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El escritor británico G. K. Chesterton

La poesía de la vida diaria

Desde un principio, ha habido dos tipos de poesía, la poesía que mira fuera de la ventana y la poesía que mira dentro

Estos dos interesantes caballeros que, juntos, constituyen la personalidad de «D.S. Windell», merecen más atención de la que recibieron durante el juicio, o de la que probablemente recibirán en sus celdas. A pesar de las penosas apelaciones del señor Herbert Gladstone y del señor John M. Robertson, en su reciente abolición de la Ley del Habeas Corpus, no me dejo llevar a creer que los guardas de las prisiones sean delicados y astutos psicólogos que mienten, a la espera del menor signo de mejora en el alma humana. En otras palabras, sé, como sabe todo el mundo, que las condiciones de la prisión científica no se dan para mejorar a las personas, sino para quitarlas de en medio. De ahí que las almas de los señores Robert y King serán probablemente olvidadas; y que se harán muchos menos esfuerzos para curar sus faltas del que harían sus amigos y familiares si se les permitiera quedarse fuera. En esta materia mejor sería no decir estupideces. Un portavoz parlamentario insinuó que no sentía más compasión por cierto criminal que por un tigre. Es una postura concebible, pero ciertamente anticristiana. Dejémosle que encierre entre rejas a un tigre, pero no dejemos que se crea que espera verlo evolucionar hasta convertirse en un gato doméstico.

Pero volvamos a ocuparnos de esos bellos objetos que son las almas de los señores Robert y su compañero. Tienen una gran significación para nuestro tiempo, porque, a diferencia de otros delitos, su delito señala no solo una revuelta moral sino intelectual. Ambos formularon alegaciones que se basaban en ciertas emociones e ideas modernas, de las que hemos oído hablar mucho en obras de teatro, novelas y periódicos. Robert apeló a una pura sensación de aventura; insinuaba que actuó movido por el mismo tipo de impulso que mueve a un cierto tipo de hombre, político o pirata, que hace incursiones frente a un imperio o se apodera de una isla en el Pacífico. Un aventurero en los sentidos más noble y más bajo del término. Afirmó ser un imperialista, el tipo de hombre que ha hecho a nuestra Inglaterra lo que es en la actualidad. Como otros que realizan parecidas afirmaciones, parece que él es de extracción oriental, y que es nómada por naturaleza y reacio a todas las obligaciones que derivan de las raíces.

Cuando un chico de la calle, de los que de verdad pasan hambre, roba una manzana, y admite que ha leído novelas baratas, estas desafortunadas formas de literatura son denunciadas implacablemente por los jueces y perseguidas en la prensa. Cuando Robert, que no pasaba hambre, robó una enorme suma de dinero y apeló abiertamente al atractivo del aventurero, deberíamos, por pura coherencia, cargarlo en el debe de esas obras modernas y educadas que, en nuestros tiempos, se han pavoneado ante la imaginación de las locuaces clases medias y de esa poesía de las finanzas locas. Los jueces deberían pronunciarse implacablemente frente al Sr. Rudyard Kipling y al Sr. Cutcliffe Hyne. Si una novelilla barata lleva al robo de una manzana, una novela de tapa dura probablemente conducirá al robo de algo notablemente más caro.

El Sr. King pertenece al tipo contrario, al tipo representado en nuestras novelas y obras sin aventura; las novelas grises sobre los grises barrios deprimidos, las novelas anodinas sobre suburbios anodinos, todo el intento moderno de hacer arte a partir del mero hecho de la monotonía. Si los libros de la escuela de Kipling son noveluchas del primer tipo de delincuente, los libros de la escuela de Gissing son las noveluchas del otro tipo. Pues este hombre se justificaba diciendo sencillamente que ya no podía tolerar la agobiante monotonía de sus ocupaciones; que estar sacando enormes sumas de dinero y cobrando un magro salario era demasiado, no solo para su consciencia, también para sus nervios. Algo en su alma se había quebrado. A estos dos tipos los tenemos en todos nuestros libros modernos, y estamos muy orgullosos de ellos: ahora nos toca ver si nos gustan en la vida real.

