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Gregorio Luri, en El DebateEl Debate

Gregorio Luri: «A la izquierda le tiemblan las piernas cuando mira al futuro, y nos quiere transmitir ese miedo»

El filósofo y pedagogo presenta En busca del tiempo en que vivimos, un ensayo filosófico que analiza los fragmentos del hombre moderno, desorientado y pesimista, en un contexto de interrogación existencial colectiva

maestro, licenciado en Pedagogía, doctor en Filosofía y autor de los ensayos ¿Matar a Sócrates?, Elogio de las familias sensatamente imperfectas y La imaginación conservadora, entre otros, Gregorio Luri (Navarra, 1955) es uno de los pocos filósofos valientes, prudentes y serenos que continúan ejerciendo su libertad en el siglo XXI.

El libro En busca del tiempo que vivimos (Deusto) se podría explicar como una serie de breves y lúcidos apuntes sobre la importancia de gozar de lo humano, en sintonía con el Humano, más humano de Esquirol o La vida pequeña de González Sáinz. Y es que es un libro que se asemeja en parte a un libro de aforismos que exponen una moralidad sencilla, en parte a un tratado de filosofía vitalista, en parte a un ensayo que aborda los temas de la actualidad, desde la ecoansiedad a la cultura de la cancelación, del transhumanismo a la continua sensación de que vivimos el fin de los tiempos. ¿La respuesta de Luri? Afirmar que la vida está para ser vivida, no pensada, y que en el humanismo tenemos un mapa para caminar. Aunque más que respuestas, al escritor lo que le apasiona, como pedagogo, es plantear preguntas.

–¿Qué le ha llevado a escribir este libro ahora, y a quién está dirigido? Es un ensayo filosófico de una profundidad que quizá no es para todos...

–El libro aparece por casualidad. Me fui a caminar por Sierra Morena y a pasar unos días en el monasterio trapense de Hornachuelos, y siempre viajo con mi cuaderno Moleskine. Comencé a recoger cosas, ideas y pensamientos sin ningún interés especial. Después aquello fue pidiendo una ampliación... y acabó convirtiéndose en libro. En definitiva, el libro no nace de una idea articulada que se pueda desarrollar despacio, de manera orgánica, sino de forma fragmentaria, y por eso intento preservar esa forma fragmentaria en la escritura.

–Acaba también de forma fragmentaria, en forma de pequeñas reflexiones, aunque usted afirma que el lector no debe esperar ninguna conclusión ni tesis por su parte.

–No me interesa defender una tesis. Soy pedagogo y eso lo llevo conmigo allá a donde voy. Más que defender una tesis, lo que me interesa en todos mis libros (como en La imaginación conservadora, del que este es continuación) es intentar provocar un cierto chisporroteo intelectual en el lector, que ojalá se convierta en hoguera.

–El título hace referencia a Proust y a su búsqueda del tiempo perdido, pero trayéndolo al presente. ¿Es el ahora lo único que tenemos?

–Exacto. El reto es saber dónde vivimos y cuándo y cómo vivimos. Me interesan mucho los griegos, pero no vivo en Grecia ni en Atenas. Yo vivo aquí y por lo tanto lo que me interesa no es lo que Platón les decía a los de su tiempo, sino qué tiene que decirme a mí, hoy. Cuando uno quiere pensar el presente, lo que se encuentra es con fragmentos del presente: en cuanto lo piensa, ya está un paso más allá, más allá de sus esfuerzos por conceptualizarlo. Y esto coincide con la dificultad de pensarnos a nosotros mismos, porque siempre estamos proyectándonos hacia el futuro, por lo que nuestra autopercepción está siempre un poco desfasada. Ese doble juego entre los fragmentos del presente y los fragmentos de nuestra alma y los esfuerzos por construir una unidad imposible de la comprensión del presente y de nosotros mismos es lo que impulsó mi escritura.

–¿Es un intento, entonces, de dar sentido a ese presente fragmentario y fragmentado?

