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El exlíder de Podemos, Pablo Iglesias, y la ministra de Igualdad, Irene Montero

El exlíder de Podemos, Pablo Iglesias, y la ministra de Igualdad, Irene MonteroEuropa Press

El Debate de las Ideas

Marxismo cultural: conocerlo y enfrentarlo

En los campus universitarios occidentales, desde principios de los años sesenta, las ideologías revolucionarias encontraron un terreno fértil en las crecientes generaciones de estudiantes

Las últimas décadas tras el colapso del régimen soviético, han estado marcadas por la creciente influencia del marxismo en el ámbito académico, especialmente en las áreas relacionadas con el mundo de la cultura. Pero ese avance marxista no resolvía el problema de que los obreros en Occidente se negaban a hacer una revolución que intuían que obstaculizaría sus propios intereses económicos y mermaría sus libertades. Por ello, el marxismo tuvo que evolucionar para encontrar otros agentes revolucionarios: «Marxismo y feminismo, marxismo y deconstrucción, marxismo y raza: ahí es donde están los debates más apasionantes», afirmó Jonathan Wiener, profesor de Historia de la Universidad de California en Irvine.

La sugerencia del profesor Wiener fue importante, ya que presagiaba el marxismo identitario del siglo XXI. La lucha ya no se basaría en la clase económica, sino en la identidad, basada en características como la raza, el sexo o el origen nacional, que se heredan al nacer y sobre las que el individuo no tiene ningún control. Las razones son sencillas: las clases económicas fluctúan, especialmente en el capitalismo, donde la gente puede, y a menudo lo consigue, cambiar de posición social en la vida. Sin embargo la raza, el sexo y el origen nacional son inmutables. Son, por tanto, epicentros de cambio revolucionario. Esta es la razón por la que el nuevo marxismo emergió victorioso en los campus universitarios y en otros centros culturales a partir de finales de la década de 1980, mientras que fracasó cuando se basó en la clase social o la lucha armada. Esta nueva mutación del marxismo fue cultural y dio lugar a lo que se ha venido llamando como «marxismo cultural».

En los campus universitarios occidentales, desde principios de los años sesenta, las ideologías revolucionarias encontraron un terreno fértil en las crecientes generaciones de estudiantes. Allí nació la Nueva Izquierda. Las universidades han seguido sirviendo a la revolución proporcionando un ecosistema en el que prosperar a aquellos estudiantes radicales cuando entraron en la edad adulta y se convirtieron en profesores, con capacidad ahora para adoctrinar a las nuevas generaciones.

La estrategia para el triunfo del nuevo marxismo cultural ya no se basaba en las indicaciones originales de Marx, en el derrocamiento violento del sistema por parte de la clase obrera o, en las propias palabras de Marx y Engels, en «la formación del proletariado en una clase, el derrocamiento de la supremacía burguesa, [y] la conquista del poder político por el proletariado». En su lugar, la estrategia pasó a basarse en un concepto de Gramsci: los ideólogos deben infiltrarse en las instituciones y en toda la sociedad y «despertar la conciencia» de los «oprimidos» a través de una nueva visión o narrativa del mundo.

El marxismo había fracasado en las sociedades occidentales cuando se basó en el estatus económico y la violencia. Pero esta vez tenía posibilidades reales de triunfar. Esta es la razón por la que el marxismo cultural representa hoy en día una amenaza mucho más grave y existencial para Occidente que el comunismo soviético.

