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El ministro de Propaganda nazi, Joseph Goebbels, durante un mitin

El Debate de las Ideas

Lenguaje, realidad y manipulación

Según el Génesis, fue Yahvé quien inventó el lenguaje, es más, todo lo creó a golpe de palabras

Según el Génesis, fue Yahvé quien inventó el lenguaje, es más, todo lo creó a golpe de palabras. Fueron ellas sus herramientas demiúrgicas, luego sus mandatos, no sus manos, conformaron el universo. Sería hermoso imaginar qué prodigiosa orfebrería utilizaría para hacer algo tan sutil, tan ambiguo como la luz. Pero no, no le hizo falta. Le bastó con decir: «Hágase la luz», y la luz, diligente como es ella desde entonces, se hizo. Para que Dios empleara el imperativo y la luz le entendiera, se requirió la prexistencia del lenguaje, un lenguaje esculpido por una gramática. ¿Y qué es la gramática? Pues las reglas lingüísticas que rigen un idioma y que, por decirlo con Wilhelm von Humboldt, permiten «un uso infinito de medios finitos». Así, con los 22 fonemas del español, podemos formular un número incontable de enunciados con sentido. De modo que, antes incluso que la luz, fue la gramática.

Y lo que vale para la luz vale para Adán. Cuando Dios lo creó el día sexto, le ordenó ser fecundo, henchir la tierra y someterla. También le prohibió comer del árbol que tan tentadoramente se erguía en el centro del jardín. Y si Dios le habló y Adán lo entendió, fue porque compartían algún tipo de lenguaje cuyos rudimentos ya estaban en el interior del primer hombre. Así, entre los dones que recibió Adán, figurarían oscuras nociones gramaticales. Sin embargo, Dios no se lo dio todo hecho, y en un gesto de conmovedora delicadeza, le presentó a las criaturas del cielo y del campo para que fueran nombradas por él. Leo en Rémi Brague que esto no es así en la tradición coránica, donde Alá le enseña al hombre cómo han de ser llamadas todas las cosas. En la Biblia, en cambio, Yahvé se limita a nombrar el día y la noche, el cielo, la tierra y el mar, reservando el resto a la iniciativa de Adán. Y resulta emocionante que Dios se dejara enseñar algo por su criatura, un buen puñado de palabras.

Con el desfile de las criaturas Dios nos inculcó el gesto nominativo que está en el origen del lenguaje

Además, con el desfile de las criaturas Dios nos inculcó el gesto nominativo que está en el origen del lenguaje. Por una parte, nos enseñó el concepto, la categoría: presentaba un animal para que, primero, Adán identificara sus propiedades esenciales, aquellas que agrupaban a ciertos seres y los distinguían del resto; un juego de semejanzas y diferencias que nos ayudó a organizar mentalmente el mundo, hasta entonces demasiado caótico para ser pensado. Por otra parte, una vez establecidas las categorías, llega el momento de designarlas, de otorgarles símbolos, una serie de sonidos que, en adelante, servirán para referir y convocar en nuestro intelecto una representación de la realidad. Por medio de la palabra quedan conectadas la realidad, la mente y el lenguaje. Este fue el deseo de Dios y así sería en el Edén. Pero después vino la caída, las sociedades, las lenguas, la historia… y la relación entre lenguaje, mente y realidad no ha dejado de enturbiarse desde aquel malhadado mordisco.

La palabra es un signo lingüístico, es decir, la unión entre un significante (los fonemas concretos) y un significado (la idea a la cual esos fonemas remiten). El significante de vaca, por tanto, serían esos cuatro fonemas agrupados en dos sílabas, mientras que el significado sería la definición, el concepto, el mamífero rumiante etcétera. Y aquí surge el primer divorcio entre realidad y lenguaje, lo que Ferdinand de Saussure llamó la arbitrariedad del signo lingüístico, ya que la relación entre el significante y el significado es inmotivada. Llamamos vaca a lo que los ingleses llaman cow. Y ninguno falla, tampoco acierta.

