¿Qué son los hábitos del corazón? (I)
El pasado 19 de noviembre de 2022, en el marco de la 24ª edición del Congreso Católicos y Vida Pública, Higinio Marín expuso una ponencia titulada 'La invención del humano, los hábitos del corazón'. Publicamos un extracto de la misma:
El hombre contemporáneo tiene a su lado siempre abierto el abismo del sinsentido, el abismo de la nihilización. Por eso, el filósofo Charles Taylor dice que, si bien los cristianos de todas las épocas han estado ante la encrucijada salvación/condenación, el cristiano de nuestros días está también ante la encrucijada sentido/sin sentido de modo persistente. La modernidad pretende que las opciones entre visiones de la vida se hacen desde una conciencia autónoma, adulta, reflexiva y crítica. Pero no es verdad, al menos en esa forma. Se hacen, se prefiguran, mediante unos hábitos del corazón que inclinan y conducen a los sujetos hacia la plausibilidad de un mundo con sentido o hacia la plausibilidad de un mundo sin sentido.
Es en la generación, preservación y restauración de esa urdimbre antropológica que son los hábitos del corazón donde los sujetos se inclinan hacia la alternativa de un mundo con sentido o de un mundo que se resuelve en nada. La expresión «hábitos del corazón» la utiliza Alexis de Tocqueville en La democracia en América, como un término que permite explicar esas disposiciones matriciales que suscitaron y sostenían la peculiar configuración del mundo político norteamericano.
Para precisar un tanto más qué entiendo por «hábitos del corazón», permítanme que acuda a la historia de las palabras. «Hábito» viene del latín habeo, que significa «posesión», tenencia. «Corazón» viene del latín cor-cordis, de donde también vienen los términos castellanos «acuerdo», «recuerdo», «cordura» o «cordialidad». El corazón mismo es un conjunto de hábitos consistentes en guardar, en no olvidar y convertir esas formas de ‘memoria’ en la raigambre vital que nos emplazan en el sentido.
Los hábitos del corazón tienen naturaleza intersubjetiva, social. No forman parte de los bienes que se pierden si se dan. Tampoco de aquellos que solo se tienen si se pueden dar, como son las ideas, sino que forman parte de aquellos bienes que uno solo tiene en tanto que los participa con otros. Tienen naturaleza estrictamente intersubjetiva; si quieren ustedes, comunitaria. Por tanto, crecen y nos arraigan en los contextos intersubjetivos donde se fijan los campos de lo que tiene sentido y de lo que no lo tiene, de lo mejor y de lo peor.
Quiero proponer un elenco como la matriz de hábitos del corazón que configuran un sujeto -en realidad, un sujeto intersubjetivo también, una sociedad- inclinándolo preferencialmente hacia la alternativa del sentido. Y, además, de un sentido nucleado desde la tradición occidental con sus dimensiones grecolatinas y judeocristianas. Como todos los hábitos del corazón en tanto que hábitos son una forma de memoria, presento tres hábitos de memoria retrospectiva o del pasado, ontológico y antropológico, y tres formas de memoria prospectiva o del futuro. Porque, como se verá, sin memoria tampoco hay futuro.
Gratitud, deuda y perdón
La forma más originaria de instalación de un sujeto en la realidad y que decide más, a mi juicio, los decursos posibles de ese individuo es la tenencia -o no- del hábito de la gratitud. Era frecuente escuchar a madres jóvenes -todavía se oye, y mientras se oiga, créanme, hay esperanza- que preguntan a sus niños «¿qué se dice?», cuando alguien les ha dado algo. Y entonces, con unanimidad general el niño responde: «Gracias». Esa forma desprevenida de consolidar y restaurar, de hacer crecer el hábito de la gratitud, es la más inteligente, la más certera de la estrategias culturales, educativas y antropológicas.
La configuración de lo real como algo que nos es entregado, y que nuestra disposición primaria, espontánea, predominante, ante la realidad sea la gratitud, coloca al sujeto en un ámbito de benignidad prometedora. Un niño que sabe dar las gracias, y que sabe hacerlo de corazón, es un niño que se ha ‘salvado’, es decir, que ha interiorizado el hábito de reconocer a los otros como origen de bienes, de gratuidades benignas, y de saberse a sí mismo beneficiario. El agradecimiento surge de una manera nuclear de la experiencia de la conciencia en la que la vida misma comparece como un bien y, solidariamente, como deuda, como algo recibido. Y entonces esa gratitud ya no es un hábito respecto de bienes particulares; es una disposición respecto del Bien, de suyo considerado. Del bien que coincide con el ser y resplandece con belleza, que es la existencia misma contemplada como deuda, como una deuda impagable.
Por tanto, y en contraste, la ingratitud hace lo contrario. El ingrato no debe nada y cuanto posee cree no debérselo más que a sí mismo. En cambio, el que agradece reconoce haber recibido, pero no como el que ha recibido un préstamo, sino como el que ha recibido un regalo, una deuda impagable y, por eso, mismo, cordial (una deuda que es más bien un haber del corazón). Algo que se debe, pero no en el sentido de lo pendiente de devolución sino, más bien, en el de una correspondencia también gratuita, libérrima.
Estos dos hábitos -el de la gratitud, que es correlativo con el de la experiencia de la conciencia de la vida como una deuda- son la urdimbre interna de la pietas romana y, por tanto, no son objeto de revelación cristiana, salvo para su esclarecimiento y fijación. La pietas romana es la virtud de la filiación, la de una conciencia que se sabe a sí misma con la forma de una afortunada deuda, la de la vida. De una deuda impagable que solo se puede corresponder con la misma gratuidad del bien poseído, que es dando las gracias. Excediéndose respecto lo meramente debido.
