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El escritor británico G. K. Chesterton

El escritor británico G. K. Chesterton

Páginas inspiradas: G.K. Chesterton

Hemos ido coleccionando un buen puñado de páginas inspiradas que ahora queremos compartir con los lectores de El Debate

Si eres de los que leen con un lápiz en la mano nos entenderás. Ocurre en ocasiones. Estás leyendo un libro, un buen libro, has pasado quizás por una parte algo árida, cuando de pronto aparece ante tus ojos. Es esa página, ese fragmento, ese pasaje inspirado que nos deslumbra. Esa página inspirada que marcas con tu lápiz para nunca más olvidarla, para regresar y saborear en el futuro. Nosotros hemos ido coleccionando un buen puñado de páginas inspiradas que ahora queremos compartir.

En estos menesteres Chesterton es una mina. Aquel niño grandullón que respondía al nombre de Gilbert nos ha dejado una inagotable batería de imágenes, paradojas, brillantes ideas y sorprendentes puntos de vista que no dejan de enriquecer a los lectores que se asoman a su obra. Corría 1908 y, tras el éxito de su obra Herejes, a alguien se le ocurrió provocar a Chesterton: está muy bien tu crítica, pero ¿tú que propones? No hizo falta más, Chesterton recogió el guante y gracias a ese reto dio a luz a una de las obras más influyentes del siglo XX, Ortodoxia. Entre las imágenes que ya siempre nos acompañarán está la de las primeras páginas de su obra maestra, donde confiesa el largo viaje realizado para descubrir lo que tenía ante sus ojos:

«A menudo he soñado en escribir la historia de un piloto inglés que, habiendo calculado mal su derrotero, descubrió nada menos que la antigua Inglaterra, bajo la impresión de que era una ignorada isla del mar del Sur. Sin embargo, siempre me sucede que, o tengo demasiadas ocupaciones o demasiada pereza para emprenderla con mi dichoso cuento, y al fin me he resuelto a deshacerme de él, utilizándolo a guisa de ilustración para una doctrina filosófica. Todos pensarán seguramente que el hombre que, armado hasta los dientes y hablando a señas, desembarcó para plantar la bandera inglesa en aquel templo bárbaro que luego resultó ser el propio pabellón de Brighton, casi enloquecería después de despecho. Y no me empeñaré aquí en negaros que mi personaje tenga todo el aire de un loco. Pero si imagináis que el sentimiento de la locura pudo ser su emoción dominante, no habéis adivinado la rica naturaleza romántica del héroe de mi ejemplo. Su equivocación fue, en verdad, la más envidiable de las equivocaciones posibles; y mi hombre, si era como yo lo supongo, no dejaría de reconocerlo así. Porque ¿puede haber nada más delicioso que pasar, en unos cuantos minutos, por todos los grados de la escala patética, desde las fascinaciones y terrores de arrojarse a lo desconocido hasta la humanísima seguridad de volver a lo familiar y propio?

[…] Yo soy ese hombre que, armado de todo su valor, descubrió un día lo que ya estaba descubierto hacía siglos. Si alguna sonrisa parece flotar sobre estas páginas, es una sonrisa a expensas mías; porque este libro es la explicación de cómo un buen día se me figuró ser el primero que desembarcaba en Brighton. Pero la verdad es que yo era el último.

Este libro canta mis elefantinas aventuras en la prosecución de lo obvio. Y nadie puede reírse tanto del caso como me he reído yo mismo; no habrá, esta vez no habrá lector que se queje de que he querido embobarlo; yo soy el loco de mi cuento y no habrá revuelta ni motín que pueda arrancarme de mi ridículo trono.

Confieso paladinamente todas aquellas ambiciones estúpidas de fines del siglo XIX. Como lo suelen hacer los chicos precoces, yo quise adelantarme a mi tiempo; como ellos, quise adelantarme, aunque fuera unos 10 minutos, hacia la hora de la verdad. ¡Y todo para descubrir, a la postre, que andaba yo atrasado unos mil ochocientos años! Y extremé la voz con penosas exageraciones juveniles para pregonar mis verdades. Y recibí el castigo más ingenioso, y que era el que más me convenía: porque, aunque con mis verdades me quedo, ahora caigo en la cuenta, no de que sean falsas verdades, sino simplemente de que no son mías.

Cuando yo creía marchar solitario –¡oh contradicción cien veces ridícula!– toda la cristiandad me estaba empujando por la espalda. Posible es, y el cielo me perdone, que haya pretendido ser original: pero la verdad es que mi invento no resultó ser más que una mala copia de las tradiciones construidas por la religión civilizada que todos conocen. El piloto de mi ejemplo creyó ser el primer descubridor de Inglaterra, yo creí ser el primer descubridor de Europa. Quise ensayar alguna herejía por mi cuenta y, al darle los últimos toques, me encontré con que mi herejía era la ortodoxia».

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