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El autor de Nobleza de espíritu. Una idea olvidada, Rob Reiman, junto a la portada del libro

El autor de Nobleza de espíritu. Una idea olvidada, Rob Reiman, junto a la portada del libro

El Debate de las Ideas

La olvidada e inolvidable nobleza de espíritu

A poco que dejamos rienda suelta a la coherencia, no mirando a nuestro daño, caemos en la ética, la estética, la metafísica y la teología y, si queremos dar la vuelta, no ha lugar

Ignoro si el holandés Rob Riemen (1962) previó el éxito mundial que tendría su opúsculo Nobleza de espíritu. Una idea olvidada (2007). Es un librito muy curioso. A diferencia de mí, que, cuando hablo de la hidalguía espiritual que necesita nuestro tiempo, cito con absoluto desparpajo a aristócratas de sangre y aristócratas de tinta, antiguos y modernos, monjes y soldados, liberales y reaccionarios, snobs y teólogos, Riemen se acoge de un modo casi exclusivo a la sombra de Thomas Mann.

El gran novelista alemán había publicado en 1945 (¡marquen esa fecha!) un libro homónimo. Tampoco aventura Riemen ni una sola definición de nobleza de espíritu más allá de hablar de la nobilitas literaria y del canon occidental y algo del cuidado del alma de Sócrates y un poco del filósofo checo Potocka. Ni explica los motivos por los que esa idea de la nobleza de espíritu, que ha acompañado a la humanidad durante milenios, pareció olvidarse como por ensalmo: «Desde entonces [la publicación del libro de Mann, o sea, insisto, 1945] apenas hemos oído hablar ni hemos vuelto a leer gran cosa acerca del concepto de nobleza de espíritu. En nuestra sociedad, el término se considera inoportuno y el ideal subyacente ha caído en el olvido».

¿Por qué no da una definición? Mi sospecha es que definir la nobleza de espíritu, más allá de la incuestionable recomendación de leer a los clásicos, te impele a hablar de virtudes. Incluso en la Edad Media se remitían a ellas para hablar de caballerías: no bastaba la genealogía ni las armas ni la heráldica. Véase a una de las máximas autoridades en la materia, Ramón Llull: «El escudero sin nobleza de corazón no concuerda con la orden de caballería, porque nobleza de corazón fue el principio de la caballería y la vileza de corazón es la destrucción de la orden de caballería».

Ahora igual. A poco que dejamos rienda suelta a la coherencia, no mirando a nuestro daño, caemos en la ética, la estética, la metafísica y la teología y, si queremos dar la vuelta, no ha lugar. La nobleza de espíritu termina abocando a la aristocracia de espíritu, que ya no es una disposición, sino una esforzada excelencia, que chirría a los oídos igualitarios del mundo contemporáneo. Rob Rieman sabe que así no se consigue un best-seller.

Quizá calculador, más no cobarde, concluye su obra escurridiza con doce puntos contundentes sobre nobleza de espíritu. Son las doce ideas que el Nobel polaco Ceszlaw Milosz había aprendido de la filósofa Jeanne Hersch. Como quien no quiere la cosa, amparado en la autoridad de otros, Riemen deja esa carga de profundidad. Podemos bautizarlo como el Código Milosz-Hersch para la aristocracia cotidiana del siglo XXI:

  • 1. La razón es un regalo de Dios y sirve para comprender al mundo.
  • 2. Se equivocaron los apóstoles de la lucha de clases, de la libido y del ansia de poder.
  • 3. La realidad no es sólo nuestras percepciones.
  • 4. El amor a la verdad es una prueba de la libertad; la esclavitud se manifiesta en la mentira.
  • 5. Convivir es respetar.
  • 6. Hay mejores y peores.
  • 7. Cuidado con los intelectuales charlatanes.
  • 8. El arte sobrepasa a la filosofía.
  • 9. Existe la verdad objetiva.
  • 10. Existe la transcendencia.
  • 11. El tiempo decanta lo bueno.
  • 12. El pasado no está cerrado, cobra significado a través de nuestros actos posteriores.

Este conciso tratado de nobleza de espíritu tiene raíces muy hondas. El cardenal Ratzinger, en La bendición de la Navidad recoge una historia en la que aparece el sintagma «nobleza de espíritu» en una fecha tan medieval que no puede pasar desapercibida: «La Navidad de 1223. El terreno en Greccio había sido puesto a disposición del Pobre de Asís por un noble llamado Juan, de quien Celano narra que, a pesar de su gran alcurnia e importante posición, «despreciaba la nobleza de la sangre y aspiraba a la nobleza del espíritu». Por eso lo amaba Francisco». La cita no cumple los estándares de laicismo, pero resulta precozmente explícita.

