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PEXELS

El Debate de las Ideas

Salvar la diferencia entre los sexos

En Estados Unidos, en Inglaterra, e incluso en nuestro propio país, hombres y mujeres son expulsados y cancelados porque se atreven a afirmar que sólo hay dos sexos

Eugénie Bastié, escritora y periodista de Le Figaro, fue invitada el pasado mes de diciembre a dar una conferencia en la Académie des sciences morales et politiques. En ella, polemizando con los teóricos de la deconstrucción, defiende la infinita riqueza de la alteridad de los sexos:

Es con una cita de Chesterton con la que quiero abrir mis palabras. En su libro Herejes, escribe que, mañana, «se encenderán hogueras para demostrar que dos y dos son cuatro. Desenvainaremos espadas para demostrar que las hojas son verdes en verano (...) Lucharemos por las maravillas visibles como si fueran invisibles».

Al hablarles hoy de «salvar la diferencia entre los sexos», me siento como si desenvainara la espada para demostrar que las hojas son verdes en verano. Pero aquí estamos. En la época del emoji de un «hombre embarazado» y de los trans como nueva figura icónica de la revolución planetaria, parece que es necesario desenvainar, sino la espada, al menos la pluma, para defender este prodigio visible que es la diferencia de los sexos como si fuera invisible.

En Estados Unidos, en Inglaterra, e incluso en nuestro propio país, hombres y mujeres son expulsados de las universidades, ven canceladas sus conferencias y a veces, como ya ha ocurrido, sus libros son pasto de las llamas porque se atreven a afirmar que sólo hay dos sexos y que uno no puede cambiar de uno a otro como se cambia de camisa. Y no exagero.

En Moscú, Pekín, Bamako o Delhi, en la parte no occidental del mundo se piensa sin lugar a dudas de manera muy diferente. Desde siempre, la humanidad se funda a partir del hecho biológico bruto de la diferencia de sexos. Nosotros somos la primera civilización que quiere deconstruirla.

¿Y por qué es grave? ¿Por qué he decidido tratar hoy este tema? La primera razón es epidérmica. Me resulta insoportable ver cómo una mentira tan grande -no hay dos sexos- prospera en el debate público. Hay que señalar esta paradoja de nuestro tiempo: mientras proclamamos el culto de la ciencia, la caza a los oscurantismos, la lucha contra las noticias falsas, aceptamos como un hecho no susceptible de debate la idea de que el sexo sería una pura construcción social.

La segunda razón es más profunda, casi metafísica. La diferencia entre los sexos es, junto con la enfermedad, el envejecimiento y la muerte, una de las marcas de nuestra finitud. Al atacar este límite, los deconstructores revocan la inexpugnable animalidad de nuestra condición humana. Además, a diferencia de la enfermedad, el envejecimiento y la muerte, límites también combatidos por los modernos, la diferencia entre los sexos no es una maldición, una debilidad, sino un trampolín y una riqueza.

Los defensores de la deconstrucción acusan de «pánico moral» a quienes osan denunciar la indiferenciación de los sexos. Su razonamiento remite a la lógica de la tetera de Freud. A le ha pedido prestada una tetera a B y se la ha devuelto con un gran agujero. Esta es su defensa: «En primer lugar, no te pedí prestada ninguna tetera; en segundo lugar, la tetera ya tenía un agujero cuando me la diste; en tercer lugar, te devolví la tetera intacta». En primer lugar, la diferencia entre los sexos no existe, en segundo lugar, no está para nada amenazada, en tercer lugar, no pasa nada si está amenazada porque su destrucción sería un beneficio para la humanidad. Pues bien, permítanme responder a esta argumentación en tres partes: 1. La diferencia de sexos existe; 2. Sí que está amenazada; 3. Tenemos que defenderla.

1. La diferencia entre los sexos existe

Creo pues que hay dos sexos. Prodigio visible al que hay que referirse como si fuera invisible. Frontera que nos separa desde el vientre de nuestras madres, la diferencia de los sexos es lo primero, la identidad más inmediata que salta a la vista cuando se conoce a una persona, incluso antes que su edad y su color de piel (observemos por otra parte que nadie piensa seriamente en cambiar de raza y que, a pesar de los espectaculares progresos de la cirugía estética, ningún anciano proclama ser un niño). Es una evidencia fenomenológica casi difícil de definir.

