Picotazos de historia
El acto heroico que precipitó la muerte del zar Pedro I el Grande de Rusia
Siendo el primero y el más valiente, logró con su ejemplo salvar la vida de varios hombres que en otro caso hubieran sucumbido a las aguas
Eran las dos de la tarde del día 27 de enero de 1725, en su palacio de San Petersburgo, postrado en su lecho, Pedro I de Rusia (Moscú, 1672 - San Petersburgo, 1725) pidió que le trajeran pluma y papel para escribir. Con mano temblorosa garabateó «Lego todo a...», pero no pudo terminar la frase al caerse la pluma de la desfallecida mano del autócrata. Incapaz de continuar, hizo llamar a su hija Ana para dictar su último deseo. Cuando la princesa llegó su padre ya deliraba y no salió de ese estado hasta que le alcanzó la muerte, a las seis de la mañana del día siguiente.
El zar falleció a causa de una infección de orina que derivó en gangrena. Llevaba tiempo sufriendo mucho por este motivo. El verano anterior se sometió a una dolorosísima intervención que culminó con la expulsión de una piedra, de buen tamaño, por la uretra. A principios de octubre, incapaz de permanecer más tiempo postrado y contra la opinión de sus médicos – que, por una vez, estaban todos de acuerdo – decidió iniciar una pequeña gira de inspección. Primero visitó la fortaleza Schlusselburg, continuó con las herrerías de Olonets y las obras del canal del lago Ladoga. El 5 de noviembre, ya de vuelta en San Petersburgo, se embarcó en su navío personal para visitar una fábrica de armamento en la población de Systerbeck, en el golfo de Finlandia. Durante todo ese tiempo siempre tuvo dolores y problemas de micción, prueba de que la enfermedad seguía su curso.
Era principio de invierno. La mar estaba gruesa y el viento amenazaba con un temporal; el cielo gris presagiaba un empeoramiento y el agua estaba helada. Pasada la desembocadura del Neva, a la altura de la pequeña aldea de pescadores de Lakhta, avistaron un transporte que, azotado por las olas y el viento, había perdido el gobierno y era empujado hacía la costa. La nave embarrancó, quedando su quilla profundamente enterrada en la arena. La tripulación y los pasajeros, unos veinte soldados que eran trasladados a San Petersburgo, paralizados por el temor, contemplaban, impotentes, como el viento amenazaba con hacer zozobrar la nave.
¡Zar al agua!
Pedro ordenó que arriaran el esquife de su nave y, tras embarcar en ella, ordenó que se dirigieran hacia la nave embarrancada para tratar de salvar a los infortunados. Así, les arrojaron cabos para tratar de remolcarlos. Viendo que los asustados náufragos no reaccionaban, Pedro saltó a las someras aguas y se acercó hasta la nave embarrancada. Al ver a su zar que iba en su rescate, la tripulación y la tropa recuperaron el ánimo, aseguraron los cabos que les habían lanzado, saltaron por la borda para empujar la nave y, entre estos y los esfuerzos del esquife, lograron liberarla. Conseguido esto, se dirigieron al refugio de la aldea de pescadores. Todos dieron gracias a Dios por su salvación y a la oportuna y valiente actuación del zar, que estaba empapado hasta los huesos y aterido de frío.
Pedro, agotado, dolorido, empapado, helado hasta los huesos pero enormemente orgulloso de haber salvado esas vidas, se dejó llevar a una humilde morada de la aldea donde pasó la noche. A las pocas horas se inició la fiebre, volvieron los terribles dolores de vientre y la agonía que ya no le abandonaría hasta su muerte. Falleció a los 52 años.