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Juan Ramón Jiménez, por Joaquín Sorolla

Los escritores famosos que cometían faltas de ortografía

Premios Nobel como Juan Ramón Jiménez, García Márquez, Hemingway o Faulkner eran conocidos por su poco apego, incluso por su guerra, a la norma

Gabriel García Márquez tenía un problema con la ortografía. No se le daba bien igual que tampoco se le daba bien a la Lois Lane de Superman, y siempre preguntaba por la redacción del Daily Planet las más sencillas dudas: «¿Cómo se escribe »burro«, con »b« o con un »v«?» Lois ganó el Pulitzer como Gabriel el Nobel ignorando algunas de las más elementales normas ortográficas, como si fuera una especie de realismo ortográfico mágico. A propósito de la «b» y la «v», García Márquez propuso eliminar su diferenciación, como también apostó por suprimir las haches. «Jubilemos la ortografía, terror del ser humano desde la cuna», llegó a decir con desesperación.

La «jota» «hijiénica»

No precisamente desesperación es lo que tenía por la regla Juan Ramón Jiménez, quien dijo que su jota era más «hijiénica» que la «blanducha g». El autor de Platero y yo se encastillaba en escribir mal por «amor a la sencillez y por odio a lo inútil. Luego, porque creo que se debe escribir como se habla, y no hablar, en ningún caso, como se escribe. Después, por antipatía a lo pedante. ¿Qué necesidad hay de poner una diéresis en la «u» para escribir «vergüenza»? Nadie dice «excelentísimo» ni «séptima», ni «transatlántico», ni «obstáculo», etc. Antiguamente la esclamación «Oh» se escribía sin «h», como yo la escribo hoy, y «hombre» también. ¿Ya para qué necesita «hombre» la «h»; ni otra, «hembra»? ¿Le añade algo esa «h» a la mujer o al hombre? (…)».

Gabriel García Márquez en marzo de 2014EFE

Un activismo antiortográfico que era más bien un divertimento: el de molestar a los académicos y a los críticos: «Espero, pues, que mis inquisidores habrán quedado convencidos, después de leerme, con mi esplicación y, además, de que para mí el capricho es lo más importante de nuestra vida. (…)», dijo tan ancho. Una exhibición de faltas a propósito que fue todo lo contrario a lo que se descubrió de Jane Austen mucho tiempo después de su muerte: que no sabía escribir, ni puntuar. A Maxwell Perkins (y a los correctores de Scribner's), el famoso editor de Nueva York, le debieron Hemingway, Scott Fitzgerald (quien entrecomillaba las palabras de las que dudaba en sus manuscritos) o Thomas Wolfe, entre otras cosas, que su textos no pareciesen los de un niño de seis años.

Marcel Proust en 1888

A Marcel Proust no le gustaban los puntos y por eso ponía comas todo el tiempo. Una buena explicación para sus frases interminables, quizá la misma que para Faulkner y sus farragosas subordinadas. Imagínese cómo tenía que ser el flujo espontáneo de Jack Kerouac, quien escribió en rollo de papel y hasta llegaron a eliminarle 400 páginas de su primer libro, una pequeñez con las miles que le suprimieron con gran esfuerzo y dolor a Thomas Wolfe. El colmo de la aversión a la puntuación fue Jerzy Andrzejewski, quien escribió una novela de 40.000 palabras y una sola frase.

Alfabeto fonético

Como García Márquez, George Bernard Shaw llegó a proponer la «jubilación de la ortografía». para quien era algo irracional pues se alejaba de la pronunciación y pensaba que avivaba el analfabetismo. Pigmalión, su obra de teatro (que después fue la película My Fair Lady, con Audrey Hepburn), trataba de un profesor de fonética que enseñaba a hablar con perfecto estilo y dicción a una florista sin instrucción, una idea de ficción que trató de llevar a la realidad ideando un alfabeto fonético para sustituir al latino y acabar así con la ortografía inglesa que probablemente dominaba, pero le ponía tan nervioso como a Juan Ramón.