Fundado en 1910

El director del Instituto Cervantes, Luis García Montero, junto a Saksia Loer Hansen, de la universidad RMITEFE/Instituto Cervantes

El prestigio del Instituto Cervantes se agrieta por las condiciones laborales bajo la dirección de García Montero

Más allá del halo de institución modélica en todos sus aspectos, sale a la luz la situación precaria de los profesores colaboradores, sin seguridad social o sin derecho a paro, en contraste con los altos salarios de los directores

El Instituto Cervantes, la organización pública cuya misión es la enseñanza y la promoción de la lengua española, continúa su imparable expansión por el mundo gracias al inacabable caudal del español. El último centro abrió recientemente sus puertas en Los Ángeles, bajo la dirección del escritor Luisgé Martín, que además de autor de premiadas novelas, era el autor de los discursos de Pedro Sánchez.

Escritores colocados como gestores, como el mismísimo director de la organización, el poeta Luis García Montero, viudo de la escritora fallecida Almudena Grandes, cuya capacidad de organización o funcionalidad se pone en duda ante el caos denunciado por los profesores colaboradores, quienes afirman que su situación laboral no es muy diferente a la de los falsos autónomos de empresas como Glovo, señalada y perseguida por su sistema cuasi feudal de nobles directivos y pueblo empobrecido.

Inflación y falsos autónomos

Las quejas de estos colaboradores se pierden en un bosque de burocracia, la razón por la que se han empezado a organizar por todo el mundo para reclamar la mejora de sus condiciones. La inflación es uno de los grandes problemas junto al régimen local de contratación. Un director del Cervantes anónimo, confesó a El Confidencial que el sometimiento a la legislación local «produce distintos problemas», como el de que «hay países en los que es ilegal trabajar sin un permiso de trabajo, entonces todos los colaboradores están incumpliendo la legislación local».

Un caos encubierto estructural velado por el prestigio de una Institución cubierta por una suave pátina que se está levantando para dejar ver el óxido que la invade. Sin seguridad social, sin derecho a paro o a jubilación, estos trabajadores desplazados ven a como a los directivos se les paga hasta 40.000 euros, más de su salario base, en función del nivel de vida del país. Y aseguran, según El Confidencial, que «si el Estado mandara inspectores de Hacienda a cualquiera de las sedes del Cervantes en el mundo, dirían, por supuesto, que somos todos falsos autónomos».

Comisión Cecir

La reacción y la publicidad de esta situación ha trascendido por el hartazgo. García Montero hizo un guiño casi meramente poético, al lamentar el pasado octubre las «difíciles condiciones retributivas» de muchos empleados y «los sueldos congelados que tienen algunos contratados locales que no se benefician de los incrementos salariales de los compañeros españoles». Unos cuasi versos que chocan contra la hermética burocracia, lo profundo de la selva administrativa en la que se ubica el Instituto Cervantes.

Se habla de la comisión Cecir (según el Ministerio de Hacienda y Función Pública: un medio para compartir información relativa a la presentación de expedientes de modificación de Relaciones de Puestos de Trabajo entre los gestores de personal y los miembros de la Comisión Interministerial de Retribuciones y su Comisión Ejecutiva) como del mandamás en la sombra, una suerte de ente casi invisible contra el que chocan las demandas y donde se escudan los responsables del instituto, caracterizados de figuras decorativas cuya imagen empieza a no resistir el empuje de los trabajadores hastiados, más defendidos por los propios países de destino, como en Brasil, donde obligaron al Cervantes a regularizar a los profesores colaboradores.