La unión entre significado y significante es convencional, depende del consenso de los hablantes

Una vaca en España es lo mismo que una vaca en Inglaterra, pero vaca y cow se parecen lo mismo que un huevo a una castaña, lo cual demuestra que la unión entre significado y significante es convencional, depende del consenso de los hablantes. No podemos decir que vaca es más o menos adecuada que cow porque ninguna de ellas muge, tiene cuernos o pasta; además ambas dan exactamente la misma cantidad de leche, ninguna. En el origen, cuando Adán, probablemente no fuera así y existiría una unión lógica, de modo que al serle presentada, sirva para el caso, la serpiente, escogería un significante onomatopéyico, algo sibilante y arrastrado. No obstante, con el paso del tiempo, esa relación se ha erosionado, con lo que el lenguaje y la realidad se han ido volviendo cada vez más autónomos y desemejantes entre sí.

Por tanto, hemos de preguntarnos si el hiato entre lo que es y lo que decimos es solo superficial o tan profundo como para bajar los brazos. En otras palabras: ¿El lenguaje es aún capaz de designar fielmente la realidad? Los convencionalistas o pragmáticos aseguran que no, que tanto el pensamiento como el lenguaje son ficciones útiles, convenciones que sirven al hombre, pero que en ningún caso podrán alcanzar la verdad. En su versión más dura llegaríamos a Gorgias: Nada existe; si algo existiera, no podría ser conocido; pero incluso si algo existente pudiese ser conocido, no podríamos expresarlo. Enfrente estarían los naturalistas o idealistas. Estos defienden que la realidad, amén de conocida, puede ser expresada, lo cual está en la base de la concepción realística del mundo y supone una condición sine qua non para que el pensamiento sea viable y el lenguaje algo más que una cháchara solipsista.

Según sea nuestra lengua, será nuestra realidad

Crecida a los pechos del convencionalismo, encontramos el determinismo lingüístico, cuyo epítome sería la Hipótesis de Sapir-Whorf. La idea fundamental es que las categorías lingüísticas condicionan las categorías mentales, las cuales, a su vez, condicionan la visión del mundo. Por ende, según sea nuestra lengua, será nuestra realidad. Escribe Benjamin Whorf: «Diseccionamos la naturaleza según los criterios que nos dicta nuestra lengua materna. […] el mundo se hace presente cual flujo caleidoscópico de impresiones que esperan ser organizados por nuestras mentes, y de un modo fundamental por los sistemas lingüistas que las habitan». De este modo, no veríamos sino lo que nuestra lengua nos ha enseñado a ver. La realidad, o más bien «el mundo fenoménico», estaría modelado por nuestro idioma. Así, por ejemplo, mi distinción entre lo constitutivo y lo contingente como hispanohablante sería más sutil que la de un angloparlante, pues donde yo dispongo de dos verbos, ser y estar, él tiene que conformarse con su rudimentario to be. Un español puede estar sin ser, así como ser sin estar; un inglés, en cambio, no tiene más remedio que to be, con todo lo que eso conlleva.

Aunque la Hipótesis Sapir-Whorf fue refutada en su día (sus pruebas, siendo generosos, eran endebles), la dependencia lingüística del pensamiento es sin duda sugerente y está en la base de la Newspeak, la lengua que el Ingsoc impuso en la novela de George Orwell 1984: «La intención de la neolengua no era solamente proveer un medio de expresión a la cosmovisión y hábitos mentales propios de los devotos del Ingsoc, sino también imposibilitar otras formas de pensamiento». Lo que no puede ser nombrado se convierte en impensable para, en última instancia, dejar de existir.

El lenguaje nazi acabó apoderándose del pueblo alemán y mudando su visión del mundo

Sin necesidad de llegar a tales extremos, parece claro que el lenguaje ejerce influencia sobre el pensamiento y este sobre la realidad, al menos según la percibimos. Un testimonio de ello es el diario filológico de Victor Klemperer, publicado en 1947. LTI. La Lengua del Tercer Reich recoge las anotaciones que el profesor tomó durante el ascenso del nazismo y la II Guerra Mundial. Por deformación profesional, Klemperer estuvo atento a los tópicos y los giros idiomáticos que la propaganda nazi, encabezada por Joseph Goebbels, fue instilando en los oídos del común hasta lograr una transformación de las mentalidades que hasta ese momento parecía imposible. Primero incrédulo, después estupefacto, al final desolado, Klemperer presenció la capacidad del Reich para cambiar la realidad desde arriba y a través del lenguaje: un aguacero lingüístico al que en un principio restaron importancia, al fin y al cabo los hechos son los hechos; pero que poco a poco, frase a frase, acabó apoderándose del pueblo alemán y mudando su visión del mundo. Porque de lo que se oye, también se cría.