¿Qué es un hombre, qué es una mujer? No creo en una esencia de lo «masculino» o de lo «femenino». Prefiero hablar de un misterio siempre en vías de elucidación. Podría hablarles de la forma en que los hombres miran a las mujeres. De cómo las madres se estremecen por la noche cuando su hijo gime. Del instinto protector de los padres, de su gusto por el riesgo. De la atención a lo concreto y del gusto por el detalle de las mujeres, de la abstracción y de la atracción por la geografía de los hombres. Del pudor de unas y del honor de los otros. Podría hacerles mil retratos de la virilidad, desde la cólera de Aquiles a la perseverancia de Santiago, del viejo de Hemingway pasando por el sarcasmo de Rhett Butler. Y mil retratos de la feminidad, desde la valentía de Juana de Arco a la sensualidad de Colette, pasando por el descaro de Scarlett O'Hara.

No podría hacerles el elogio del eterno femenino, de las cualidades que inevitablemente se asociarían a mi sexo, ya que yo misma sólo soy una pequeña muestra poco representativa. De niña, yo era una de esas niñas a las que llaman «marimachos», que corren detrás de los balones y se hacen rasguños en las rodillas, a las que no les gustan los vestidos ni las muñecas. Cuando tenía cinco años pedí a mis padres un disfraz de príncipe. Me lo dieron sin ninguna reserva y nunca me sentí encadenada en mis deseos de existir o de imitar. Si hubiera nacido en una familia progresista en la década de 2010 tal vez mis padres me habrían enviado a una clínica para iniciar una transición de género. Hoy bendigo al cielo por ser mujer, no sólo por las innumerables ventajas que mi sexo recibe del régimen feminista bajo el que vivimos, sino porque he descubierto, además del amor conyugal, la inmensa alegría de la maternidad, ese «privilegio exorbitante de las mujeres» (Françoise Héritier).

«Hay dos sexos. Es ésta una realidad que la historia deberá convertir a partir de ahora en su cuarto principio, junto a la libertad, la igualdad y la fraternidad, si quiere estar a la altura de sus ideales», escribía en 1995 la feminista militante Antoinette Fouque. Tenía razón, pero también se equivocaba. Porque ni la libertad, ni la igualdad, ni la fraternidad existen en la naturaleza. La diferencia entre los sexos sí.

Estamos viviendo en la actualidad un extraño fenómeno: la divergencia radical de las ciencias humanas y de las ciencias físicas. Algo especialmente visible en esta cuestión de la diferencia sexual.

Mientras las ciencias cognitivas no cesan de avanzar y de probar la evidencia de una diferencia entre los sexos desde la más tierna infancia, las ciencias humanas, y en particular la sociología, no cesan de proclamar que se trata de una simple construcción social. Un ejemplo elocuente: en 2005, la investigadora en antropología Priscille Touraille defendió una tesis, bajo la dirección de Françoise Héritier, que pretendía demostrar que la diferencia de estatura entre hombres y mujeres no se debía a causas biológicas, sino a una construcción social que se remontaba al Paleolítico. En resumen, los hombres habrían privado a las mujeres de carne desde aquella época, lo que explicaría por qué son más pequeñas que los hombres en la actualidad. Esta tesis del «patriarcado del filete», como la llamó la periodista Peggy Sastre, es evidentemente absurda. El dimorfismo sexual, que también se da en los primates, se explica por la selección natural: los machos más fuertes ganan en la competición por las hembras, lo que lleva a favorecer el linaje de los machos de mayor tamaño.

Podría enumerar innumerables pruebas científicas de la diferencia entre los sexos. Los estudios han demostrado que, desde su nacimiento, los niños tienen diferentes sensibilidades a la hora de elegir actividades. El mayor estudio jamás publicado sobre el tema [1] demuestra que «las preferencias en materia de juguetes en función del sexo pueden considerarse como una constatación bien establecida», y esto «ya a los 9 meses de edad». Estas preferencias se basan en diferencias biológicas que confieren a los niños más aptitud de rotación mental y de interés por el espacio, mientras que las niñas se interesan más por los rostros y tienen mejor motricidad fina. Los defensores del género confunden la causa y el efecto: no es porque los niños estén sometidos a «estereotipos de género» por lo que juegan con juguetes diferentes, sino que porque son diferentes es por lo que se sienten atraídos, por término medio, por actividades diferentes. Otros estudios demuestran que, por término medio, el cerebro de las chicas madura en la adolescencia dos años antes que el de los chicos.

Señalemos también la «paradoja de la igualdad»: ¡cuanto más desarrollados e igualitarios son los países, mayores son las diferencias entre las elecciones de ambos sexos! ¡Cuanta más igualdad hay, más sexistas son las elecciones profesionales! Cuantas más opciones tienen las mujeres, más se diferencian sus carreras profesionales de las de los hombres. Por término medio, las mujeres tienden más a dedicarse a profesiones asistenciales y los hombres a profesiones relacionadas con objetos (ingenieros). Esto se verifica en países tan igualitarios como los del norte de Europa. Por contra, las mujeres dedicadas a las matemáticas y, más en general, las mujeres que destacan en lo «objetual», son más numerosas en los países bajo el yugo de un despotismo de inspiración religiosa: la iraní Maryam Mirzakhani, primera mujer en ganar la Medalla Fields, fue un caso de libro al respecto, señala una vez más la periodista Peggy Sastre. Del mismo modo que había más mujeres científicas en los países comunistas que en el «mundo libre».