Estos son, como poco, los dos tipos que debemos temer, el aventurero del comercio, que no está satisfecho salvo con la aventura, y el esclavo del comercio, que de repente puede rebelarse contra su carga. ¿Cuál sería la cura de ambos? O, ¿acaso hay cura alguna? Una cura aproximada existe, pero ha sido tan rechazada que la gente la considera una paradoja. Un amigo se reía de mí en un libro reciente por decir que las farolas son poéticas. Las cosas corrientes, las botas que llevo puestas o la silla en que estoy sentado, una vez que llegamos a comprenderlas, pueden satisfacer a la más gigantesca de las imaginaciones. No puedo evitar aferrarme con terca simplicidad a esta postura. Las botas que llevo son, no puedo decir que más bellas que las montañas, pero por lo menos, altamente simbólicas en la calle, pues son las botas de uno las que traen buenas noticias. La silla en que me siento es verdaderamente romántica –más aún, es heroica, porque está en perpetuo peligro–. Y no es solo que a las farolas les pertenezca una suave y sentimental asociación, ese bello hecho de que de ellas se colgaba a los aristócratas, o que los ancianos caballeros borrachos se abracen a ellas; las farolas tienen toda la poesía del hombre, pues ninguna otra criatura puede levantar tan alto una llama y conservarla tan bien.

Usted podría considerar que todo esto es irrelevante para el caso de los señores King y Robert. Pero entonces cometería un error. Esta doctrina de la visibilidad divina en los objetos domésticos o diarios, esta doctrina de los dioses del hogar, tan antigua que parece nueva, es la única respuesta a los, por otra parte, demoledores argumentos de los señores King y Robert. Nuestro moderno error ha sido, no que hayamos animado la poesía de la aventura que inflamó el alma del Sr. Robert, sino que hemos rechazado también la poesía doméstica y religiosa que podía haber iluminado y aliviado el trabajo del Sr. King. Desde un principio, ha habido dos tipos de poesía, la poesía que mira fuera de la ventana y la poesía que mira dentro. Tenemos la canción del cazador que sale por la mañana, cuando la jungla es más encantadora que la cabaña. Y tenemos la canción del cazador que regresa a casa por la noche, cuando la cabaña es mucho más encantadora que la jungla o que el mundo. La primera encuentra su expresión frenética en la literatura moderna; hay un ansia desmesurada por el viaje. Hablamos de los ingleses como si fueran gitanos. Hablamos del Imperio como si fuera una caravana vagabunda; como si el sol nunca se pusiera sobre ella, porque no es capaz de encontrarla.

Nuestra literatura ha hecho mucho, ha hecho demasiado, por las aventuras y los aventureros; ha llenado hasta rebosar el alma del oriental Sr. Robert. Pero no ha hecho nada por las necesidades del Sr. King. No ha hecho nada por la piedad, por lo sagrado de las pequeñas tareas y de las obligaciones más inmediatas. Nada hay en la reciente literatura que nos haga sentir que barrer una habitación es maravilloso, como en George Herbert, o que sobre toda olla en Jerusalén haya que escribir «Santo es el nombre del Señor». Solo una imaginación fuerte, quizá, hubiera podido considerar que el trabajo del Sr. King en el banco es poético. Y sin duda, es poético. Si su imaginación hubiese sido lo suficientemente vigorosa, podría, mientras daba curso a tres soberanos de oro, haber pensado que uno serviría para unas vacaciones en las montañas, otro para un anillo de compromiso y otro para el rescate de un pobre frente a una renta excesiva.

El Sr. King podría haber entregado los dineros con gestos magnánimos, como si sus manos estuvieran llenas de flores, trigo o finas copas de vino. Podría haber sentido que lo que estaba dando a los hombres eran estrellas y puestas de sol, jardines y buenos hijos. Pero que hubiera sentido eso (a pesar de que es estrictamente cierto) es una exigencia demasiado severa para la imaginación de un individuo. Nada lo llevaba a ello. El banco no parecía nada de todo esto. Y los libros que leía en su casa no le ayudaban para nada; porque los libros modernos han abandonado la idea de que pueda haber poesía en las obligaciones. Ahora ya no hace falta recordar que los escritorios son deprimentes y los trenes, feos: hemos creado una sociedad en la que millones de personas se sientan en escritorios y viajan en tren. Así que debemos, o bien producir una literatura y un ritual capaz de mirar los escritorios y los trenes como si fueran arados y barcos, o debemos prepararnos para la irrupción de una clase artística nueva que volará los trenes y los escritorios con dinamita.

Artículo publicado en el volumen La amenaza de los peluqueros. Con la autorización de Ediciones Encuentro.