El Concierto de Año Nuevo descubre al tapado de los Strauss
En su tercera comparecencia en la célebre cita de la Filarmónica de Viena, el director austríaco Franz Welser-Möst decantó por una vez la balanza a favor de Josef, el hermano no tan popular de Johann Strauss II
Nada nuevo bajo el frío sol de invierno de la capital austriaca. En el Musikverein, ese templo sagrado de civilización, el público ha vuelto a ocupar todas las localidades, las flores inundaron la Gran Sala Dorada con su cromático despliegue no apto para daltónicos, mientras en el programa del llamado, con cierto exceso hiperbólico, «concierto de conciertos», se anunciaban como extraordinarias concesiones a lo inédito y sorprendente hasta catorce piezas nunca jamás interpretadas antes en la jacarandosa cita musical del primero de enero.
El director convocado en esta ocasión, por tercera vez, el riguroso, pero de talento algo limitado, Franz Welser-Möst, se pasó el confinamiento entero estudiándose a fondo todo el repertorio de la prolífica familia Strauss, según él mismo ha contado estos días. Quizá buscaba intentar dar con la tecla que algún día le permitiera el regreso por la puerta grande al evento y lograr, entonces sí, un éxito rutilante, incontestable, imperecedero como los que en el pasado alcanzaron Herbert von Karajan, Carlos Kleiber o incluso Georges Prêtre en sus comparecencias.
Al igual que en sus a menudo descafeinadas lecturas operísticas, donde tan a menudo suele quedarse una revolución por debajo, justo ante ese precipicio que a veces es preciso franquear para adentrarse sin temor por los reinos de la emoción sin límite (aunque el arrebato pasional no siempre esté bien visto), a Welser-Möst parece costarle zambullirse sin prejuicios en la voluptuosa ligereza efímera de esas burbujas del champán que, como ha señalado Lipovetsky, «después de desaparecer, podrán volver a danzar algún día».
Para recrear a fondo el espíritu de estas músicas se requiere alcanzar un sutil equilibrio entre desenfreno y precisión, a partes no siempre iguales. El director austriaco se encuentra más a sus anchas empleando su batuta como esmerado cincel que descorchando espumoso sin complejos. La «gemütlichkeit», esa mezcla de ligereza y dulzura, abandono, melancolía y deseo de vivir que alimenta el espíritu de la música de Johann Strauss II, el más conocido y exitoso de la ilustre saga, no se halla tan presente en los pentagramas de su más serio y concentrado hermano, Josef, del cual Welser-Möst parece sentirse intelectualmente más próximo al señalarlo gran protagonista de esta convocatoria. Como en algún momento apuntó acertadamente Martín Llade, el bien documentado y perspicaz comentarista de RTVE para la retransmisión, es como si uno fuera a un concierto de los Beatles y en lugar de escuchar los grandes hits de Lennon y MacCartney le sorprendieran con los temas, no exentos de interés, pero menos asentados en el imaginario popular, de Harrison y Starr.
Quizá el propósito del director no fuese tanto hacer de menos al autor de El Danubio Azul, vals que por supuesto no dejó de sonar, tan bien tocado como siempre, como reivindicar la innegable clase de su pariente, por el que el propio Johann sentía particular devoción hasta juzgarlo dueño legítimo de un talento superior al suyo. Tómese como ejemplo una de las piezas mejor interpretadas del concierto, el «Allegro fantástico» de Josef. La obra del también ingeniero e inventor revela desde su interior un notable aliento sinfónico, un refinamiento en la instrumentación de hondo calado, una depurada elaboración formal. A Welser-Möst se le notó aquí mucho más seguro y entregado, como si dijera, «ahora vais a escuchar a un músico de una calidad superior», algo que en cualquier caso se contradice con lo que afirmaba Wagner, para el cual Johann II poseía «el mayor cerebro musical que jamás ha existido». Sin contar con la incondicional admiración que le dispensaban Brahms, Mahler, Ravel y hasta Berg.
Tampoco conviene ensañarse, la elección de este director resultó en cualquier de interés como suelen serlo todas las ocasiones en que es posible admirar toda esa buena música que permanece silenciada, a la espera de que alguien nos la descubra. Reconozcamos que un espíritu curioso puede revelarnos más que otro conformista, incluso cuando la confrontación con las viejas certidumbres nos reafirme en nuestras creencias: no conviene dar nada por sentado, todo juicio por bien asentado que parezca debe ser siempre sometido a la luz de nuevas inquisiciones, en eso consiste vivir con plenitud.
Ni cuotas ni oportunismo
Y fuera de las puestas en valor de Josef Strauss como algo más que un artesano muñidor de melodías, ha habido otros detalles significativos en este concierto, como la estupenda actuación de los Niños Cantores de Viena, ahora enriquecida la franquicia con la presencia de las niñas. Su presentación constituyó uno de los instantes más afortunados de la cita con su sensacional interpretación de la polca francesa «Espíritus alegres», plena de encanto y ligereza. O el sonido de las castañuelas, evocador del que Lucero Tena ofreció el otro día con su singular desparpajo en el concierto navideño del Teatro de la Zarzuela, que aunque no deje de ser un tópico para dar un aire de exotismo colorista a la rumbosa obertura de la «Isabella» de Von Suppé, viene bien para recordarnos que nuestro país cuenta con sus propias músicas, a menudo olvidadas, que han servido como inspiración a otros en distintas épocas.
La polémica que alguien quiso introducir el otro día en la rueda de prensa del concierto, preguntando sobre si hay alguna fecha para que una mujer pueda llegar a dirigir este concierto, como si se tratara del asunto más relevante para asegurar el futuro de esta cita que se encamina con paso firme hacia su centuria, no parece haber cuajado. Conozco a un par de directoras que podrían hacerlo muy bien, como Keri-Lynn Wilson, que ya ha dirigido varias veces a la Filarmónica de Viena. Pero lo mismo podría cuestionarse sobre la oportunidad de contar con un español o un chino. Como bien han apuntado desde la propia orquesta, se requiere establecer artísticos y humanos, conocerse, haber trabajado codo con codo a lo largo de los años. Es cuestión de experiencia, no de cuotas o de oportunismo. El año próximo volverá Christian Thielemann, colaborador frecuente del conjunto, con el que ha grabado hasta una integral de las sinfonías de Beethoven. Hasta entonces conviene recordar lo que dijo Franz Welser-Möst en su breve alocución, antes del final: «La vida sin música sería un error». Tratándose de este director, la cita es de Niestzche.