En todas partes, el constructivismo social choca con la diferencia biológica entre los sexos, fundamento inexpugnable de la condición humana. No, no todo está construido. Como dice la feminista libertaria estadounidense Camille Paglia: «La fría verdad biológica es que los cambios de sexo son imposibles. Cada célula de nuestro cuerpo, a excepción de las células sanguíneas, contiene de por vida el código de nuestro sexo de nacimiento».

Intentemos llegar al meollo de esta diferencia sexual. Para ello tenemos que remontarnos a Aristóteles. La mujer engendra en su propio cuerpo, el hombre engendra en el cuerpo de otro. De esta diferencia esencial y vertiginosa nace todo lo demás. Un hombre puede violar, una mujer no. A lo largo de las decenas de miles de años de evolución de nuestra especie, las mujeres han elegido a hombres fuertes para proteger a su descendencia y para protegerse a sí mismas de otros hombres. El efecto de esta selección sexual ha sido aumentar la fuerza y la agresividad de los hombres. Por término medio, los hombres son más agresivos, asumen más riesgos y tienen una libido más alta que las mujeres.

Agresividad, riesgo, sexo: estos son los tres ámbitos en los que se observan diferencias significativas de comportamiento entre hombres y mujeres. Por supuesto, esto no significa que algunas mujeres no deseen correr más riesgos o tengan más apetito sexual que los hombres. Pero, por término medio, es así. Del mismo modo, hay sin duda una relación de las mujeres con el tiempo diferente, ya que sus cuerpos se lo recuerdan periódicamente. De ahí una atención quizá más aguda hacia lo concreto. «No es a la eternidad a lo que ellas aspiran, sino a la duración humana», escribe alegremente Mona Ozouf en Les mots des femmes.

Estas diferencias existen. Pueden ser magnificadas o negadas por la cultura. Así, algunas culturas valoran la violencia masculina, otras no. Unas inventan el velo para esconder a las mujeres, otras la caballerosidad para esconder el deseo de los hombres. La cultura y la biología están unidas en una maraña tan antigua que resulta difícil desenredarlas.

Pero vayamos a la diferencia esencial, la maternidad. La que las feministas ya no quieren ver, porque hacen de sindicalistas de un sujeto, la mujer, al que vacían de contenido. La mujer engendra en su propio cuerpo, el hombre engendra en el cuerpo de otro. De esta diferencia nacen todas las demás. Mater certa est, la madre siempre es segura, dice el derecho romano. Pater est semper incertus, pero el padre no lo es. Pater is est quem nuptiæ demonstrant, el padre es aquel que las nupcias demuestran. El matrimonio fabrica padres. La mujer es relegada a lo privado, donde puede ser vigilada para estar seguros de que no sea fecundada por otro.

Recuerdo un diálogo en El vizconde de Bragelonne, que cito de memoria, donde Dumas resume a la perfección la esencia de los poderes inversos de lo masculino y de lo femenino. María Teresa de Austria se queja a su suegra, Ana de Austria, madre de Luis XIV, de que su marido no deja de engañarla con otras mujeres. La Reina Madre tranquiliza así a su nuera: «No te preocupes. Él te necesita para dar un príncipe al reino, tú no le necesitas para dárselo».

Este es el quid de lo que llamamos «patriarcado». No se trata de un complot malicioso orquestado por los hombres, sino de una alianza, un pacto nacido de las obligaciones impuestas por la biología. Recuerda al pacto que unía, bajo el antiguo régimen, a los tres estados. Nosotros, los modernos, tenemos tantos prejuicios contra los prejuicios que a menudo olvidamos que la tradición no es más que una solución ideada en un momento de la historia lo suficientemente eficaz como para haber sobrevivido al paso de los siglos. Las mujeres son relegadas a lo privado, pero a cambio, los hombres derraman su sangre. Que este pacto fundacional haya llegado a desequilibrarse en algún momento, o que incluso fuera francamente injusto y que por su injusticia haya desembocado en una revolución, es otra cuestión.

Hablemos de esta revolución. Ha sido progresiva. Pero el momento decisivo, me parece, es el control de la procreación por parte de las mujeres, hecho posible en los años 1960 por la anticoncepción y el aborto. Esto lo cambia todo. Cae la piedra angular del patriarcado. Ya no existe. De ahí, sin duda, el apego casi religioso que rodea al derecho al aborto en nuestras democracias. Es al patriarcado lo que la soberanía popular fue para la monarquía: el punto de inflexión hacia un nuevo régimen. La hegemonía masculina era universal, ya no lo es en Occidente. El antiguo régimen de dominación ha sido derrocado. Pero lo curioso es que más de cincuenta años después de la revolución, el discurso progresista dominante consiste en afirmar que ésta nunca ha ocurrido, que todo está por hacer. Así es como se reconoce a una ideología: por su deseo de tabla rasa perpetua.