–Es es no cejar en la voluntad de buscarle sentido, aunque difícilmente lo vamos a alcanzar. Ni el del presente, ni el de uno mismo: no podemos hacer un diagnóstico como si fuese un cuerpo, ni podemos hacerle una autopsia al presente, pero no por eso vamos a renunciar al esfuerzo de entenderlo... sobre todo yo, si quiero llamarme filósofo.

–El hombre pasa su vida entera buscando un sentido completo a su existencia, la plenitud. ¿Anhelamos algo que no podemos alcanzar?

–A veces los que escribimos nos ponemos pedantes, pero ahí está el quid de la cuestión. No alcanzamos el sentido simplemente porque no está a nuestro alcance. Pero podemos disfrutar de la búsqueda. Probablemente sea mucho más apasionante buscar la verdad que encontrarla. Esa es la verdadera intención, antes que defender una tesis articulada y coherente: hacer pensar. De hecho, siempre he pensado que la misión fundamental de un maestro es incubar deslealtades. Y también lo es la del escritor.

En busca del tiempo en que vivimos (Deusto) es el nuevo libro del columnista de El Debate Gregorio Luri

–¿En qué sentido?

–En el sentido de que tiene que intentar que el lector le refute, que vaya más allá, que le pregunte. El mismo proceso de escritura no tiene el mismo proceso de lectura. En el momento en que convertimos un libro en dogma, lo estamos traicionando. Como Santo Tomás, que al final de su vida dice que todo lo que ha escrito no vale nada. Lo importante del escritor no es tanto lo que dice como lo que provoca con lo que sugiere.

–«Busco aquello humano que, estando en el presente, necesita algo ausente para ser comprendido». ¿Introduce aquí la trascendencia?

–Sí, pero también la memoria, la experiencia, los recuerdos. Con los datos que tú tienes ahora, con lo que tienes delante, no entiendes el ahora: necesitas tu memoria, necesitas hacer referencia a cosas que ya no están para entender el presente. Por eso me gusta tanto de Proust aquella sensación del gozar no tanto del recuerdo como de ese momento en el que el paladar de la memoria comienza impregnarse del pasado, de lo ausente. Lo presente es comprensible porque en su comprensión añadimos lo ausente, que por una parte es lo pasado y por otra es aquello que proyectamos sobre el presente. Y ahí sí que entra la trascendencia. Por eso insisto también en que las imágenes que proyectamos sobre nosotros mismos son verdaderas en sus consecuencias.

Probablemente sea mucho más apasionante buscar la verdad que encontrarla

–¿Son verdaderas por lo que provocan en nosotros?

–Por las consecuencias que tienen, sí. Esta es la gran enseñanza de Cervantes. El Quijote podía ser un soñador, pero esos sueños eran verdaderos, porque produjeron consecuencias muy verdaderas. Construían su realidad. En su experiencia, en su biografía, el Quijote luchó contra gigantes. En ese sentido son verdaderas y por eso es tan importante mantener las ilusiones que proyectamos sobre nosotros mismos. Y por eso me opongo tanto al transhumanismo, porque creo que está intentando dibujar un hombre sin fe, sin ilusiones.

–Defiende el mundo de la vida, el mundo en el que viven los hombres y tienen acceso a lo que podrían llegar a ser… ¿frente a qué? ¿A la construcción ideológica de lo que debiera ser?

–Una a una las corrientes ideológicas lo que intentan es decir: «Estás totalmente equivocado, eres un ser alienado, no entiendes nada y yo te voy a concienciar. Y yo, que soy el concienciado, te voy a decir la verdad de la verdad. La prensa nos engaña, todos nos engañan. Vivimos en la caverna. Yo te voy a sacar a la luz». Y frente a eso, yo digo que puede ser que la risa, el matrimonio o la cerveza tengan valor por sí mismos. Y que no me vengan a mí a amargarme mi cerveza, ni mi risa, ni mi matrimonio. Porque lo que me ofrecen, aquellos que creen que me van a liberar de mi alienación, es una alienación del mundo de la vida.