La preeminencia del marxismo cultural en el sistema educativo tiene un enorme impacto. A los jóvenes no se les enseña ya que todas las personas son creadas iguales; se les enseña que algunas personas son privilegiadas raciales debido al racismo estructural. No se les enseñan los derechos de cada uno, sino más bien los derechos de un colectivo. No se les enseña que los mercados libres y sus derechos de propiedad han traído más prosperidad a más personas que en ningún otro lugar. Los marxistas culturales de hoy en día creen que la razón por la que los resultados económicos, sociales, culturales y académicos (por nombrar sólo algunos) muestran disparidades es debido a discriminaciones sistémicas que sólo pueden eliminarse destruyendo el propio sistema. La forma más rápida de hacerlo es crear un número interminable de categorías (raciales, sexuales, etc.), a cuyos miembros, convertidos en víctimas, se les inculcará la noción de que están injustamente discriminados. La narrativa marxista de que toda la sociedad a lo largo de la historia se ha dividido en categorías de oprimidos y opresores se repite una y otra vez. El gobierno y toda la sociedad, dicen los adeptos del marxismo cultural, deben tratar a las personas no como individuos con derechos y libertades, sino como categorías que merecen un trato especial y privilegios en virtud de su pertenencia a estas categorías.

Lo que está ocurriendo hoy en día no es más que la versión identitaria de la afirmación de Marx en el siglo XIX de que, dado que los individuos tienen capacidades diferentes y pertenecen a clases diferentes, sus derechos deben ser diferentes. Según Marx, si se concedieran a las personas los mismos derechos individuales se produciría desigualdad material. Es por ello que Marx pensaba que el gobierno debía distribuir los bienes y servicios de forma desigual hasta el momento en que el comunismo alcanzara su etapa final (una fecha futura totalmente elusiva).

En la actualidad, el famoso «antirracista» Ibram X. Kendi sostiene que «el único remedio para la discriminación pasada es la discriminación presente. El único remedio para la discriminación presente es la discriminación futura». Kendi, promotor de la Teoría Crítica de la Raza, afirma que el gobierno debe discriminar a favor de los miembros de las categorías consideradas oprimidas. Pero, como observó reciente y acertadamente Tom Klingenstein, «una sociedad libre conducirá necesariamente a diferentes resultados. Cuanta más igualdad de resultados, menos libertad».

El marxismo cultural adapta los conceptos fundacionales de Marx. Marx creía que las revoluciones sucederían invariablemente cuando «las fuerzas materiales de producción de la sociedad entran en conflicto con las relaciones de producción existentes». Los marxistas culturales, abandonando el determinismo económico, sustituyen la economía por la cultura y el proletariado por las identidades raciales y sexuales. Coinciden con Gramsci en que «las creencias e ideas populares son en sí mismas fuerzas materiales». Y los rasgos inmutables, como la raza, triunfarán ahora sobre la clase.

El marxismo cultural es, por tanto, un marxismo remodelado, una mutación; pero no deja de ser marxismo. El objetivo de los marxistas culturales no es mejorar el sistema, sino derribar por completo el orden social existente, al que consideran un sistema opresor.

Debido a ese absolutismo, el marxismo cultural no puede tolerar ni coexistir con otras visiones del mundo. Exige censura, que comenzó como «corrección política» pero que desde entonces ha virado hacia una censura mucho más insidiosa, que conduce inevitablemente a la tiranía (como siempre ha hecho el marxismo en todos los lugares donde se ha intentado poner en práctica). Castiga a las opiniones contrarias intentando expulsar de la vida pública a quienes las expresan, un fenómeno llamado «cultura de la cancelación». La frase favorita de Marx venía de Mefistófeles, el diablo del Fausto de Goethe: «Todo lo que existe merece perecer». Los marxistas culturales se apoderaron de las universidades y transformaron la lucha de clases en una lucha por la raza, el sexo y otros rasgos inmutables, utilizando sus posiciones de poder para reinterpretar no sólo la historia, sino la realidad misma. Los marxistas culturales también abandonaron la lucha violenta en favor del adoctrinamiento. El socialismo pasó de predicar la propiedad gubernamental de los medios de producción a poner a los socialistas a cargo de «los medios de producción de significado».

