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Morante de la Puebla sale a hombros por la Puerta del Príncipe de SevillaEFE

Morante de la Puebla: clasicismo, política, verdad y familia tras la depresión

El rabo y su forma única en La Maestranza es la penúltima gloria del matador sevillano mientras Joselito el Gallo sonríe desde el cielo

Vestido de turquesa y azabache, Morante de la Puebla alcanzó el miércoles en Sevilla aquello que decía Ortega de que toda evolución humana muere en el estilismo y en este caso culmina con el primer rabo en La Maestranza en más de medio siglo. Morante, nacido en La Puebla del Río en 1979, no ha hecho más que escribir en el ruedo irregular el penúltimo epílogo de su gloria por verónicas y muletazos resucitadores.

Antaño Morante se descompuso en tormentas interiores. Una depresión que duró años de retirada en su prometedora juventud, de la que se refugió apartado de las plazas para volver en libertad, ilimitado en su vida y en el ruedo, con el atuendo íntimo, el traje que hace al torero («se torea como se es», decía Belmonte), que responde a una forma de ser, de estar en el mundo y sobre el albero.

De aquellas oscuridades íntimas e invisibles regresó con la chistera en la calle y el puro en el callejón. La coleta verdadera y el pelambre salvaje de patillas paquirrianas desbravado en la gomina que brilla con las luces de las plazas como un azabache precioso.

El artista (que no quiere ser artista: «yo soy torero») sublime de La Puebla que susurra y se reinventa en lo tradicional. Que mira hacia atrás. Que acude en coche de época descapotado a la plaza mientras el público, exprimido por la visión, recuerda sin saber lo que le sucede, que es aquella felicidad ancestral del pueblo español ante los toros. El empeño artístico del hombre como un Miguel Ángel exhausto en la búsqueda afanosa, inclemente.

Novillero a los 16, matador a los 18

Novillero a los dieciséis y matador a los dieciocho, lleva don José Antonio aquella bola de presidiario que decía arrastrar en la escritura Truman Capote con el tobillo agarrada al alma que parece brotar para mostrársenos. Por eso queremos verle siempre en su antigüedad moderna, tan recóndita que derriba los patrones como si nada de lo que había, de lo que hay en el mundo del toro, hubiera existido jamás presentado en la estética inimitable, por propia, del genio insatisfecho.

Admite el torero que el característico puro en el callejón le distrae. Que le envuelve la estética y que su humareda hasta le marea, alejando el tópico de un ritual que sin embargo existe. El puro le hace compañía, como el botijo y el flamenco a todo volumen que le inspira «como si ya estuviera interiorizando el compás de la verónica».

El artista, perdón, el torero que banderillea y pinta y boxea y caza patos sin escopeta, acaso como un Thoreau de las marismas, donde dicen que aprendió a torear viendo a los aficionados del lugar. El naturalista al que le daba «asco» la política y ahora reconoce que «todo es política» y que la ilusión por Vox es suya y sólo suya, pero cree que es la esperanza para todo el mundo que vive de «las tradiciones de su país», como los toros y la caza.

Morante dice que cuando sus hijos, un niño de su primer matrimonio y dos niñas de su segundo, le preguntan por qué mata al toro, la suerte más esquiva en su carrera, les responde, «para ponérselo fácil», que porque hay que comérselo, quizá recordando al niño que con doce octubres se vistió por primera vez de luces y era el orgullo de su pueblo cuando las cosas no eran «tan difíciles». «El hombre valiente» que quería ser y que asegura que se hundirá «con el estandarte de la tradición», pero en la gloria de ser llevado a hombros hasta esas profundidades.