Fundado en 1910
De hecho, si no hay un poco de insatisfacción, un poco de tristeza saludable, una sana capacidad de habitar en la soledad y de estar con nosotros mismos sin huir, corremos el riesgo de permanecer siempre en la superficie de las cosas y no tomar nunca contacto con el centro de nuestra existencia. La desolación provoca una «sacudida del alma»: cuando uno está triste es como si el alma se sacudiera; mantiene despiertos, favorece la vigilancia y la humildad y nos protege del viento del capricho. Son condiciones indispensables para el progreso en la vida, y, por tanto, también en la vida espiritual. Una serenidad perfecta, pero «aséptica», sin sentimientos, nos hace deshumanos cuando se convierte en el criterio de decisiones y comportamientos. Nosotros no podemos no hacer caso a los sentimientos: somos humanos y el sentimiento es una parte de nuestra humanidad; sin entender los sentimientos seremos deshumanos, sin vivir los sentimientos seremos también indiferentes al sufrimiento de los otros e incapaces de acoger el nuestro. Sin considerar que tal «perfecta serenidad» no se alcanza por este camino de la indiferencia. Esta distancia aséptica: «Yo no me involucro con las cosas, yo tomo distancia»: esto no es vida, esto es como si viviéramos en un laboratorio, cerrados, para no tener microbios, enfermedades. Para muchos santos y santas, la inquietud ha sido un impulso decisivo para dar un giro a la propia vida. Esta serenidad artificial, no va, mientras que la sana inquietud es buena, el corazón inquieto, el corazón que trata de buscar camino. Es el caso, por ejemplo, de Agustín de Hipona o de Edith Stein o de José Benito Cottolengo o de Carlos de Foucauld. Las decisiones importantes tienen un precio que la vida presenta, un precio que está al alcance de todos: es decir, las decisiones importantes no vienen de la lotería, no; tienen un precio y tú debes pagar ese precio. Es un precio que tú debes pagar con tu corazón, es un precio de la decisión, un precio que hay llevar adelante, un poco de esfuerzo. No es gratis, pero es un precio al alcance de todos. Todos nosotros debemos pagar esta decisión para salir del estado de indiferencia, que nos abate, siempre. La desolación es también una invitación a la gratuidad, a no actuar siempre y solo en vista de una gratificación emotiva. Estar desolados nos ofrece la posibilidad de crecer, de iniciar una relación más madura, más hermosa, con el Señor y con las personas queridas, una relación que no se reduzca a un mero intercambio de dar y tomar. Pensemos en nuestra infancia, por ejemplo, cuando somos niños, sucede a menudo que buscamos a los padres para obtener algo de ellos, un juguete, dinero para comprar un helado, un permiso... Y así los buscamos no por sí mismos, sino por un interés. Sin embargo, ellos son el don más grande, los padres, y esto lo entendemos a medida que crecemos. También muchas de nuestras oraciones son un poco de este tipo, son peticiones de favores dirigidos al Señor, sin un verdadero interés por Él. Vamos a pedir, pedir, pedir al Señor. El Evangelio señala que Jesús a menudo estaba rodeado de mucha gente que lo buscaba para obtener algo, curaciones, ayudas materiales, pero no simplemente para estar con Él. Estaba rodeado de multitud y, sin embargo, estaba solo. Algunos santos, y también algunos artistas, han meditado sobre esta condición de Jesús. Podría parecer raro, irreal, preguntar al Señor: «¿Cómo estás?». Y sin embargo es una manera muy hermosa de entrar en una relación verdadera, sincera, con su humanidad, con su sufrimiento, también con su singular soledad. Con Él, con el Señor, que ha querido compartir hasta el fondo su vida con nosotros. Nos hace mucho bien aprender a estar con Él, a estar con el Señor sin otro fin, exactamente como nos sucede con las personas a las que queremos: deseamos conocerlos cada vez más, porque es hermoso estar con ellos. Queridos hermanos y hermanas, la vida espiritual no es una técnica a nuestra disposición, no es un programa de «bienestar» interior que nosotros debemos programar. No. La vida espiritual es la relación con el Viviente, con Dios, el Viviente, irreductible a nuestras categorías. Y la desolación entonces es la respuesta más clara a la objeción que la experiencia de Dios sea una forma de sugestión, una simple proyección de nuestros deseos. La desolación es no sentir nada, todo oscuro: pero tú buscas a Dios en la desolación. En este caso, si pensamos que es una proyección de nuestros deseos, siempre seríamos nosotros quienes la programáramos, siempre estaríamos felices y contentos, como un disco que repite la misma música. En cambio, quien reza se da cuenta de que los resultados son imprevisibles: experiencias y pasajes de la Biblia que a menudo nos han entusiasmado, hoy, extrañamente, no suscitan ningún entusiasmo. E, igualmente de forma inesperada, experiencias, encuentros y lecturas a los que nunca se había hecho caso o que se prefería evitar ―como la experiencia de la cruz― dan una paz inmensa. No tener miedo a la desolación, llevarla adelante con perseverancia, no huir. Y en la desolación tratar de encontrar el corazón de Cristo, encontrar al Señor. Y la respuesta llega, siempre. Frente a las dificultades, por tanto, nunca desanimarse, por favor, sino afrontar la prueba con decisión, con la ayuda de la gracia de Dios que nunca nos falla. Y si escuchamos dentro de nosotros una voz insistente que quiere distraernos de la oración, aprendamos a desenmascararla como la voz del tentador; y no nos dejemos impresionar: simplemente, ¡hagamos precisamente lo contrario de lo que nos dice! Gracias.