Esa es la posición de la conciencia filial, que con todo acierto Freud sabe que tiene que deconstruir para romper el vínculo de una conciencia agradecida, de una libertad vinculada a a las dimensiones genealógicas de la realidad que nos la muestran como legado. Y este par gratitud/deuda genera inmediatamente la madurez de la piedad, que es el reconocimiento de que esa deuda implica deberes. En castellano, «deber» es lo que se adeuda, aunque de eso solo guardan memoria ya los contables. Pero, insisto, es una deuda de la libertad y, por tanto, cuya expresión es la gratuidad. En portugués se dice muy bien cuando para dar las gracias se dice «obrigado».
La deuda es lo debido, lo que se debe. La conciencia moral como una vinculación objetiva, como obligación. El vínculo inexcusable con la preservación de un bien. Ese vínculo, en tanto que inexcusable, nace en la conciencia como experiencia de la gratitud. Y por eso al sujeto que cometía parricidio, y por tanto defraudaba a la deuda originaria, los romanos no solo lo mataban, sino que lo hacían introduciéndolo en un saco con un perro, un gallo, un mono y una víbora, para regresarlo a la condición de bestia. Para confundir sus restos de manera funeraria con las formas prehumanas y bestiales de existencia, porque en ese sujeto no había tenido lugar el acontecimiento de lo humano en el hombre, la gratitud filial que reconoce la existencia como una deuda que es origen y originaria del deber de la vinculación.
Saben ustedes que en esa virtud filial el segundo grado lo tiene la patria; o sea, la comunidad política, el territorio, el idioma… el bagaje cultural que tiene la función de lo paterno. Los dos hábitos del corazón que les propongo y que están vinculados por la noción de deuda, son la gratitud y la conciencia del deber.
Pues bien, en el derecho penal romano el parricidio era la forma más grave de un delito cuya forma más leve era la insolvencia. El impío es el que no atiende sus deudas originarias, el que no las satisface y, por consiguiente, no es de fiar en las deudas menores, por eso no se pueden hacer tratos con él. Lo insolventes perdían en Roma la libertad convirtiéndose en adictus, en personas bajo el dominio del acreedor, aunque fuera de condición libre y no esclavos. Pasaban a ser posesión de otro, porque no estaban en posesión de sí mismos. El orden de lo social tiene que ver con la disposición filial, y por eso, en latín y en el derecho romano, la condición de libre y la de hijo se dicen muchas veces con el mismo término. Ser libre es tener padre.
Hasta aquí la pietas romana. Pero hay un tercer hábito que es inexplicable desde la pietas. A mi juicio, sólo es comprensible desde la caritas. Tanto la deuda y la gratitud son formas de memoria de lo antecedente. Es el pasado como motivo de gratitud, como motivo deuda/deber. Pero este tercer hábito -a mi juicio, el decisivo- es el perdón. En cierto modo Freud acertó, porque la pietas si el perdón puede devenir opresiva, pero al mismo tiempo erró porque desdeñó el perdón.
El perdón condona la deuda del agresor. No es una virtud romana, ni griega. No es una virtud en ningún sitio, ni siquiera en el cristianismo decaído: lean ustedes a Hobbes o a Maquiavelo. Además, el perdón, es ciertamente una rareza, incluso ontológica. C.S. Lewis sugiere, de una manera muy certera, que no es lo mismo pedir perdón que pedir disculpas. El que pide disculpas pide que el otro reconozca que, aunque haya sido autor material del daño, no ha sido intencionado. El que se disculpa dice no ser culpable. «A pesar del daño que te he hecho -uno dice-, por favor, reconoce que no estaba en mi intención, y por tanto descárgame de una culpa aparente».
Pedir perdón, no es eso. Pedir perdón es declararse culpable sin eximente ni atenuante. Y si hay atenuante, dejarlo en segundo plano. No hay petición de perdón que no incluya la confesión, la confesión de que se fue culpable. Por tanto, el que pide perdón sabe que pide aquello a lo que no tiene derecho. Exactamente aquello a lo que de ninguna manera tiene derecho. Como dice el Raskolnikov de Dostoyevski, «perdóname si fui culpable, aunque si lo fui entonces soy imperdonable». Pedir perdón es pedir un imposible. Es pedir una gratuidad que excede con mucho el orden y el tráfico de lo debido, y que surge de una gratuidad que (aunque reconocible en esa gratitud originaria) aquí se hace plenipotenciaria.
No es de extrañar que la tradición bíblica diga que el perdón es exclusivo de Dios, y que nadie puede perdonar sino la omnipotencia capaz de sacar el bien del mal. Y no es de extrañar que Hegel diga que es el acontecimiento más memorable sobre la faz de la tierra. El que perdona no cambia la realidad, y sin embargo la revoca. «Perdón» significa «dar de más», y eso es exactamente lo que pide el que pide perdón. Pide aquello a lo que no tiene derecho; pide de más, pide lo que no está autorizado a pedir, siendo culpable y confeso.
Sin esta forma de memoria, no hay tradición, porque un elemento constitutivo de la tradición es la falla interior que nos cruza a todos, de parte a parte, y que nos conduce a hacernos daño inevitablemente. Claro que nuestros antecesores han hecho muchas cosas que merecen perdón. Y si no, no hay linaje, no hay identidad comunitaria. Pero el perdón es una forma de memoria paradójica, porque recuerda sin acusar. Sin esa forma de la memoria, sin el perdón de los hijos que restituye la integridad de la libertad sin negar su flaqueza, no hay tradición, ni paternidad como institución benigna. No la hay familiar, y tampoco social.
Pues bien, me parece que esta es la infraestructura cordial de las formas de comparecencia felicitaria del pasado: gratitud, deuda, perdón.