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Padre e hijo

Donde los corazones se encuentran

Padre es aquel que se dirige hacia lo desconocido, descubriendo en el corazón del hijo el latido de su propio corazón

En su breve opúsculo Pilgrimage of the heart, la monja anglicana sor Benedicta Ward sostuvo que la experiencia de la peregrinación hunde sus raíces en el reencuentro de los corazones. No es sólo la etimología de la expresión per agros –por los campos– lo que sugiere la necesidad del exilio. Nos hacemos padres al abandonar nuestro hogar, atravesando las llanuras y los prados de la vida, sus cordilleras y arenales, los lugares ignotos que debemos aprender a habitar y a hacer nuestros. La imagen del corazón y de su reencuentro, tan rica en símbolos, nos habla a su vez de la necesidad de mirar más allá de las apariencias, en pos de una intimidad que se asienta en el perdón y en la gratitud: el perdón de los errores cometidos y la gratitud por la vida recibida y por sus bienes. José Jiménez Lozano lo resumió en un poema inolvidable titulado El precio. Dice así:

Matinales neblinas, tardes rojas,
doradas; noches fulgurantes,
y la llama, la nieve;
canto del cuco, aullar de perros,
silente luna, grillos, construcciones de escarcha;
amapolas, acianos, y desnudos
árboles de invierno entre la niebla;
los ojos y las manos de los hombres, el amor y la dulzura
de los muslos, de un cabello de plata, o de color caoba;
historias y relatos, pinturas, y una talla.
Todo esto hay que pagarlo con la muerte.
Quizás no sea tan caro.

Son versos escritos por alguien que ha sabido peregrinar en busca del corazón, ya sea en su hogar o en tierras extrañas. Porque, como nos explica sor Benedicta Ward, el monje peregrina encerrado en su celda y quizás también el escritor a lo largo de las páginas de sus libros o el padre y la madre educando a sus hijos, contemplando la floración de un misterio. «La idea de la peregrinación –escribe la religiosa anglicana– se halla frecuentemente ligada a la figura de Abrahán saliendo de su propio país tras recibir el mandato de Dios». Es la orden sobrecogedora que lanza Dios a un joven de Ur entonces aún llamado Abrán, instándole a romper con su familia, con su nación y con su fe para crear un nuevo pueblo en un lugar desconocido. El relato de Abrahán empieza así:

El Señor dijo a Abrán:
-Vete de tu tierra y de tu patria
y de casa de tu padre
a la tierra que yo te mostraré.

«Lej lejá», leemos en el texto original hebreo: vete tú, márchate, adéntrate en el misterio, descubre quién eres y quién estás llamado a ser, y te haré «padre de multitudes», pues eso es lo que significa el nuevo nombre que Dios le concederá: Abrahán, primer peregrino de la Historia y a su vez modelo o ejemplo de paternidad. Se podría decir así que existe una relación especular, un vínculo íntimo, entre la peregrinación y la paternidad. Padre es aquel que se dirige hacia lo desconocido, descubriendo en el corazón del hijo el latido de su propio corazón, mientras asume una pérdida que se convertirá en ganancia.

El misterio de las palabras lej lejá –recordaba en mi reciente libro Florecer, que he escrito junto a Carlos Granados– ha perseguido con sus interrogantes al pueblo judío desde sus inicios. ¿Por qué seguir a un padre que abandona a los suyos? ¿Por qué erigir un acto de aparente impiedad –dejar la tierra de uno, la patria natal, la casa de los padres– en origen de una estirpe y en modelo de paternidad? La respuesta la encontramos en un paralelismo detectable en el Génesis que ha sabido iluminar con acierto el sabio rabino inglés Jonathan Sacks. Si Noé protagoniza la historia de un hombre justo e íntegro que «caminaba con Dios» (Gn 6, 9), Abrahán nos ofrece la imagen del hombre al que Dios le pide que camine en su presencia y que sea perfecto (Gn 17, 1). Mientras Noé va de la mano como un niño, a Abrahán se le exige que crezca, que madure, que abra nuevas sendas, que asuma su libertad y que se adentre en el mundo. Peregrino y padre de multitudes, el ejemplo de Abrahán nos indica que en el corazón del reencuentro se sitúa el requerimiento de la libertad; también el del servicio y el del amor como pórtico de la Verdad. Camina en mi presencia y recorre aquellos senderos –per agros– que te conducirán a un lugar más alto, más noble y que te pertenece –nos pertenece–, si aprendemos a confiar y amar, como nos recuerda el monje cartujo Jean-Baptiste Porion. Confiar en los hijos y permitir que caminen delante de nosotros y no sólo a nuestro lado; amarlos, sabiendo que la condición primera del amor es la renuncia y la entrega, no la posesión ni el sometimiento. En este peregrinaje, con sus servidumbres y sus alegrías, sus exigencias y su coraje, es donde los corazones finalmente se encuentran y la vida florece.