Cultura
De Malcolm X a 'La Nariz', la ópera quiere ser moderna
Mientras el Met de Nueva York abre la puerta a las novedades, el Teatro Real acoge una producción de la primera ópera, rara vez representada, de Shostakovich
Los grandes teatros líricos andan estos días empeñados en la caza y captura de nuevos públicos. El Metropolitan neoyorquino, institución con cierta fama de conservadora, anunció hace semanas que para paliar la sangría de público que amenaza con dejar tiritando sus empobrecidos ahorros su principal apuesta consistirá, a partir de ahora, en un vuelco sin precedentes a su programación. Los autores contemporáneos pasarán a situarse en un primer nivel de atención, como ocurría en los tiempos de Puccini, cuya Fanciulla del west se estrenó precisamente en ese mismo escenario, a principios del siglo pasado.
Dicho y hecho. Durante la próxima temporada, 23/24, que se acaba de presentar hace sólo un par de semanas, el templo lírico neoyorquino ofrece desde estrenos como X:The Life and Times of Malcolm X, de Anthony Davis, hasta nuevas producciones de Florencia en el Amazonas de Daniel Catán, Las Horas de Kevin Puts, Dead man walking de Terrence Blanchard o El Niño de John Adams junto a la reposición de Fire shut up my bones de Terrence Blanchard, toda una declaración de intenciones, teniendo en cuenta lo extraño que suele ser que una ópera estrenada hace tan sólo dos años regrese ahora a este mismo escenario.
Y no es que los turistas que viajen a la Gran Manzana vayan a tener que perderse sus Traviatas, Bohèmes o Cármenes, títulos que siguen ocupando el mayor tiempo de la programación. Pero tras constatar temporada tras temporada que su tirón ya no es el mismo, olvidados ya aquellos lejanos tiempos pretéritos del sold out, el Met acaba de agitar la coctelera para comprobar si con estos nuevos ingredientes su cuenta de resultados vuelve a equilibrarse algún día: los números rojos se mantienen por ahora.
Desde luego, la culpa del descalabro no la tiene el Cha-cha-chà, ni mucho menos Verdi o Bizet, y sí seguramente varias circunstancias combinadas que han propiciado la tormenta perfecta. Se habla mucho de los tremendos efectos de la pandemia, que ha modificado algunos hábitos, como ese tan saludable de recorrer varias manzanas hasta el teatro, prefiriéndose ahora la comodidad del hogar como enseñaron los streamings en aquellas jornadas aciagas de obligatoria reclusión. Algo de eso seguramente hay, pero lo cierto es que la tendencia venía observándose desde algunos años antes.
El descalabro tiene también mucho que ver con la ausencia de grandes personalidades entre los cantantes actuales, cuyo carisma no puede equipararse al que ofrecían las estrellas del pasado. No hay más que irse a los 80, cuando el público aún hacía cola para asistir a representaciones en las que se turnaban Luciano Pavarotti, José Carreras, Plácido Domingo o Alfredo Kraus, por citar solo a varios de los tenores de la división de honor –en la de plata figuraban otros como Franco Bonisolli, Giuseppe Giacomini o Alain Vanzo–. Un cartel como el que la Ópera de Viena reunió hace unas semanas de manera excepcional para su «Aida», con Jonas Kaufmman, Anna Netrebko, Elina Garanca y Luca Salsi, podría ser superado sin demasiadas complicaciones por los repartos alternativos de aquella última época dorada. Y no era cosa de un día.
Tampoco la funesta práctica de proyectar la ópera en los cines ha contribuido a equilibrar los presupuestos. Más bien todo lo contrario: ha resultado un fiasco para las decrecientes taquillas de los teatros porque lo recaudado a través de las pantallas jamás compensa la pérdida de espectadores que han preferido ausentarse del teatro para buscar refugio en las salas: ¿el mismo producto (o casi, por supuesto el placer de disfrutar la música en directo resulta incomparable) se vende a un precio diez veces menor y al lado de casa? Polanco ya predijo hace casi treinta caños la ruina de la prensa escrita cuando empezó la competencia gratuita de los medios digitales. No había que ser Casandra para clavarlo.
Aunque sin duda, la razón principal de la actual desazón de los responsables de los teatros, como de otras instituciones culturales, tiene que ver sobre todo con el cambio de paradigma que la posmodernidad ha alentado en la consideración que de la propia cultura (algo en lo que la educación tiene mucho que ver) se tiene hoy en las sociedades modernas. Cuando el aprecio de la ópera se sitúa a todos los efectos en el mismo plano de igualdad que cualquier reunión de raperos (al fin y al cabo todo es música, ¿ne c’est pas?) ocurre como ahora en Inglaterra: algunos políticos ya han empezado a aplicar severos recortes para los principales centros artísticos de ese país (la English National Opera puede tener sus días contados), llegando a sugerir que la ópera debe trasladarse desde los teatros a pubs y garajes.
