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Un niño juega con los charcos

Padres (sobre todo madres) angustiados

Uno tiene hijos y al momento un mundo de horrores imaginados e inimaginables se presenta

La cama elástica, ahí empezó todo. Cuando nuestro hijo mayor cumplió dieciséis años le regalamos una de esas grandes y redondas. Algunos padres (bueno, sobre todo madres) nos miraban con horror y pensaban que habíamos comprado algo peligrosísimo. Estaban preocupados con que nuestros hijos pudieran saltar sin vigilancia adecuada. Algunos insistían en decirnos lo horrorizados que estaban y, por si no nos habíamos dado cuenta, en mostrarnos lo meticulosos que eran en el cuidado de sus hijos, en la anticipación y evitación de todos los posibles peligros de los que está cargado este triste mundo. Como diría Juliana de Norwich: «Y todo estará bien», pero claro, ella no tenía hijos.

Recientemente la Academia Americana de Pediatría ha emitido un informe que condena el uso recreativo de camas elásticas en el hogar: «Son intrínsecamente peligrosas».

Una vez nuestro hijo pequeño y otro niño, cuando tenían siete u ocho años, estaban saltando en la cama elástica, chocando entre sí, riéndose histéricamente mientras caían. Nuestro niño no es precisamente un lanzado y chocaban muy suavemente. Les encantó el juego y habrían jugado durante horas.

El padre del otro chico y yo hablábamos animadamente mientras los observábamos, cuando llegó la madre del niño. Apartó al marido y comenzó una de esas incómodas conversaciones en voz baja. Ella le recriminó que hubiera dejado al niño hacer algo tan peligroso. Fin del juego. Los chicos quedaron frustrados cuando se les ordenó que bajaran de la cama elástica.

Si nuestro hijo mayor hubiera jugado al mismo juego a la misma edad con sus amigos, habrían terminado magullados y alguno incluso se habría hecho sangre. Y los moratones y la sangre habrían sido parte de la diversión. Puedo oírlo contar la historia con emoción y un pelín de chulería, explicando cómo se estaban dando golpes, «¡y luego nos chocamos más fuerte y nos sangró la nariz a los dos!» y, «¡mamá, había sangre por todos lados!». Y habría sido el chico más feliz del mundo.

A veces siento que somos los únicos padres que disfrutarían escuchando a nuestro hijo decir que había sangre por todos lados. Por supuesto que hay padres así. Pero en ciertos círculos sociales, no muchos. Y en ciertos tipos de familia, como esos de uno o dos hijos, muy pocos.

Cuando no era católico no presté mucha atención cuando Juan Pablo II fue elegido ni a su primer sermón como Papa. Pero algunos años después, cuando me topé por primera vez con su declaración «No tengáis miedo», pensé que era una declaración bastante aburrida con la que empezar su tarea. Parecía una perogrullada del estilo de «cepillarse los dientes entre comidas» y «comer más fibra», no una llamada a las armas. Sí, claro, lo que sea, pensé. Las consignas bíblicas son para dar y regalar.

Pero entonces era aún joven y no había visto cuántas maneras tiene el mundo de meterte miedo. Uno tiene hijos y al momento un mundo de horrores imaginados e inimaginables se presenta. Pequeños inconvenientes o heridas parecerán ser pérdidas de las cuales tu hijo nunca se recuperará, y cada decisión y elección pueden llevar fácilmente tanto a la miseria como al éxito. Ni siquiera el dinero te hace sentir más seguro, y además multiplica las razones para tener miedo.

No me esperaba que las esperanzas se convirtieran tan rápidamente en miedos, ni que las esperanzas más profundas se tornaran en los peores miedos. No había visto venir que el corazón caído puede fabricar razones para tener miedo. No es que sea difícil. Están los malos conductores (las bicicletas son tan peligrosas como las camas elásticas). Está Internet y la pornografía al instante. Hay malos compañeros, incluso los niños de aspecto querúbico de familias religiosas y conservadoras. Hay efectos sutiles por los que el secularismo se cuela en el entretenimiento convencional, retratando como un mundo normal aquel en el que la religión no tiene lugar y el matrimonio es solo una entre varias opciones de estilo de vida. Hay, hay, hay, hay . . .