2. ¿Por qué la diferencia de los sexos está hoy en día amenazada?

Han existido tres olas feministas. La primera era política: consistía en conceder a las mujeres los derechos conquistados para los hombres por la revolución y luego por la República (derecho de voto, igualdad de acceso a los cargos, independencia económica). La segunda fue un cambio antropológico: la revolución sexual de los años 1960-70. La tercera es puramente ideológica. Esta teoría revolucionaria tiene un nombre, que curiosamente a sus turiferarios no les gusta: teoría de género.

La indiferenciación de los sexos, avatar último de la tabula rasa, hace estragos. Desde la palabra «mademoiselle», suprimida de los formularios administrativos, hasta los juguetes para niños, pasando por las clases de danza en Ciencias Políticas, donde ya no se puede decir «hombre-mujer» sino «leader-follower», en todas partes la asimetría de los sexos es deconstruida sin piedad como un estigma de dominación.

Permítanme que les hable de John Money. A los partidarios del género no les gusta que evoquemos este doloroso caso. Pero fue él con quien empezó todo. En 1955 inventó el concepto de gender. Trabajaba entonces con niños hermafroditas, a los que asignaba arbitrariamente un sexo, primero «culturalmente» y luego quirúrgicamente. El pobre David tuvo que pagar el precio: su pene había sido mutilado por una circuncisión fallida. El Dr. Money ordenó entonces a sus padres que lo criaran como a una niña, rebautizándolo como Brenda. Pero en la pubertad, cuando llegó el momento de la operación quirúrgica que debía dotar al niño de la vagina conforme a su nueva identidad, Brenda se rebeló y tomó el nombre de Bruce, al mismo tiempo que él (¿ella?) intentaba recuperar su identidad masculina. David-Brenda-Bruce, con su género «problemático», acabará suicidándose en 2002.

Surgido en el campo de la psiquiatría, la noción de género fue recuperada por las feministas en las ciencias sociales. La feminista británica Anne Oakley fue la primera en teorizar la distinción entre sexo biológico y género (cultural) en 1972. Sin embargo, su libro empezaba con esta frase: «Todo el mundo sabe que los hombres y las mujeres son diferentes». Una evidencia obvia que la tercera ola feminista se apresurará a echar por tierra. Así, Judith Butler, la papisa norteamericana del género que trabaja sobre las minorías sexuales en los Estados Unidos, decidió desplazar el campo de batalla al sexo, concebido como una construcción cultural. Lo que ella cuestiona es la «pretendida naturalidad de la bicategorización de los sexos». El verdadero objetivo de Butler es desplazar la lucha feminista del combate por la igualdad real hasta la destrucción de las normas heterosexuales.

En una lógica completamente posmoderna, que no admite ninguna definición universal de la vida buena, el único objetivo de Butler es hacer las vidas más «vivibles», es decir, sin normas, porque las normas definidas, dictadas para la mayoría, impiden a ciertas minorías su desarrollo. Se trata de poner fin a la polarización universal del género humano en dos sexos, juzgada artificial, arbitraria y estigmatizante, en beneficio de una vaga «transidentidad» (queer), o por el contrario, poniendo etiquetas muy precisas relativas no al sexo, sino a la «orientación sexual» (gay, lesbiana, bi, etc.). Ambas operaciones pueden, por supuesto, combinarse. «¿Tienes vagina?»: a esta pregunta, Monique Wittig, la lesbiana radical francesa que inspiró a Butler, respondió simplemente: «no». Este idealismo implacable (Butler hizo su tesis sobre Hegel, el maestro insuperable del idealismo alemán), que rompe con el realismo biológico, es también un relativismo. En efecto, si todo es cultura, todo es lenguaje, no hay ninguna norma exterior a la subjetividad de la persona. Lo real debe desvanecerse ante nuestra voluntad. O mejor dicho: la realidad es lo que decide nuestra voluntad.