PEXELS

¿Qué son los hábitos del corazón? (II)

El pasado 19 de noviembre de 2022, en el marco de la 24ª edición del Congreso Católicos y Vida Pública, Higinio Marín expuso una ponencia titulada «La invención del humano, los hábitos del corazón»

Los hábitos del futuro: proyecto, promesa y esperanza

Pero me parece también que el futuro como forma libre del tiempo y, más en concreto, del proyecto, de la promesa y de la esperanza. Con la misma estructura: el proyecto y la promesa tienen arraigo natural. No requieren de la revelación judeocristiana, si no es para su esclarecimiento y definición. La esperanza, en cambio, requiere la entrega de un legado que no surge de esta tierra.

El proyectar humano, magníficamente analizado por Julián Marías en su Breve tratado de la ilusión, es una forma de memoria del futuro porque quien proyecta tiene que mantenerse fiel, firme en el proyecto para llevarlo a cabo. Marías dice que no existe el sentido positivo de la palabra castellana «ilusión» en ningún otro idioma. Que el sentido frecuente en otros idiomas es lo iluso, la mera ilusión, pero no el sentido positivo de la ilusión como el impulso interior que anima a un proyecto.

La ilusión es la emoción proyectiva, el movimiento hacia un futuro como plan y como tarea. El proyectar se opone al quedar entregado al azar. De hecho, pro-jectum se podría traducir por adelantarse a la suerte, darle forma al futuro reduciendo la aleatoriedad evitable. Jacta es lo que se echa (alea jacta est) y proyectar es anticiparse, dirigir lo hacedero. Los proyectos mueren en el olvido, como los recuerdos. Pero cuando el proyecto tiene toda la amplitud de la existencia, entonces o forma parte de una vocación o lo es ya por sí mismo. El proyecto y la vocación están sujetos a los cambios inevitables y a los necesarios para preservar el proyecto mismo que requiere fidelidad. El amor humano y la vocación son formas intersubjetivas, dialógicas del proyecto e implican una coautoría del proyecto que en cierto modo nos es dado también. En tales casos, el proyecto forma parte también de la memoria de sí, de la propia identidad que se hace dialógica, conversacional y no un monólogo.

Pero el proyecto también es lo arduo, lo que requiere esfuerzo de uno mismo para cumplirse. Sin capacidad proyectiva se debilita nuestra capacidad de prometer. Si se piensa, prometer es disponer del futuro y darle forma desde la libertad, reduciendo toda contingencia superable. Prometer es convertir la memoria en la consistencia del futuro. Es prometedor, tiene futuro, el que ha prometido, porque con la promesa el futuro cobra la naturaleza de lo libre. Es una disposición de lo que no se tiene y sin embargo se toma para darlo con la forma de lo prometido: estaré aquí mañana para ti, pase lo que pase.