De joven no me esperaba cuán fácilmente uno puede comenzar a vivir en constante e intensa angustia, incluso en relación a bendiciones como la educación. No importa cuáles sean tus principios. Usted podría creer, sinceramente, cuando su hijo tiene ocho o diez años, que la única educación que quiere para él es una que le enseñará lo que necesita saber sobre literatura, arte e historia, algo que se puede conseguir en numerosas escuelas, incluyendo las baratas y desconocidas.

Lo imaginas con su título de una universidad desconocida, consiguiendo un trabajo, y leyendo a Shakespeare por la noche, rodeado de niños mientras sus compañeros motivados sacrificaban todo por sus carreras. Puedes presumir ante los padres que conoces que gastaron y gastaron más dinero para llevar a sus hijos a las mejores escuelas para luego simplemente poder poner una pegatina en el coche.

Pero cuando tu hijo cumple dieciséis o diecisiete años, piensas en lo difícil que puede ser el mercado laboral. Lo alienantes que pueden ser algunos trabajos. Lo inseguros e inestables que pueden ser. Lo difícil que será casarse y formar una familia con ese tipo de trabajo. En las ventajas que tiene graduarse en las mejores universidades y lo difícil que es entrar en ellas. Escuchas historias de terror de buenos estudiantes rechazados. Escuchas sobre la importancia de las ventajas competitivas y sobre padres ricos que consiguen para sus hijos zoquetes los enchufes que necesiten. Escuchas sobre el gran esfuerzo que tiene que hacer tu hijo el próximo semestre.

De repente temes que tu hijo entre en una universidad mediocre y su vida se arruine, o como mínimo piensas que siempre tendrá que luchar para ganarse la vida. La cama elástica es una cosa, pero la universidad otra. Uno puede pensar que este sentimiento es una tontería, pero saberse tonto no le hace a uno menos angustiado. De repente te vuelves tan neurótico y temeroso como los padres a los que solías mirar.

Fracasamos, como señaló un amigo, en teleología. Uno olvida a qué está llamado el hombre, a qué están llamados los niños. Si usted no cree realmente que el niño tiene un destino eterno, y por lo tanto cree que los bienes que debe lograr son solo los mundanos, el valor de cosas como adquirir cierta audacia de espíritu saltando en una cama elástica nunca justificará los riesgos. Siempre se equivocará, no por precaución sino por inacción.

Así no se puede educar en la vocación y destino eternos, cuya búsqueda requiere un grado de despreocupación y coraje como tuvieron esos pescadores que dejaron sus redes y su sustento para seguir a un maestro errante. Especialmente porque ese destino podría incluir una muerte temprana, como Frederick Faber dijo en esa segunda estrofa sorprendente de Fe de Nuestros Padres: «Nuestros padres, encadenados en prisiones oscuras, / estaban aún libres corazón y conciencia; / Qué dulce sería el destino de sus hijos, / Si, como ellos, pudieran morir por ti.»

Our Lord says, «Be not afraid,» and thereby directs our work as parents to its proper ends. Your child can be a saint with a degree from the obscure college as well as the elite one, and perhaps more easily. The parent serves his child best who does not fear for the means because Christ has secured the end.

Nuestro Señor dice: «No tengáis miedo», y encamina la tarea educativa de los padres a sus fines apropiados. Su hijo puede ser un santo con un título de una universidad mediocre tanto como de una prestigiosa, y tal vez le resultará más fácil. El padre que ayuda más a su hijo es el que no teme por los medios porque Cristo ya ha asegurado el fin.

  • Artículo original publicado en First Things