Pico della Mirandola escribió en 1487 el paradigma de los nuevos tiempos: «Yo no te he dado ni un lugar determinado, ni un rostro propio, ni un don especial, oh Adán, para que tú decidas tu lugar, tu rostro y tus dones». La teoría de género no es más que la radicalización última del presupuesto moderno de la indeterminación. La existencia precede a la esencia. «Yo me soñaba como el fundamento absoluto de mí misma y mi propia apoteosis», escribió Simone de Beauvoir en Memorias de una joven formal. «No se nace mujer, se llega a serlo», afirma en El segundo sexo. ¿Por qué convertirse en mujer?, añade Butler. Si el género se construye, entonces es posible deshacerlo y rechazar esa identidad «asignada». Del desvelamiento de la construcción se pasa al imperativo de la deconstrucción. A partir de ese momento, se abre el supermercado de las identidades, donde Adán puede elegir su rostro, sus dones, pero también su sexo y su orientación sexual, en combinaciones tan infinitas como la carta de un fast-food. Ni naturaleza ni cultura, todo es cuestión de voluntad.

En este sentido, el trans, que se ha convertido en la figura tutelar de la nueva revolución de género, como el obrero lo fue de la revolución marxista, no es más que la conclusión última del individuo. Llegamos así al sentido pleno de la noción de «performatividad de género» inventada por Judith Butler. Las identidades sexuadas no son más que juegos teatrales, invenciones del sujeto. Hay que sustituir los roles culturales estándar impuestos por la sociedad con juegos individuales. Cada uno debe inventar su propia partitura.

La paradoja es que, a medida que se deconstruye la binariedad de la diferencia de los sexos, se multiplican las etiquetas LGBTIQ+. O que la reivindicación de libertad se transforme en el ejercicio de una vigilancia generalizada de las opiniones desviadas. Ejemplos recientes son la interrupción e incluso cancelación de las conferencias de Agacinski, Elliachef o Heinich, las tres acusadas de homófobas o transfóbicas. Por todas partes se despliega ferozmente la cultura de la cancelación contra quienes critican la teoría de género.

La ironía final es que la liberación respecto del biopoder del Estado, defendida en su día, por ejemplo, por Michel Foucault, se transforma en una exigencia de reconocimiento por parte del Estado. Así, Judith Butler obtuvo un «certificado de persona de género no binario en California». Lo que antes se reivindicaba como una forma de marginalidad se convierte en la reivindicación de una nueva norma. Adiós a Proust, Gide, Genet, la transgresión existencial y literaria deja paso ahora al militantismo subvencionado, fomentado por las grandes multinacionales y por las autoridades oficiales.

Y es que la «fábrica de queers» posee también su dimensión totalitaria. Porque «quien quiere hacer de ángel, hace de bestia»: los niños no se ponen a jugar espontáneamente con muñecas, ni las niñas a bomberos. Hay que destruir. Hay que inculcar la deconstrucción a golpe de ABCD y de propaganda. La originalidad de la teoría de género reside en esto: pasar de la historicidad de la diferencia de sexos a su caducidad. Pasar del «está construido» al «hay que deconstruir». Pasar de la puesta en evidencia de las relaciones sociales codificadas a su atomización planificada.

En un artículo publicado en Le Monde en febrero de 2014, los partidarios del género condenaban la «ignorancia y el antiintelectualismo de los que denuncian a la ciencia en nombre del sentido común». Sin embargo, como hemos mostrado en la primera parte, son precisamente los estudios de género los que son abrumadoramente anticientíficos, ya que cuestionan la biología. En su ensayo La ley de género, el filósofo Drieu Godefridi tiene una intuición acertada: confronta la «teoría de género» con el criterio de cientificidad de Karl Popper. Para Karl Popper, lo que distingue una teoría científica de una teoría metafísica (o de una ideología) es su posibilidad de ser refutada o falsabilizada. Una teoría no falsable, es decir, no científica, es aquella que se resiste a la demostración contraria y que incluye esa refutación como parte de la propia teoría. Ejemplo: si criticas el marxismo es porque eres un burgués. Si criticas el psicoanálisis es porque eres un neurótico. Si se critica la teoría de género es justo la prueba de que el mundo está gobernado por la «casta heterosexual» que busca mantener su poder por todos los medios. Una lógica implacable y orwelliana, que niega toda posibilidad de crítica remitiéndola con sorna a las fantasías de los «complotistas de género». Porque ésta es una de las especificidades de la teoría de género: sus partidarios afirman que no existe. A sus ojos, la disociación de sexo y género es sólo cuestión de observar la realidad.

La teoría de género toma así el relevo de las grandes utopías del siglo XX. El marxismo ha muerto, el gran amanecer colectivo queda aplazado, ahora se trata de hacer la propia revolución individual, de escribir nuestra propia historia. Ya no de cambiar la vida, sino de cambiar la propia vida. Este discurso es muy eficaz porque, a diferencia de la lucha de clases, puede encontrar eco en cada uno de los individuos.