Además, la promesa tiene como un conatus interno, que es la incondicionalidad. No hay promesa condicional: «Te prometo que estaré aquí, si puedo»... ¡pues mejor no me lo prometas! Si me prometes, me lo prometes. Y eso quiere decir en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza. La promesa es la forma libre del futuro, es la habitación/posesión libre del futuro, es la disponibilidad de sí en el tiempo. Y además se define precisamente por su inalterabilidad.

Permítanme que lo ilustre con una novela de aventuras de Stevenson, La isla del tesoro. El deseo de releerla me acompañó largo tiempo sin poder precisar su motivo. Cuando finalmente pude hacerlo, una tenue decepción me hizo sentir que ahí relumbraba algo que no había encontrado. Me obligué a hacer una reseña y entonces caí en la cuenta. Entonces lo descubrí. Lo interesante de La isla del tesoro era el título: darse cuenta de que los tesoros están siempre en una isla. De la que siempre falta la mitad del mapa, y siempre hay unos piratas que quieren llegar antes.

Me pareció una imagen certera de la existencia humana. Pero en la historia de literatura oriental los tesoros no estaban en islas sino en cuevas, en mitad del desierto. ¿Por qué en el mar y en el desierto? Porque el desierto y el mar son la geografía del tiempo. Son el lugar donde el hombre no deja huella: no hay memoria de nada de lo que hacemos. El tiempo ahí es un señor despótico e instantáneo. Hagas lo que hagas, tu huella se está borrando antes de imprimirse. El océano y el desierto son la geografía de lo mutante. Son la imagen acelerada de la existencia humana sobre la tierra, donde antes o después no queda ni rastro de nosotros.

Entonces, ¿qué es un tesoro? ¿Qué es una isla? ¿Qué es una cueva? Es lo que sobrevive al tiempo. Lo que permanece inalterable al tiempo. Stevenson solo dice una cosa en todo el libro que permita aventurar semejante hermenéutica. Dice que las costas de la isla, aunque no hubiera tempestad, estaban siempre furiosamente batidas por las olas del océano. Como lo inalterable está siempre furiosamente batido por el cambio, por la transitividad fugaz del tiempo.

Así se entiende lo que es un tesoro. El tesoro lo inalterable. El oro, la plata, el diamante, que no son más que el core, el corazón de la isla. Y entonces se entiende lo que es una promesa. La promesa es lo que los hombres llevan consigo a lo largo de su existencia. Aquello que tuvo la forma de lo prometedor y ahora tiene la forma de un diamante, de lo que ha sobrevivido al tiempo, de aquello cuya dureza ha cobrado consistencia superior a la del diamante, que es una libertad persistente, fiel. La fides, la inalterabilidad del que promete.

Hay en nuestra tradición institucionalización de la incondicionalidad de la promesa y que se llama matrimonio indisoluble. «Desde hoy y hasta el último día de tu vida, yo estoy aquí para que tú no estés sola». Inconmovible. Sean cuales sean las tempestades, sean cuales sean las tormentas o las mudanzas fuera y dentro de uno u otro. Y entonces se entiende qué hicieron los Reyes Magos cuando llevaron tesoros atravesando desiertos. Lo que llevaban eran promesas, y ese es el corazón de una tradición que hace que se pueda crecer y multiplicar. En realidad, una tradición es ella misma un hábito de hábitos del corazón: lo que atraviesa el tiempo y es preservado en y a través de las mudanzas.

Pero el que promete da más de lo que tiene y nadie en su sano juicio haría una promesa semejante si reparara en lo que hace, a no ser que pudiera contar con un poder inmensamente más grande que el propio para cumplirlo. Por eso una promesa incondicional tiene por sí misma el carácter de lo religioso: el que promete confía y suplica poder cumplir la promesa. Y por eso el matrimonio es una institución naturalmente religiosa, y en el cristianismo católico, un sacramento.