Escribe Klemperer: «Las palabras pueden actuar como dosis ínfimas de arsénico: uno las traga sin darse cuenta, parecen no surtir efecto alguno, y al cabo de un tiempo se produce el efecto tóxico». Por su naturaleza relacional, el lenguaje se contagia, y por la irreflexión con la que nos entregamos a él, por su capacidad de vehicular el pensamiento e incluso de conformar las emociones, lo hace de manera imperceptible y exponencial. Dado que el lenguaje está próximo a la inconsciencia, su propagación suele pasar desapercibida, y eso hace que cualquier ejercicio de resistencia sea visto por la mayoría como una exageración paranoica. Así, manejado con astucia e insistencia, dice Klemperer, el lenguaje se convierte en el «medio de propaganda más potente, más público y secreto a su vez».

Basta revestirse de la palabra talismán para que tu postura quede al instante legitimada

En nuestro país, al menos hasta donde he tenido la oportunidad de leer, ha sido Alfonso López Quintás quien con más detenimiento ha analizado los procesos de manipulación. En su libro La revolución oculta, advierte que para manipular a la persona, primero hay que cosificarla, dejar de considerarla un fin en sí misma. Y nada logra ese objetivo como hacer que la comunidad, cohesionada y proveedora de sentido, devenga en masa. Esta, multitudinaria y solitaria al mismo tiempo, desarticulada, invertebrada, «es susceptible de ser asediada espiritualmente». Porque es ahí, en el espíritu, donde se libra la batalla en la que el lenguaje demuestra ser un arma poderosísima.

Entre las muchas estrategias de manipulación que López Quintás señala, destaca la palabra talismán, esto es, un término prestigiado e incuestionable, quintaesencia de la época y, dice el filósofo, semejante a un conjuro. Basta revestirse de la palabra talismán para que tu postura quede al instante legitimada y para que, a la vez, cualquier disidencia o crítica parezca abominable. Pasa, claro está, con progreso: Si estoy con el progreso, quién contra mí. En el ámbito educativo sucede con innovación, que al fin y al cabo es el progreso con otro collar. Todo lo tradicional ha de ser erradicado de las aulas. Da igual la majadería metodológica que se proponga, si dice ser innovadora, ningún descalabro académico la hará retroceder.

¿Cuántos géneros hay? Tantos como nombremos. Así, cuando las minorías piden un nombre, en realidad lo que están pidiendo es existir

En otro momento, López Quintás asegura que los nombres «no sólo remiten a ciertas realidades ya constituidas y delimitadas», sino que también pueden llegar a fundarlas. Es decir, el proceso nominativo no siempre funciona en el sentido primigenio de Adán, a quien le fueron presentadas categorías prexistentes para que les adjudicara una designación. En ocasiones, la palabra precede a la realidad y la crea, de modo que en lugar de ir del objeto a la palabra, vamos de la palabra al objeto. Sirva el caso de los sexos, que pasaron a ser géneros y de ahí a una miríada de vocablos que han desmigado la antigua dicotomía entre hombre y mujer. ¿Cuántos géneros hay? Tantos como nombremos. Así, cuando las minorías piden un nombre, en realidad lo que están pidiendo es existir. Es el «Hágase» del Génesis, el lenguaje creador de Yahvé. Por eso tiene algo de usurpación prometeica este obligar a que la realidad sancione nuestras ocurrencias verbales.

Es más, me atrevo a proponer que, mientras nos mantuvimos en gracia, mientras no comimos del árbol prohibido, primero fue la realidad y luego, a la zaga, el lenguaje. Pero al morder aquel fruto en nuestro deseo de ser como dioses, conseguimos, aunque de una forma más chapucera, algo de ese poder creador de la palabra; una facultad tan fascinante y erizada de peligros como todas las que obtuvimos aquel remoto día, nuestro último día en el jardín del Edén.