Tenga usted éxito en su muerte
En una sociedad que prefiere evitar pensar en la muerte, la propuesta de Hadjadj es no distraerse con chuminadas y pensar en ella
Fabrice Hadjadj se atreve con todo. ¿También con los libros de autoayuda? El titulado Tenga usted éxito en su muerte así parece indicarlo. Pero claro, autoayuda al estilo Hadjadj, es decir, observando la realidad con atención y saliéndose siempre del camino trillado. Un libro de autoayuda diferente hasta la médula, como anuncia su autor desde las primeras páginas:
«A mi juicio, reducir las cuestiones esenciales a problemas de modo de empleo, como si el alma fuera una lavadora, es una acusación no menos grave que la de incitar al suicidio». Por eso Hadjadj advierte: «Este libro se esforzará en invitar seriamente al lector a echarse a perder por completo en lo que parecerá, a los ojos poco perspicaces, solo un lamentable fracaso… ¿no es acaso abrirse a la gracia reconocer que por nosotros mismos siempre somos unos fracasados? ¿Y abrirse a la gracia hasta ser desgarrado por ella no es, a los ojos del mundo, fracasar completamente?»
Es decir, el éxito reside en fracasar. Acusarán a Hadjadj de que es capaz de cualquier cosa por conseguir una buena paradoja. Ya lo hicieron con Chesterton. Pero no es algo nuevo, sino que viene ya de un Maestro que recorrió Israel hace dos milenios. Hadjadj no hace más que decir lo mismo, eso sí, a su estilo: «Echar a perder completamente la vida es abrirse a la esperanza de tener éxito al menos en la muerte».
En una sociedad que prefiere evitar pensar en la muerte, la propuesta de Hadjadj es no distraerse con chuminadas y pensar en ella… para darse cuenta de su bondad:
«La muerte, por amarga que sea, se convierte en la última misericordia. Nos arranca la máscara, nos revela la falsedad en la que nos arrellanamos, nos tiende una última mano para que no nos hundamos del todo en la mentira y la frivolidad… Lo morboso es no pensar nunca en la muerte. Nos atolondramos, nos conformamos con pequeños placeres mezquinos, nos velamos el rostro y eso es ya un sudario alrededor de nuestra cabeza»
Porque en realidad, pensar, hablar, fijarse en la muerte, es pensar, hablar, fijarse en la vida. La muerte nos revela qué tipo de vida vivimos. Por eso, cuando expulsamos a la muerte de nuestra ecuación vital, estamos socavando nuestra misma humanidad:
«El morir esencialmente tiene lugar ya, desde ahora, porque yo no puedo vivir sin proyectarme hacia ese futuro que mi espíritu hace presente de golpe. No hacer esa proyección, calarse la visera para no ver más que el instante, es derogar la propia humanidad. El tiempo solo es humano si se abre hasta la tumba».
¿Y qué me dices del miedo a la muerte, ese que la humanidad siempre ha intentado conjurar? Pues que es muy saludable: «Solo se siente miedo por lo que se ama. El que no tiene miedo de nada pone de manifiesto que no ama nada. El miedo a la muerte es, pues, un signo de salud: prueba de que se ama la vida o de que la vida es amable».
Otra paradoja: «La gente muere porque no tiene nada por lo que morir. Se dan muerte porque no se les propone una Verdad a la que entregar sus vidas». A fin de cuentas, la muerte es la medida de la vida. Hadjadj lo expresa así: «En realidad mi libro sobre la muerte es un libro sobre la alegría. ¿Hay una alegría capaz de asumir, de soportar la muerte?».
Los antiguos no tenían problemas para integrar la muerte en sus vidas… a diferencia de nosotros:
«Mientras que las llamadas sociedades primitivas se organizan alrededor de rituales que integran incesantemente la muerte en la vida, nuestra llamada sociedad civilizada se esfuerza por no pensar en ella, y regresa por tanto el tiempo anterior a lo primitivo».