En 1987, el sociólogo Jean Baudrillard ya lo había escrito: «Todos somos transexuales». Quería subrayar que la esencia misma del sujeto posmoderno era no tener esencia, vivir repartido entre identidades a la carta. El liberalismo integral promovido por la mundialización encuentra en estas condiciones una salida natural en esta teoría de género que invita a cada uno a convertirse en su propia marca, a inventar su propia narración de sí mismo. Es por eso mismo por lo que, por otra parte, las grandes multinacionales han hecho de ello su credo. Multiplicar las asignaciones de identidad significa desarrollar otras tantas cuotas de mercado.

3. ¿Por qué es necesario salvar la diferencia entre los sexos?

Tras haberles hablado durante un rato sobre la diferencia entre los sexos, mientras los tambores de guerra retumban fuera de esta asamblea, mientras se multiplican las crisis de todo tipo y mientras asistimos al derrumbe de todas las autoridades, me siento como uno de esos teólogos de los que se decía que discutían sobre el sexo de los ángeles en Constantinopla mientras los turcos estaban a sus puertas. Pero, como ya he dicho, considero que esta cuestión es esencial. ¿Por qué es tan importante?

Pues porque si el hecho bruto de la diferencia entre los sexos siempre estará ahí, su forma cultural e incluso civilizacional puede desaparecer, y en ese caso la humanidad se vería abocada a graves problemas. Mencionaré tres de ellos: el malestar femenino, el malestar masculino y la guerra entre sexos.

En primer lugar, el malestar femenino. Vivimos en una época paradójica. En el mismo momento en que las mujeres parecen haber alcanzado un punto de emancipación sin vuelta atrás, en que se les da la oportunidad de hacer las mismas carreras que los hombres, en que acceden a los puestos más altos, en que se sientan en el seno de esta academia y en que el sexismo se está convirtiendo en algo residual, las reivindicaciones feministas se radicalizan. ¿Por qué?

Se podría ver en esto la paradoja de Tocqueville. «Cuando la desigualdad es la ley común de una sociedad, las mayores desigualdades no llaman la atención; cuando todo está más o menos nivelado, las menores resultan hierentes», escribió en El Antiguo Régimen y la Revolución. Dado que las mujeres han llegado a ser más o menos iguales a los hombres (las diferencias salariales residuales se deben esencialmente a la maternidad), las desigualdades que persisten, entre ellas la principal de la violación, son juzgadas completamente insoportables. Para René Girard el orden social se funda en la diferencia y es cuando la indiferenciación es demasiado fuerte cuando surge la violencia (el ejemplo lo dan los gemelos de los grandes mitos, Rómulo y Rómulo, Abel y Caín). Cabe preguntarse hasta qué punto la indiferenciación organizada entre los sexos, su androginización, no produce una nueva forma de violencia, al exaltar la rivalidad mimética entre ellos.

Otra hipótesis interesante es la desarrollada por Emmanuel Todd en Où en sont-elles? Según el antropólogo, el malestar de las mujeres se explica menos por los residuos de la dominación masculina que por el acceso de las mujeres a todos los problemas de los hombres, y en particular a la anomia en el sentido durkheimiano: en una sociedad móvil, la gente ya no sabe qué esperar de la vida y aparece entonces el malestar social. Las mujeres acceden a las patologías psicosociales hasta ahora reservadas a los hombres: resentimiento de clase, desarraigo, ansiedad por su destino personal, etc.

El nuevo poder de las mujeres tiene un precio. Todo es posible para ellas. Pueden elegir cualquier cosa. Han ampliado su espectro, se han convertido en hombres como los demás, pero conservando sus prerrogativas femeninas, y sienten un cierto vértigo. Acumulan roles, el de madre atenta al desarrollo de su progenitura (sometidas a la presión de hacer «hijos perfectos», que se ha vuelto insoportable), y el de mujer de éxito capaz de escalar cada uno de los escalones del poder. Sobre ellas recae lo que las feministas llaman «carga mental» y que yo más bien llamaría la «preocupación por lo concreto» propia de las mujeres. Se les pide que estén tan disponibles como los hombres en el trabajo. Pero la economía hace economía del cuerpo de las mujeres. Les pide que sean más activas justo en el momento en que son más fértiles. Esto conduce a frustraciones inevitables. La frustración de sacrificar a sus hijos por sus carreras o a sus carreras por sus hijos. «Quienes dejan que sus hijos les frenen son las perdedoras en la carrera hacia el éxito», escribe Christopher Lasch. O también Chesterton: «El feminismo piensa que las mujeres son libres cuando sirven a sus patrones, pero que son esclavas cuando ayudan a sus maridos».

Pero para los hombres es peor. Las mujeres acumulan roles. Los hombres han perdido su rol sin adquirir uno nuevo. Como resumió Marcel Gauchet, «la masculinidad ha pasado de ser un sistema de evidencias a una puesta en duda sistemática».

