vocalmente está lejos de ofrecer la presencia regia de Isabel de Valois, aunque se adapta perfectamente a la imagen melancólica de la hermosa aristócrata, ausente de su querida patria, fatalmente resignada a ser pareja del padre de su verdadero amor.
¿Y qué decir de la Eboli de Elina Garanca? Que se aproxima a la perfección, como bien supo reconocer el público napolitano, enfervorizado con su presencia desde su misma aparición. Cuando a menudo se dice que ya no hay cantantes (o voces) como las de antes, se olvida fácilmente que, aunque sea de tarde en tarde, a veces aparecen artistas como la mezzo letona que podrían compararse sin ningún atisbo de dudas con las verdaderamente grandes del pasado. La suya es una princesa de Eboli del nivel que podía encarnar en su momento una Fedora Barbieri, y seguramente superior a la de Fiorenza Cossotto.
No se sabe bien qué admirar más en su sensacional retrato: fuera de su absoluta identificación de un personaje que ella ilumina con su presencia dramática, la adecuación vocal es apabullante, sensacional, de una clase superior, diríase de otra época. Flexible en la agilidad desde su comprometida aria de salida, atenta a la dinámica, brillante en el registro agudo (no rutilante en el «O don fatale», tantas veces rematado con un exceso de vulgaridad, pero suficiente). Una mezzo para la historia que otorga un interés especial a cada producción en la que aparece. Solo hay que lamentar que una artista de su nivel, y con los fuertes lazos que la unen a nuestro país, no se prodigue más en los teatros de aquí. El Real parece dispuesto a remediarlo: el año próximo cantará zarzuela y más adelante ópera. Ya era hora.