La captura de la universidad les ha reportado enormes dividendos, ya que es de la universidad de donde emana gran parte de la cultura de una nación. Pero la toma del poder por los marxistas ha sido mucho más amplia. El sexo, la orientación sexual, el clima y otras cuestiones se han utilizado indiscriminadamente para promover objetivos revolucionarios, algo que los propios marxistas a veces reconocen. El ex marxista David Horowitz, por ejemplo, cita a un líder de Students for a Democratic Society que escribió en una ocasión: «La cuestión nunca es la cuestión. La cuestión es siempre la revolución». Horowitz explica: «en otras palabras, la causa -ya sean los negros o las mujeres- nunca es la causa real, sino sólo una ocasión para avanzar en la causa real, que es la acumulación de poder para hacer la revolución». Eric Mann, el comunista y ex terrorista que fue mentor de la cofundadora de Black Lives Matter Patrisse Cullors, hizo hincapié en este punto cuando afirmó ante un entrevistador en 2015 que si el problema es la raza, el sexo, el género o el medio ambiente, el objetivo es derrocar el sistema y el resto es sólo «una pequeña división del trabajo». Incluso la cultura de las drogas cae bajo esa división del trabajo. Horowitz recuerda las palabras de Tom Hayden acerca de la utilidad de las drogas: "una vez que consigues que una persona de clase media infrinja la ley, están ya en camino de convertirse en revolucionarios”.

El camino para derrotar al marxismo cultural es urgente y debe incidir en múltiples aspectos, pero me atrevo a señalar al menos dos aspectos con los que debería contar esta estrategia.

En primer lugar debe de poseer un enfoque local. Los marxistas culturales ya han mostrado el camino. Su «larga marcha a través de las instituciones» debería dar forma a la contraestrategia. Mientras que los conservadores se centraron en cuestiones de alto nivel político (elecciones generales, campañas presidenciales y políticas impulsadas de arriba abajo), los gramscianos centraron sus esfuerzos en los centros locales de dominio político y cultural. Desde usar el dinero de Soros para financiar a los candidatos alineados con su ideología en todos los ámbitos, hasta la promoción de sus agentes en los consejos escolares, su enfoque evitó lo más obvio y a escala nacional para centrarse en los centros de poder más sutiles y locales, consiguiendo mucho más impacto. Los conservadores debemos de recuperar, en primer lugar, estos territorios. Se trata de una guerra cultural de trincheras que será necesaria para recuperar cada centímetro de territorio político cedido a un adversario que pensó globalmente pero actuó localmente durante décadas.

En segundo lugar, para revertir la toma de control de las instituciones educativas, y a pesar de que puede resultar difícil de aceptar para ciertos conservadores, cuando estos llegan al gobierno deben utilizar su poder legítimo para hacer cambios que disminuyan el control de los marxistas culturales sobre las instituciones. También hay que dar la batalla en los tribunales. Por ejemplo, los padres y el creciente número de «detransicionadas» deben demandar a los médicos poco éticos que mutilan a jóvenes desorientados. Pero ante todo hay que volver a tomarse en serio la cultura: debemos construir un nuevo ecosistema que provea de contenidos culturales si se quiere lograr la victoria contra quienes odian nuestra civilización. Hollywood está empezando a pagar el precio comercial de su deriva woke: desde los desastrosos resultados de franquicias como Star Wars y Star Trek, hasta las pérdidas bursátiles sufridas como consecuencia de ello por empresas como Netflix y Disney, está claro que una parte significativa de nuestros conciudadanos está harta de que se le sermonee políticamente a través de sus pantallas de televisión y cine. Ha llegado el momento de que los que quieren recuperar la cultura sigan el ejemplo de superproducciones tan poco woke como Top Gun: Maverick. Reagan tenía razón. Quien cuente la mejor historia ganará esta guerra. Los conservadores deben reconocer que los programas de televisión y las películas que ven sus hijos, los libros que leen y las plataformas de medios sociales en las que se mueven tendrán un profundo impacto en la visión del mundo que sus hijos tendrán.

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