Así que prometer es esperar comprometidamente poder cumplir la promesa. Es difícil institucionalizar la promesa incondicional si no hay una esperanza cierta. Pero la esperanza no es un cálculo favorable de las posibilidades de sacar a delante un proyecto o superar una dificultad. En realidad, la esperanza es lo que se tiene contra toda esperanza surgida del cálculo o la probabilidad, o las propias fuerzas. Así como el perdón es de lo imperdonable, es decir, del daño hecho deliberada y culpablemente, la esperanza lo es de lo inesperable.

La esperanza y el perdón que no surgen del cálculo no nacen de la tierra, tienen sus raíces en el cielo y sus frutos en la tierra, pero la hacen habitable con la forma de lo humano, revelándolo hacia más allá de sí. En cambio, dice Claudio Magris, «el diablo no cree en el futuro ni en la esperanza, porque no consigue imaginar siquiera que el viejo Adán pueda transformarse, que la humanidad pueda regenerarse». En ese sentido, la esperanza es lo que el diablo no se espera. No se espera que en las situaciones más desesperadas surja la luz del que, no obstante, espera; no cree que el hombre cuyos hábitos le dejan sin corazón, pueda, no obstante, reformarse. El diablo y su obra, la desesperación, creen ser y tener la última palabra. Por la esperanza, la tradición no es mera experiencia acumulada, sino apertura a la novedad, a lo inaudito. Sin la esperanza las tradiciones se vuelven vuejas, rutinarias, acomodaticias.

Tiene esperanza el que a pesar de la sobreabundancia de males persiste en esperar lo mejor porque la esperanza es lo que cabe tener cuando todavía no se sabe el final, cuando no se puede dar todo por sabido. Y de ahí que la esperanza sucumba en quién cree saberlo todo y vive en el mundo como si no hubiera misterios. El misterio es lo que nos obliga a la modestia porque cuanto más lo conocemos más sabemos que se nos escapa. En ese sentido la esperanza es la modestia que se abre al misterio, al misterio benéfico que acude en socorro, justamente contra toda esperanza.

Proyectar, prometer y esperar son tres formas de memoria, de hábitos del corazón, del futuro con la naturaleza de la libertad. Tres formas de la ilusión que confía en no ser meramente ilusa.

Sobre el sujeto de los hábitos del corazón

Para terminar, tan solo apuntar muy brevemente que esas dos triadas se anudan y se reanudan en otros tres hábitos que son correlativos y dependientes entre ellos: el pudor, la justicia y la veracidad.

Si despojamos a la corporalidad humana de su carácter de exposición de una interioridad vulnerable, de sede de una interioridad no profanable -que es lo que experimenta el sentimiento del pudor-, ese sujeto está severamente inhabilitado para reconocer en el otro lo que es de suyo. En la falta de pudor las intimidades se desvanecen como interioridades a salvo y la sexualidad se vanaliza en experiencia. Wilhelm Reich, el autor de La revolución sexual, sostiene en sus páginas de una manera persistente que, si acostumbramos a los niños a la desnudez, la revolución sexual ya está en marcha y, al cabo, casi cumplida.

Y sin pudor la inclinación a la justicia se debilita. El impúdico es el que debilita la posesión de sí y, correspondientemente, debilita el sentido del otro y de lo otro mismo, de manera que toma por la bravía de su fuerza lo que no es suyo, también la vida ajena, De ahí el vínculo entre impudicia y obscenidad. El personaje de la impudicia cruel está en la Ilíada con la forma de Aquiles, porque esa impudicia cruel es también inconsciente de la propia vulnerabilidad, de la propia condición mortal. Y el pudor es la autoconciencia subjetiva y sentimental -pues el pudor también es un sentimiento- de la vulnerabilidad propia y, por tanto, de la ajena.

El pudor es la condición de posibilidad del ejercicio de la justicia como el ejercicio de reconocer en otro lo que es de suyo desde un sí mismo íntegro. Y sin el hábito elemental de la justicia no puede haber el afecto teórico a la verdad, que no es más que la forma agradecida -Heidegger dice que pensar es agradecer- de quererle reconocer a la realidad lo que es de suyo, llamándola por su nombre. Filón de Alejandría, el filósofo judío contemporáneo de Cristo, lo dijo de otro modo: sin piedad no hay conocimiento.

comentarios
tracking