¿Y aquí, mientras, qué pasa? En principio no tenemos ese problema, o lo tenemos pero al revés. Los loables intentos que algunos teatros llevan a cabo por proponer novedades suelen darse de bruces contra la realidad de un público reticente a dejarse el dinero en lo que veces se tilda de «experimentos». Con el presupuesto para ocio cada día más cercado por hachazos varios (desde la inflación hasta el implacable asedio fiscal), la gente, en general, suele preferir a Bellini frente a Shostakovich. En una ciudad como Madrid, sin una tradición operística bien asentada en el tiempo, parece algo lógico. En Barcelona, con su sólida trayectoria histórica, menos, pero también está ocurriendo en el Liceo: ya solo hay llenos en todas las funciones con muy contados títulos, y siempre de repertorio (Tosca), aquello que ha funcionado toda la vida, antes para unos pocos y hoy para un público más heterogéneo que, al contrario de lo que ha sucedido en los países centroeuropeos, aún parece estar descubriendo el género ahora mismo.
Y por eso el Teatro Real se ha lanzado estos días a una frenética campaña publicitaria para intentar atraer al público hacia su nuevo título, La Nariz (1930) de Dmitri Shostakovich, cuyos anuncios han copado incluso las radiofórmulas habitualmente empeñadas en pinchar los grandes hits de los principales reguetoneros. Ojalá muchos de esos oyentes se hayan dejado seducir por la propaganda y acudan en tropel a disfrutar de la primera obra maestra lírica de un compositor que ha llegado a inspirar libros como el de Stephen Johnson, Cómo Shostakovich me salvó la vida (Antoni Bosch ed., 2021), en el que este periodista de la BBC, colaborador habitual de The Guardian, escribe sobre la capacidad terapéutica de la música para quienes padecen desórdenes mentales a partir de una cita de La Metamorfosis de Kafka.
Shostakovich, como Prokofiev, padeció en sus carnes los rigores de la dictadura estalinista, viendo cómo sus colegas con menos talento aprovechaban esas rendijas por las que suele colarse la mediocridad para hacerle la vida imposible a los de naturaleza superior: propalando embustes, auspiciando críticas crueles. Motivado por su amor al cine, a la música de los compositores más avanzados de su tiempo, a la literatura liberadora de un Gogol que amaba la fantasía y por su propio deseo de proponer al mundo algo distinto y original, Shostakovich remató con apenas veintitrés años su primera ópera, La Nariz, estrenada con éxito para caer inmediatamente en un forzoso olvido de varias décadas.
Algunos no le perdonaron la osadía de pensar por su cuenta, de proponer novedosos y valientes caminos para el género, y lo arrinconaron rápidamente por su supuesta falta de empatía hacia las clases populares, por no componer algo más fácil y digerible. Aún sería peor con su siguiente ópera, «Lady Macbeth de Mtsensk», condenada por el propio Stalin, erigido en crítico espontáneo. Al «Beethoven rojo», como alguien lo denominó en otra época, no le quedaron muchas más ganas de transitar por el camino del drama lírico y el resto de sus días constituyeron, con ligeros altibajos, un infierno.
El oprobioso olvido que le impuso el régimen del Terror soviético, y las dificultades de todo tipo que hay que enfrentar para ofrecer una representación digna de la poderosa imaginación de este compositor, han hecho que su ópera no se represente demasiado ni siquiera hoy: hacen falta hasta 89 cantantes e innumerables cambios de escena, además de una orquesta y un coro sobresalientes. Por eso constituye hasta cierto punto un gran acontecimiento que el Teatro Real acoja ahora esta producción, ya estrenada en Londres.
En su magnífica aproximación a la cultura rusa, Orlando Figes atribuye en El baile de Natasha parte de la novedad de La Nariz a la fértil relación que Shostakovich mantuvo con el mundo del cine desde que, como estudiante, trabajó como pianista de películas mudas hasta sus posteriores colaboraciones cinematográficas a partir de La nueva Babilonia (1929). Shostakovich explicó en una ocasión que cuando escribía partituras fílmicas «buscaba conectar una serie de secuencias con una idea musical, de modo que en ese sentido fuera la música lo que revelara la esencia y la idea de la película».
El director de escena, Barrie Kovsky, también ha mostrado a lo largo de su carrera una conexión muy estrecha con el cine, especialmente el de los albores. Por sus puestas en escena, como ya se pudo apreciar en la pasada Flauta Mágica vista en el Real, fluyen nítidas las influencias de Harold Lloyd, Buster Keaton o Chaplin. De ahí que en La Nariz haya encontrado un vehículo idóneo para poner todo su conocimiento teatral y cinematográfico al servicio de una obra que bebe de ambos mundos, pero cuyas influencias esenciales deben trazarse en aquellas óperas que debieron fascinar al joven compositor por su modernidad, como el Wozzeck de Alban Berg, cuyo comienzo se encuentra de algún modo plasmado en de la obra de su colega ruso, quizá a modo de homenaje.
Sería una gran noticia que los asientos del Teatro Real se colmasen estos días de público, por supuesto también de jóvenes ansiosos por zambullirse sin prejuicios en las bellezas de esta ópera valle-inclanesca, fruto de la imaginación desbordante de un hombre que empezaba su carrera con grandes ilusiones y planes de futuro, pero cuyo anhelo de originalidad se vio inmediatamente truncado ante la pesadilla de vivir bajo las férreas consignas de un régimen que proscribía la libertad del individuo hasta límites ridículos. Hay varias oportunidades para perseguir esta Nariz, desde este lunes hasta el próximo día 30.