«Nunca lo femenino ha estado tan en peligro», escribía yo en 2016 en mi libro Adieu Mademoiselle. Creo que hoy escribiría «nunca lo masculino ha estado tan en peligro». Creo que la empresa de borrar la diferencia sexual pesa más sobre los hombres que sobre las mujeres, porque la virilidad es más una construcción que la feminidad. En efecto, el cuerpo de las mujeres se lo recuerda a sí mismas, ya sea a través de la menstruación, de los nueve meses de embarazo o del reloj biológico que las obliga a pensar en la maternidad. Sus cuerpos están inscritos en el tiempo. Hagamos lo que hagamos para deconstruirlos, permanecen, al igual que la llamada silenciosa, poderosa y universal a la maternidad. Simone de Beauvoir lo sabía bien cuando declaró a una revista estadounidense: «Ninguna mujer debería poder quedarse en casa para criar a sus hijos. La sociedad debería ser totalmente diferente. Las mujeres no deberían tener esa opción, precisamente porque si existe esa opción, demasiadas mujeres querrán hacerla». En esto se nos presenta como digna heredera de Jean-Jacques Rousseau: «se les obligará a ser libres».

Para los hombres es diferente. La virilidad es en parte una construcción social. Tanto más en un mundo en el que la fuerza, marca esencial de la diferencia biológica entre los sexos para los hombres, ha perdido su utilidad. En la era de los robots, la fuerza de los hombres ya no es importante. «Ya hablaremos de eso cuando tengamos que cargar con algo pesado»: la respuesta del agente OSS 117 a la espía israelí que aboga por la igualdad entre sexos resulta ahora cómica. ¿Qué queda entonces? La cultura. Pero ésta ha sido arrasada por la revolución feminista.

La virilidad está más construida que la feminidad. Esto puede verse en la ropa de hombre, por ejemplo. ¿No ha variado extraordinariamente a lo largo del tiempo? Caballeros, hace unos siglos llevabais tacones, anillos y vestidos. La indumentaria femenina ha cambiado poco en comparación, ya que el vestido ha permanecido constante desde la antigüedad. Hoy, salvo en ocasiones excepcionales en las que los hombres lucen traje verde, todos ellos visten austeros trajes y corbatas, como si la fantasía les fuera ahora negada en favor de una virilidad severa a medida que se va desvaneciendo la diferencia entre los sexos.

La entrada de la mujer en la edad adulta se hace a través de su cuerpo. Tienen la regla y sus madres, tías y abuelas les transmiten el secreto de esa misteriosa transformación. «Eres ya una mujer, hija mía»: todas las mujeres recuerdan aquel día. Para los hombres, es más complejo. Todas las sociedades han inventado ritos de paso a la edad adulta. En Etiopía, el adolescente salta cuatro veces sobre un buey castrado. Los inuit solían ir a cazar al lejano norte solos con sus padres. Los judíos tienen su Bar Mitzvah. Hasta hace poco, en Occidente teníamos el servicio militar. Y hoy, ¿qué tenemos? Nada. Los hombres jóvenes son abandonados a su suerte, congelados en una eterna adolescencia, sin tener siquiera el incentivo de convertirse en padres porque no están presionados por ningún deber de transmisión, ningún reloj biológico. Si no existiera Instagram, invitando a las chicas a presionar a sus amigos a casarse con ellas para poder hacerse bonitas fotos que subir a la red, probablemente el matrimonio habría desaparecido de nuestras tierras.

¿Qué modelo se ofrece hoy a los jóvenes? Las películas de Walt Disney sólo les presentan modelos con los que las chicas deben identificarse: guerreras o princesas que rechazan al Príncipe Azul. Van retrasados en la escuela (un año de media en los países de la OCDE), son minoría en la universidad, mayoría entre los parados, desclasados en el mercado laboral, adictos a la pornografía. En su ensayo Of Boys and Men, el escritor estadounidense Richard Reeves señala la implacable constatación del declive masculino en los Estados Unidos: en la escuela, en el trabajo, en sus familias, los hombres ya no tienen un lugar en la sociedad del siglo XXI.

Pertenecen a un sexo que ya no tiene razón de ser. Se ha invertido la «valencia diferencial de los sexos» (Françoise Héritier). A partir de ahora, todo lo asociado a lo femenino es positivo, todo lo asociado a lo masculino, negativo. Ya no podemos hacer generalizaciones sobre las mujeres, salvo para alabarlas, ya no podemos hacer generalizaciones sobre los hombres, salvo para culparlos. El empoderamiento femenino por un lado, la masculinidad tóxica por el otro.