–Sin reducir todo el libro a una sola frase, ¿cómo calificaría entonces el tiempo en que vivimos?

–El otro día dijo Carmen Calvo que para un socialista es dificilísimo hablar de cañas, de ex y de berberechos. A la izquierda le tiemblan las piernas cuando mira hacia el futuro, y nos quiere transmitir ese miedo. El presidente del Gobierno dijo que el centro de la Tierra se podía paralizar... parece que no desaprovechan una oportunidad de recordarnos que estamos a las puertas del apocalipsis. Yo creo que ese es el canal de la izquierda, que antes era progresista y creía en el futuro, pero ahora resulta que le ha cogido miedo. Y ese miedo al futuro está creando una intranquilidad que lleva al desprecio de lo humano (ya no tenemos miedo a los bárbaros que están en la frontera, porque el bárbaro está dentro de nosotros): somos nosotros los que hemos provocado los desastres ecológicos, demográficos, migratorios...

–¿Lo une a un pensamiento ideológico de izquierdas?

–Ah, sí, claro. Efectivamente, es la ideología de izquierdas la que nos está diciendo que si te lo pasas bien eres un traidor.

–Afirma que vivimos en las vísperas de un apocalipsis: ecoansiedad, superpoblación, decrecimiento, escasez, agotamiento de recursos, progresofobia

–La izquierda se ha ido alimentando de la necesidad de superar absolutamente todo en este mundo en el que vivimos. «Es una trampa de los poderosos, que intentan ocultarnos su poder con con el brillo de la cerveza», nos dicen. Y ellos son los que supuestamente llevan la verdad al mundo.

–Eso también lo afirma en su libro: que vivíamos con la convicción de que todo límite era una invitación a su rebasamiento. ¿Ya hemos superado eso? ¿No se encuentra la «orgía de la transgresión» en su apogeo?

–Precisamente la izquierda es la más reaccionaria, la que más miedo tiene. Los mismos que nos animaban a superar todos los límites y a vivir en un mundo fluido (hasta de sexualidad fluida y relaciones fluidas), ahora están apresuradamente marcando límites para todo, especialmente de lo que se puede y lo que no se puede decir. Estamos ante un nuevo puritanismo producido por el miedo al futuro, por el miedo al hombre.

Estamos ante un nuevo puritanismo producido por el miedo al futuro, por el miedo al hombre

–A la vez, percibe un cansancio antropológico propio de nuestro tiempo. ¿Cuál es su origen?

–Hay una defensa permanente del poshumano y, sobre todo, del transhumano, como si hubiésemos decidido que el hombre es irreformable y que lo que necesitamos es su versión 2.0. Por eso la única respuesta es el humanismo, la centralidad de lo humano. Si el hombre tiene una cierta singularidad, ¿por qué no la vivimos con tranquilidad en vez de lamentos?

–El humanismo, ¿hay que retomarlo, o hay que refundarlo?

–El humanismo siempre se está refundando a sí mismo. Desde Platón en el Protágoras hasta Pico della Mirandola en la oración sobre la dignidad del hombre, lo que dicen es que somos seres inacabados, y en esa condición de seres inacabados tenemos la inmensa suerte de ir acabándonos a nosotros mismos. Hacer nuestro el acabamiento constitutivo nos permite desarrollar proyectos de acabamiento sobre nosotros mismos. Y ahí están las ilusiones que proyectamos sobre nosotros mismos como condición imprescindible de ese acabamiento. Eso es ser el humano, eso es el humanismo. Y creo que hay que aceptarlo como bueno, de manera gozosa, lo cual no quita que el hombre no pueda hacer barbaridades. Las hemos visto a lo largo del siglo XX de manera clarísima. Yo no intento negar nada de esto, pero lo que simplemente digo es que la virtud más imprescindible en estos tiempos es la serenidad. Porque sean cuales sean los problemas que nos depara el futuro, la persona y el país que se enfrenten a ellos de manera serena tienen más posibilidades de resolverlos que el que se enfrene con miedo.