A medida que nos acercamos a la Edad Moderna, las cosas no se hacen más políticamente correctas. «La edad de la caballería ha acabado. La de los sofistas, la de los economistas y contables ha llegado; y la gloria de Europa yace extinta para siempre», cinceló Edmund Burke en un acceso de abatimiento al enterarse del asesinato de la reina María Antonieta. Recordemos la hermosa ilusión de «La sociedad de los escudos», de Yukio Mishima: novísima orden nobiliaria para lectores e intelectuales japoneses. O Charles Maurras que, con los Camelots del Rey (las juventudes de Acción Francesa), logró que Jacques Maritain vislumbrase el aura de una renaciente caballería. En los años 20 y 30, como una reacción a la «rebelión de las masas» muchos pensadores vieron la necesidad de una recuperación de las elites, de la aristocracia, de la caballería, etc.

Rob Rieman no hace historia. Instado por José Manuel Grau en una entrevista para Nueva Revista, explica muy sucintamente por qué el concepto decae: «Desde el final de la Segunda Guerra Mundial, Occidente se enganchó a un enorme progreso económico, impulsa sólo el ser ricos, el tener éxito… Nos convertimos en una sociedad muy decadente que ha perdido la noción de lo que hace que tenga sentido una vida lograda». Pero hay más, y Riemen lo sabe. Por eso subraya en su título «la idea olvidada». Se lo calla, diciéndolo: estamos ante una de esas ideas que, según R. R. Reno en su ensayo El regreso de los dioses fuertes, Occidente ha querido desterrar tras el horror de la II Guerra Mundial.

La fecha en la que Thomas Mann escribe su Nobleza de espíritu deviene, por tanto, muy significativa: 1945. El premio nobel alemán no estaba dispuesto a que un concepto tan prístino y tan imprescindible como el de nobleza de espíritu se desprestigiase o abandonase por una identificación apresurada con el bando de los perdedores. ¿No hizo ya algo muy parecido cuando, nada más exiliarse en Estados Unidos en 1938, declaró en una conferencia en Nueva York: «Wo ich in, ist die deutsche Kultur», esto es, «Donde yo estoy, está la cultura alemana»? Daba un audaz, un orgulloso, un caballeroso, un heroico, un noble paso al frente para salvar espiritualmente a Alemania —él solo— de la quema de una identificación con el nazismo. ¿Pretendió hacer lo mismo con la nobleza?

El perspicaz Roberto Calasso coincide en La actualidad innombrable con Reno y con Mann en: «También se nos ha incitado a renunciar a la valentía, hacer de la cobardía una virtud, para ver si, de esta forma, se puede acabar con las guerras y con la necesidad de bizarría». Sin embargo, ninguna de esas renuncias conduce a nada bueno, como hemos comprobado en estos más de 75 años. En cambio, la nobleza de espíritu solucionaría de un plumazo muchos de los problemas de rabiosa actualidad, ya políticos (la mediocracia, la demagogia, la corrupción), ya sociales (la mentira, la deslealtad, el adocenamiento).

Mejor estrategia es no dejar que las asociaciones perezosas e injustas nos desvíen de este concepto esencial. Esa fue la postura de Albert Camus. Él, por su biografía, estaba libre de toda sospecha de elitismo o de connivencia con ningún totalitarismo y asumió con indesmayable constancia y claridad de ideas el ideal de la nobleza de espíritu: «En las convulsiones del tiempo, sólo me ha sostenido el sentimiento de que escribir es hoy un honor, porque ese acto obliga y obliga a algo más que a escribir».

Además, se da cuenta de la dimensión social de la idea: «Por más que pretenda otra cosa, el siglo anda buscando una aristocracia. Pero no ve que para ello necesita renunciar al objetivo que se fija como principal: el bienestar. No hay aristocracia sin sacrificio. El aristócrata es, en primer lugar, el que da sin recibir, el que se obliga. El Antiguo Régimen murió por olvidar esto». Camus pensó escribir un ensayo titulado: Breve tratado de moral práctica o (por provocación) de aristocracia cotidiana. Tenía el tono: «Una parte de mí ha despreciado sin medida esta época. Nunca pude perder, ni siquiera en mis peores incumplimientos, el gusto por el honor». Y el contenido: «Cualesquiera que sean nuestras debilidades personales, la nobleza de nuestro oficio arraigará siempre en dos compromisos difíciles de mantener: la negativa a mentir sobre lo que se sabe y la resistencia a la opresión». Su temprana muerte nos privó de este tratado fundamental.

Aun así, gracias a Camus, Calasso, Milosz-Hersch y Mann, y a la advertencia maquiavélica de Riemen, no podemos engañarnos diciendo que hemos olvidado la nobleza de espíritu. Hay despistes cómplices de la pequeñez de ánimo, pero no será nuestro caso. Contra esa excusa amnésica advierte desde hace dos mil quinientos años la dulce metáfora de la audaz Safo:

Como dulce manzana que enrojece,
en la rama más alta,
en la parte más alta del manzano.

Van los cosechadores
y la olvidan. ¿La olvidan?
Es demasiado alta para ellos.
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