Y sin embargo, la virilidad, si ya no está organizada, pulida, civilizada por la cultura, acabará siempre por reaparecer. Es la virilidad de la pornografía, de la cultura del suburbio, de los youtubers culturistas. De cierto modelo islámico que propone la imagen tradicional de una mujer sumisa y un hombre con una virilidad conquistadora. En Sumisión, Michel Houellebecq hace de la cuestión de la virilidad la clave de la conversión al Islam de los occidentales, que pueden así tener acceso a las mujeres. El riesgo es que, a medida que se deconstruye la virilidad en nuestras costumbres, renazca en la adopción de otras costumbres, o bien en una reacción masculinista potencialmente violenta. Esta cultura masculinista violenta ya se está desarrollando de forma inquietante en las redes sociales.

He hablado del hombre, he hablado de la mujer. Pero no he hablado de lo que quizás sea lo más importante: del vínculo que une al hombre y a la mujer. Ese vínculo, que puede haber sido a veces, a menudo, un vínculo de sujeción, pero que ha sido, como atestigua toda la historia del mundo, y la literatura en particular, también el más incandescente de los vínculos de amor. Lo que desde siempre fue una comunidad de destino se está convirtiendo hoy en día en una guerra de trincheras. Camaradería por un lado, sororidad por el otro. Dos comunidades se enfrentan ahora como si la suerte de una dependiera del debilitamiento de la otra. «Ni tú sin mí, ni yo sin ti», cantaba Marie de France en sus poemas cortesanos.

Pero ahora es más bien la profecía de Vigny la que se hace realidad:

La Mujer tendrá Gomorra y el Hombre tendrá Sodoma,
​Y lanzándose una mirada furiosa desde lejos,
​Ambos sexos morirán, cada uno por su lado.

Pero lo que anuncia es un mundo en el que estarán ausentes las historias de Eloísa y Abelardo, de Romeo y Julieta, de Tito y Berenice, de Pelleas y Melisande, de Edmond y Mercedes, de Charles y Odette. ¿Sabemos bien lo que se nos invita a sacrificar en nombre de la deconstrucción?

Es el amor y es la familia.

En El segundo sexo, Beauvoir establece un paralelismo entre la sumisión de las mujeres y la dominación de los negros en Estados Unidos. Las mujeres, como los negros, si le hacemos caso, ven limitados sus horizontes por el mero hecho de haber nacido en el lado equivocado de la valla. Así, convierte a las mujeres, a pesar de sus heterogéneas condiciones sociales, en un pueblo único, que tiene que sufrir la misma carga. Pero a diferencia de los negros o de la clase trabajadora, las mujeres no forman una comunidad de intereses, sino que se encuentran en las familias. Al sembrar la semilla de la división, no entre comunidades, no entre clases, sino entre padre y madre, hijo e hija, marido y mujer, Beauvoir ataca el núcleo de la condición humana, la familia, que se ha convertido en el campo de batalla de la guerra de sexos.

La diferencia de sexos existe. Se puede negar, pero resurgirá, de forma brutal, degradada, caricaturesca. O también sobrevivirá por lo kitsch, lo que Kundera llamaba la «dictadura del corazón». Cuando no es el campo de batalla de una guerra de sexos, la relación hombre-mujer es el escenario de un amor kitsch, una simbiosis de acumulación, mediocridad y falso romanticismo sin originalidad, vehiculado a través de las series norteamericanas. Parece que la pareja occidental sólo puede elegir entre la estandarización de los sentimientos producida por la cultura publicitaria o la militancia sexual. O la cursilería o la desconfianza, ésta es la alternativa que se ofrece al dulce comercio entre los sexos.

Frente a este «espíritu de geometría», con sus «miradas lentas, duras e inflexibles» (pensemos en la tiranía cotidiana impuesta por las innumerables precauciones lingüísticas dictadas por el espíritu de los tiempos feminista, desde la espantosa escritura inclusiva hasta el ya icónico «estos y estas»), hay que recuperar lo que Pascal llamaba «el espíritu de finura». Al contrario del espíritu de geometría, que pretende objetivar el mundo a través de cifras, el espíritu de finura comprende que el prejuicio no es necesariamente una herramienta de poder, sino también una brújula establecida por las generaciones que nos preceden para que no tengamos que reinventarlo todo. El espíritu de finura es crítico con la tradición, pero lo bastante hábil para comprender que no se puede vivir sin modelos ni códigos sociales. El espíritu de finura tiene sus principios «en el uso común y ante los ojos de todo el mundo». Estos principios, dice Pascal, «apenas se ven, se los siente más que se los ve, se tienen infinitas penas para hacer que los sientan aquellos que no los sienten».

El amor y la infinita riqueza que ofrece la alteridad de los sexos son cosas que no se pueden probar, que son difíciles de construir. Es un tesoro, depositado en lo que Burke llamaba «el banco general y el capital constituido de las naciones y de los siglos». La arrogancia occidental de la deconstrucción es fácil. Pero nos deja con el sabor amargo de las obras maestras arrasadas por el orgullo.