¿Quién es ahora el civilizado y quién el hombre de las cavernas? Hadjadj lo tiene claro: «El hombre de las cavernas tiene pinta de ‘gentleman’ al lado del hombre moderno: reverenciaba a los muertos y se inquietaba por el más allá».
Nosotros, en cambio, corremos y nos afanamos como pollos sin cabeza. Huimos… y obsequiamos a Hadjadj con una nueva paradoja que se hace realidad diariamente ante nuestros ojos y nos da una clave para comprender el mundo que habitamos: «Huir de la muerte produce una cultura de la muerte, acoger la muerte engendra una cultura de la vida». Abundando en esta idea, nuestro autor nos deja esta perla: «La negación de la muerte implica una negación de la vida». El deseo de una vida siempre color de rosa conduce a la más negra de las destrucciones.
Así pues, ¿en qué consiste nuestra fuga?
«Nuestra huida se ajusta a una triple estrategia: nos mantenemos apartados de los moribundos de verdad, multiplicamos la visión de las muertes ficticias y destilamos la utopía de una inmortalidad terrestre. El moribundo no se considera ya como un viviente y el viejo no tiene carta de ciudadanía más que si se comporta como un joven. Un amante de los suplicios chinos quedaría deslumbrado ante este suplicio tan europeo: educamos a un ser en el olvido de su propia muerte y de pronto, cuando esa muerte se acerca, lo abandonamos a su suerte y observamos la espantosa confusión en que se debate nuestro conejo de indias. ¿Cómo no nos iba a pedir que lo matemos inmediatamente? Con nuestra cortesía habitual no dejaremos de hacerlo, seguros de responder así a los requerimientos de la dignidad humana»
Pero no satisfechos, vamos aún más allá: «Esta ocultación no sería lo bastante eficaz si no fuera acompañada de una banalización… Para ignorar algo a fondo no basta solamente con ignorarlo, es preciso, además, creer que lo conocemos muy bien». Y así aparece el pedante moderno, ese que con autosuficiencia impostada nos asegura que está demostrado científicamente que la muerte conduce a la nada. «Son personas crédulas. Y tienen miedo», observa Hadjajd.
«Temen la inmortalidad del alma. Pretenden que los hombres han inventado la inmortalidad por terror al aniquilamiento. Aventuran incluso que la religión es un tapagujeros, un opio, una compensación imaginaria de ignorantes frustrados. Hacen además de esta tesis suya una religión muy intolerante, con su dogmatismo a la inversa. Se ve que se ponen nerviosos, que intentan escaquearse, protegerse de algo. Lo que es una compensación imaginaria es la nada, puesto que, por definición, la nada no es. Lo que es un tapagujeros definitivo es su afirmación de una losa que no se abre a ninguna resurrección posible».
Porque a fin de cuentas, la muerte nos pone, nos guste o no, frente a nuestro destino, para el que Dios nos creó. Apartar este hecho de nuestras cavilaciones no es algo neutro e irrelevante:
«Quien pretende haber acabado con Dios no hace más que remedar los viejos ídolos: el dinero, la voluptuosidad, los honores, el Yo… en fin, se pone a divinizar las nadas. Solo escapamos de lo teológico saliendo de lo lógico. Solo escapamos de lo divino renunciando a lo humano»
Esta apertura a Dios tiene que ver con nuestro intelecto, sí, pero también con nuestra más honda experiencia vital:
«Deseo la felicidad, pero mi muerte y mi impotencia me muestran que yo no podría procurármela por mí mismo: tengo que esperarla de otro. Y ese otro no puede ser solamente otro hombre, tan limitado y falible como yo».
Ponerse en manos de ese Otro, abandonarse confiadamente a Él, como un niño en brazos de sus padres, es lo único que nos asegura ese éxito en la muerte con el que habíamos empezado. ¿No resulta evidente que la conexión entre Hadjadj y santa Teresa de Lisieux va más allá de compartir patria terrenal?