–¿Y cómo volver a poner al ser humano en el centro de lo humano, cuando luego usted le dedica todo un capítulo a decir que el antropocentrismo está en crisis?

–Está en crisis en el momento en que consideramos al hombre culpable de todo y eliminamos las diferencias entre el hombre y el animal. La tesis central que hemos heredado de Aristóteles de que el hombre es un animal racional ha sido sustituida por la del hombre como animal sintiente: si miramos la racionalidad, somos distintos de los animales; si miramos la capacidad de sentir, los animales también sienten, y por lo tanto formaríamos todos algo así como una comunidad ilimitada de sentimiento. Como decía Benjamin, lo importante a la hora de evaluar nuestro tratamiento con un animal no es si este animal razona, sino si siente, si siente dolor. Sin embargo, ese razonamiento no somos capaces de aplicárselo a un feto...

–Habla en este ensayo de cuatro fronteras: la piel, la risa, la mirada, la amistad. ¿Por qué estas cuatro?

–Porque son cosas que se dan en el mundo de la vida. Aquello que nos caracteriza cuando nos relacionamos espontáneamente con los otros es que vivimos en un mundo maravilloso, donde hay contacto de piel con piel, hay mejillas coloradas, hay fidelidad y hay perdón, hay amor verdadero... Todas esas pequeñas cosas constituyen lo que podríamos llamar la «fenomenología de la vida». Deberíamos detenernos a pensar en ellas, porque el mundo del hombre es un mundo fabuloso, fantástico, admirable. Antes de negarlo, pensemos un poco lo que podríamos perder si sustituimos al hombre por un transhumano.

–¿Entonces su visión es pesimista?

–Un día mi nieto vino muy agitado diciéndome «Yayo, yayo, todo se va a acabar, ¡todo va a explotar!». Yo no sabía a qué se refería, y entonces entendí que en el colegio le estaban enseñando que no hay futuro: que hemos destrozado nuestras posibilidades de supervivencia y que no vamos a poder sobrevivir. En la escuela estemos por primera vez educando en el miedo, cuando antes uno iba a la escuela a adquirir herramientas para tener futuro. Esa sensación que yo vi en mi nieto, ese sentimiento de que estamos condenados, de «vaya mundo que nos habéis dejado», me parece terrible. Y en todo caso, si mañana es el fin del mundo, disfrutemos hoy.

En la escuela estemos por primera vez educando en el miedo, cuando antes se iba a adquirir herramientas para tener futuro

–¿Cuál es el papel de la filosofía en todo esto?

–El papel de la filosofía es sentir añoranza del mundo, de la vida, porque para filosofar tienes que alejarte de él. Rousseau decía que el hombre es un animal enfermo porque piensa, y al pensar es consciente de sus desgracias. Somos animales enfermos, y el filósofo es el más enfermo de los hombres.

–Sin embargo, dice que la vida está para ser vivida, no para ser pensada.

–Es verdad, hemos sustituido vivir por pensar cómo vivir. Hemos llegado al punto de ser mediadores entre nosotros y nuestros deseos. Entre yo y mi aprendizaje necesito pedagogos, psicólogos, etcétera. Entre yo y mi sexualidad necesito ideólogos. Nunca se ha necesitado filosofar tanto para tener sexo. Hay miles de libros que nos explican la sexualidad. El mundo se nos ha llenado de mediadores, con lo cual me parece que necesitamos una mirada ajena para vernos con objetividad a nosotros mismos. En cualquier caso: viva la risa, vivan el matrimonio y la cerveza, y viva el hombre sencillo que se levanta a las 5 de la mañana para ponerle un plato de comida caliente a sus hijos. Él es nuestra esperanza.